miércoles, 9 de abril de 2014

Ese es José

Edvard Munch, "Rostros desde la sombra", (1889-1908)

   Había visto a José varias veces por la calle durante el verano. Una tarde de domingo, pasé casualmente por la puerta del hospital, y ahí estaba, apoyado junto a la puerta de guardia, fumando la larga espera en la que lo tiene sumido la enfermedad de su esposa, Rosana. Otro día lo vi entrado el ocaso, caminando a paso lento, dirigiéndose a la estación de tren que lo lleva a casa al final de cada jornada. Todos los días son iguales para José. Viene desde la periferia de la ciudad a cuidar a Rosana, que hace meses que ya no lo conoce. Su figura parece haberse fundido con el universo del hospital, como una columna más, siempre de pie junto a la cama, o deambulando por los pasillos como un enfermero cansado.

Es un hombre menudo y bajito, y perdió algo de peso con el correr de los meses. Viste siempre las mismas prendas: una camisa de trabajo, un par de jeans gastados y zapatillas de lona negras. Tapa su pelo entrecano con una gorrita azul, pero nada oculta la tristeza que emana de sus ojos al ver como se apaga la vida de su mujer, que aparenta ser bastante más joven que él. Es apenas una sombra de lo que fue cuando la trajo a Rosana con la esperanza de que sanara.

Cuando empecé a visitarlo, venían las hijas a pintarle las uñas y a peinar a su madre. Ahora no queda pelo para peinar, y las manos de Rosana se encuentran atadas a la cama. Hablo poco con él. Es algo esquivo e inquieto. Creo que no comprende cómo se puede resistir tanto tiempo a un mal tan doloroso y profundo. Está entregado, y, sin embargo, no cuestiona nada. Clava la mirada en el piso y asiente con la cabeza en obediente aceptación de la voluntad de la naturaleza. A todo cuanto le digo para infundirle ánimo, asiente, aunque no parece escuchar. José sólo tiene oídos para Rosana, sólo tiene ojos para lo que queda de ella. Desea que cese el sufrimiento, y, al mismo tiempo, se aferra a esa mujer con la poca fortaleza que aún le queda. 

¿Qué sentido tienen las palabras? Mejor una mano sobre su hombro y una palmada en la espalda. Mejor que este calvario se acabe pronto para los dos, para que José pueda volver a casa a seguir trabajando, levantándose temprano para ir a alguna obra en construcción a hacerse de unos pesos como albañil, aunque ya nunca nada sea lo mismo que antes. Es uno de esos seres pequeños y fuertes que se llegan a licuar en el entorno. Un sobreviviente. Ese es José.

A boca de jarro

jueves, 3 de abril de 2014

Efemérides personal

"Under One Umbrella", Leonid Fremov.
Hay días que quedan marcados a fuego en la memoria y el corazón aunque hayan sido bautizados con agua. Un día como hoy, pero hace ya veinte y un años, conocí a mi compañero de vida, al padre de mis dos hijos, al hombre que elegí para amar y fundar esta hermosa familia que formamos juntos. Mucho se habla y se escribe acerca del amor, y, aunque suene a lugar común, el amor es un trabajo cotidiano. Así lo hemos ido llevando a lo largo de dos décadas y un año más ya.

Era una sábado gris y lluvioso en Buenos Aires, tal como suelen presentarse estos primeros días del otoño porteño. Me habían invitado al cumpleaños del novio de una compañera de trabajo, y casi no tenía ganas de salir de casa, dada la fuerte tormenta que se presentó aquella noche. Me vestí con un saquito de hilo nuevo y unas botas que él aún recuerda. Me subí al colectivo, y con dudas acerca de cuánto me iba a divertir, fui de todos modos a aquella reunión en un departamento del barrio de Belgrano que los flamantes propietarios estaban amueblando para casarse.

Cuando sonó el timbre y se abrió la puerta, lo vi parado en el pasillo detrás de sus anteojos y enfundado en un impermeable largo, tan largo como su figura, que poco tenía que ver la con la mía, ya que entonces me elevaba a tan sólo un metro cincuenta y seis del piso, igual que hoy. Y al momento de cruzarse nuestras miradas, supe que él era la persona que había estado buscando por tantos años.

Fue una noche de miradas tímidas y pocas palabras. Al despedirnos bajo la lluvia, sentí que desde entonces habría un antes y un después en mi vida, y que ya nada volvería a ser lo que había sido hasta entonces. Esa noche me quedé a dormir en lo de una amiga. No hizo falta decirle nada. Era evidente que había quedado absolutamente flechada, y apenas pude pegar un ojo. Cuando llegué a casa, a la tarde del día del siguiente, mi mamá me preguntó cómo me había ido, y le contesté, convencida, que había conocido al hombre de mi vida.

Al principio se organizaron algunas salidas grupales porque era un tímido sin remedio. Poco a poco, fue decantando solo que estábamos hechos el uno para el otro. No fue un noviazgo sencillo, ya que vivíamos en dos puntas distantes de la ciudad, y había que viajar largo para poder vernos. Además trabajábamos mucho los dos por aquellos tiempos. Hacíamos huequitos en las noches de semana para vernos después del trabajo, aunque al día siguiente él tuviese que madrugar y se muriera de sueño. Los fines de semana nos quedábamos a dormir en la casa de uno o de otro para poder estar juntos. Fueron tiempos felices y de proyectos, el despertar del enamoramiento, el ir conociéndonos en profundidad, hasta llegar ambos a la convicción de que pasaríamos el resto de nuestras vidas juntos.

Nos casamos tres años después, un día de la primavera, bajo una lluvia torrencial. La lluvia siempre marcó nuestros más intensos momentos: cómplice y compañera, nos acompaña hasta hoy como un manantial de bendición. Ayer también se cumplió un año del día que mi comedor se inundó con una de esas tormentas que suelen sorprendernos. Él estaba de viaje, y me recordaba que tuve la suficiente entereza para sacar el agua de casa a baldazo limpio, asistida por nuestros hijos y por mis padres. 

Hoy, temprano por la mañana, antes de preparar el desayuno para toda la familia, cambié mecánicamente la fecha en el calendario que tenemos hace años colgado en la cocina para marcar el paso de los días. Pero fue él y no yo quien recordó y brindó con mi taza de café con leche por un aniversario más. Tiene una memoria de elefante y no se le escapa ninguna fecha.

Son estas las efemérides que realmente importan en la vida. Estos días que nos hacen caer en la cuenta de que el tiempo pasa, y de que, aunque vamos cambiando, hay cosas que resultan inamovibles y firmes como una roca. Hemos pasado por tantos momentos plenos y yermos que ya no concebimos la vida el uno sin el otro. Esta efemérides personal se la dedico a él, mi lector más fiel y profundo, mi editor vital, el que guía y cuida de mi existencia, el que me expulsa de los desiertos y corre detrás de mí en los valles, la persona que ha hecho que mi vida sea fecunda y plena a través de los hijos que criamos con amor y dedicación, el que me empuja cada mañana para salir adelante buscando de mi mano un camino para seguir apostando por esta vida que hemos creado juntos y que continuamos haciendo nueva cada mañana.

A boca de jarro

miércoles, 26 de marzo de 2014

Desiertos existenciales




Camellos caminando en el desierto

"Lo que embellece el desierto es que esconde un pozo en alguna parte." 

Antoine de Saint Exupéry, El Principito.


Los desiertos existenciales se transitan en todos los planos: en el afectivo y vincular, en el vocacional y hasta en el de la fe. Sin transitarlos de tanto en tanto no hay crecimiento posible ni madurez. Requieren de una templanza enorme ante la ansiedad que asedia. Son etapas de despojo de viejos roles con los cuales nos sentíamos fuertemente identificados, tiempos en los que se hace necesario discriminar lo esencial de lo superfluo para seguir camino más aligerados. Resulta, además, necesario tener en claro que se trata de un lugar de paso. Aun así, en este estado, se conecta profundamente con nuestra propia fragilidad, transitoriedad y hasta con un sentir de cierta indigencia, que también tiene que ver con lo que se vive en el mundo del afuera, aunque la sensación proviene primordialmente del interior.

En la literatura, abundan las historias que se enmarcan en el contexto del desierto. El ejemplo más relevante lo hallo en El Principito, una obra que erróneamente ha sido catalogada como literatura infantil, y, sin embargo, se puede leer cientos de veces y encontrarle nuevos significados. Es lo que podría considerarse literatura iniciática, ya que en ella el protagonista es introducido en un camino de aprendizaje y maduración arduo donde confluyen tanto la acción como la contemplación. En ese periplo se van descubriendo los anhelos profundos del corazón humano y se llega a resignificar el sentido mismo de la vida, la amistad y el amor.

La Biblia es, sin dudas, el libro donde más abundan historias que se desarrollan en medio del desierto. Los desiertos bíblicos son variados, tanto en cantidad como en simbolismo, de igual modo para los profetas del Antiguo Testamento 
 quienes lo vincularon con el derrotero del pueblo de Israel , como para el mismo Jesucristo. En tiempo cuaresmal, los cristianos recordamos los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto ayunando y orando. Aunque mucho más fructífero que la acción en este lugar de retiro del bullicio mundano es la introspección que trae como consecuencia el encuentro con uno mismo. Para cualquier mortal el aislarse para estar a solas con uno mismo puede significar enfrentarse a lo peor del propio corazón, y así, ser capaces de sanarlo.

Hay una figura singular que subyuga como ejemplo del despojo desértico: el místico contemplativo Charles de Foucauld (1858-1916). Habiendo nacido en el seno de la aristocracia, experimentó una fuerte experiencia de conversión que lo llevó a vivir la pobreza radical como ermitaño en pleno corazón del desierto del Sahara. Su misión principal consistió en combatir  "la monstruosidad de la esclavitud" en África. Convivió con los bereberes, desarrollando un ministerio nuevo. Su premisa era el ejemplo y no el discurso, por lo cual estudió la cultura  de los tuaregs durante más de doce años y tradujo el Evangelio a sus lenguas. Su oración de abandono absoluto a la voluntad de Dios siempre me ha impresionado:



Padre, me pongo en tus manos,

haz de mí lo que quieras,

sea lo que sea, te doy las gracias.
Estoy dispuesto a todo,

lo acepto todo,

con tal que tu voluntad se cumpla en mí,

y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Padre.
Te confío mi alma,

te la doy con todo el amor

de que soy capaz,

porque te amo.
Y necesito darme,

ponerme en tus manos sin medida,

con una infinita confianza,

porque Tú eres mi Padre.
Desearía que mi fe fuese tan fuerte como para entregar mi destino en las manos de alguien de ese modo. Lo cierto es que, por estos días, transito en el desierto sin lograr descubrir dónde se esconde ese pozo de agua que lo convierta en un lugar de belleza y pleno de sentido. Seguiremos caminando sin brújula y haciendo introspección, pero con la firme esperanza de emerger de este desierto existencial.
A boca de jarro

martes, 18 de marzo de 2014

El sordo



Anciano en pena (En el umbral de la eternidad), Vincent Van Gogh

Se entendían con sólo mirarse. Él sabía exactamente lo que ella iba a decirle apenas salieran del cuarto, y ella, lo que estaba pensando su hermano mayor ante la escena que gravemente contemplaba. Hacía años ya que ambos sabían bien que su padre nunca sería el mismo de antes sin su Perla, por más que ellos hubieran hecho esfuerzos sobrehumanos por consolarlo y acompañarlo desde que su madre murió sorpresivamente aquel verano del 2001.

Cuentan las chusmas del barrio que el sordo, tal como lo llamábamos todos, era pintón, y que andaba de acá para allá con su señora del brazo, los dos bien emperifollados y perfumados. Cuando nos mudamos, Perla ya no estaba, y el sordo era apenas una sombra que salía dos o tres veces por día de su casa. La primera, a la mañana, a barrer la vereda y a cuidar de las plantas del cantero alrededor del árbol en la puerta de su departamento alquilado. La segunda, a comprar comida hecha en la rotisería de Marta. Nunca se las había arreglado para cocinar desde que su mujer murió, y Marta le preparaba lo que le gustaba con poca sal y le daba algo de charla. Esa era toda su comida del día. Por la tarde, salía a dar una última vuelta a la manzana, y luego se encerraba antes de que cayera el sol. Los vecinos de la propiedad horizontal en la que penaba los días se quejaban de que se quedaba hasta altas horas de la noche escuchando la radio a todo volumen. Era evidente que al sordo lo carcomía el insomnio desde que enviudó.

Una vuelta me lo encontré en el supermercado de la china, comprando yerba, azúcar y unos bizcochos para el mate, y me preguntó alarmado si los precios estaban bien. Andaba desorientado con los aumentos de estos últimos meses.

Hace unas semanas me tocó el timbre un mediodía. Con lágrimas en los ojos, me decía, con su característica voz aguda y entrecortada, que se había dejado la llave adentro, mientras un taxi lo esperaba para llevarlo a lo del médico. Me preguntaba si yo por casualidad tendría una escalera y un palo de escoba largo para abrir la puerta desde afuera cuando regresara. Intenté tranquilizarlo, pero continuaba sollozando. El sordo se daba cuenta de que ahora empezaba a hacerle jugarretas la falta de memoria que suele golpear a las personas de edad avanzada.

Cuando regresó, teníamos en casa todos los elementos listos para auxiliarlo, pero entonces recordó que siempre dejaba una llave escondida en una maceta sobre su medianera, y que no haría falta realizar ninguna maniobra extraña para que pudiese entrar. Me agradeció el intento de ayuda estrechándome la mano. Ese fue nuestro último contacto.

Un fin de semana de estos vinieron con un camión a retirar todos sus muebles unas personas desconocidas. Sacaron a la vereda su enorme cama de hierro y la desguazaron a martillazo limpio acá en la esquina, sin piedad. Salieron varias macetas rotas con plantas secas, y finalmente emergieron sus hijos, que se fueron rápidamente sin despedirse ni dar aviso de nada. Poco se los veía venir a visitar a su padre últimamente.

Supongo que al pobre sordo se lo llevaron a algún hogar de ancianos de por acá. Esa misma tarde vino a buscarlo un señor mayor de la vuelta que siempre lo animaba a salir a dar un paseo en su compañía. Estuvo un rato esperando alguna respuesta, pero nadie salió a darle siquiera una explicación. Me asomé tímidamente por la ventana, y le expliqué lo poco que sabía acerca de la situación. Se fue él también, algo cabizbajo y a paso lento, lamentando la pérdida del único amigo próximo a su edad que le quedaba a tiro. Quizás se quedó pensando que la enfermedad siempre nos devela la ineludible realidad: hay cosas que es mejor no oír, y otras que es preferible olvidar.

A boca de jarro

domingo, 9 de marzo de 2014

Sombra que asombras



Esta semana recibí un mensaje a través del formulario de contacto que me tuvo conmovida e investigando todos estos días. Se trata de un miembro de mi propia familia que comparte mis mismas inquietudes y búsquedas sobre nuestras raíces, de quien tengo apenas un vago recuerdo, algo así como una especie de primo tercero, argentino de nacimiento, Pablo, el nieto de un hermano de mi abuela paterna, Emilio, a quien tampoco logro recordar con claridad. Me dice que sabe bien sobre los desencuentros inexplicables de nuestra familia oriunda de Vivero, y que él también viajó allí, trece años antes que yo, a indagar en aquellos lugares de los que él había escuchado hablar a nuestras tías abuelas tantas veces, para echar luz sobre esas distancias que se suelen dar en en el seno de tantas familias, pero que parece que se reconcilian cuando por fin se logra dar con esa raíz identitaria que sentimos desenterrar en un puño en el terruño, y que permite que nos entendamos un poco mejor a nosotros mismos.

Buscando información acerca de nuestro bisabuelo vino a parar al jarro, y se encontró con la entrada en la cual nombro a Juan Latorre Capón y rindo un homenaje a la poesía de Rosalía de Castro. Se confiesa un enamorado de esos poemas, ya que  como él mismo explica , siente que esa negra sombra está presente en nosotros también. Y me cuenta que este hombre fue el fundador de las bandas municipales de Vivero y Ribadeo, además de ejercer como maestro de escuela nocturna para los obreros y mineros que no tenían otra chance de educación en aquellos tiempos y de colaborar con la edificación del asilo de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, donde fue a ser atendida durante sus últimos días una de sus hijas. Llegó a ser amigo de grandes personalidades de la época, como es el caso del afamado médico madrileño Gregorio Marañón, quien, según las fuentes, llegó a trascender como endocrinólogo, científico, historiador, escritor y pensador, un académico de cinco de las ocho Reales Academias de España.
Como ya sabía yo, este don Juan Latorre fue un hombre muy afable y apreciado por su exquisito trato con las personas, así como enemigo de todo tipo de violencia verbal y física para con su familia. Ese era su lado luminoso. Su sombra lo convirtió en un "Don Juan Tenorio". Parece ser que tuvo una hija de la que nadie en mi familia sabía a los 23 años, de cuya existencia Pablo se enteró hurgando en los registros electrónicos de la parroquia San Pedro de Lugo. Pablo sabe tan bien como yo que, antes de que naciera una de las hermanas menores de mi abuela, mi bisabuelo tuvo un romance con la cocinera familiar, cuyo fruto fue una hija. Mi bisabuela  quien al decir de Pablo, fue una  mujer difícil , estaba al tanto de todo, a punto tal, que tuvo intención de dejarlo. Esto finalmente le fue prohibido por su propia madre, dado que estamos hablando de una mujer que vivió en el 1900. Si bien la relación entre ellos se deterioró, mi bisabuela llevó luto luego del fallecimiento de su esposo hasta el día de su propia muerte en 1945, ya en la Argentina. Mi papá la recuerda como una abuela tierna y afectuosa, y aún guarda en su memoria el perfume de su piel cuando dormía la siesta en su cama.
Es apasionante ver como las piezas que Pablo me aporta van dando forma a una historia que me acerca aun más a todo lo que mi visita al pueblo me dejó. La versión original del poema "Negra Sombra" de Rosalía de Castro fue musicalizada por vez primera por un tal Juan Montes Capón, tío y tutor de nuestro bisabuelo Juan, y primo segundo de nuestra bisabuela. En su paso por Vivero, Pablo se acercó a una librería a comprar los escritos de Nicomedes Pastor Díaz, príncipe del Romanticismo español, y al dar con un tomo de su biografía, descubrió que había sido escrita por otro pariente nuestro, Enrique Chao Espina, escritor, pintor y nadador amateur en las aguas de la ría y del Landro, quien fue forzado por su familia a hacerse sacerdote, a pesar de estar perdidamente enamorado de mi propia abuela, que solía hablar de aquel pretendiente a quien desairó por mi abuelo Jesús. Una de las mujeres que atendió a Pablo en la librería del pueblo había sido la última alumna de música de nuestro bisabuelo Juan, y se avino a contestar todas sus preguntas al enterarse de su parentesco con aquel hombre que fue significativo en su vida.

Enrique Chao Espina y parte de su obra

Todo esto no hace más que confirmar que el trazado del árbol familiar es una tarea que despierta interés en muchos, ya que al descubrir esos secretos acerca de nuestros ancestros ganamos conocimiento sobre quienes somos en esencia y sobre el devenir de la historia personal de los frutos de nuestro árbol genealógico. Son hallazgos que nos conducen a la médula de nuestro ser esencial, y no hacen más que confirmar que la negra sombra que a todos nos envuelve guarda luz que siempre asombra en su inefable sustancia.

A boca de jarro

viernes, 28 de febrero de 2014

"Philomena": El poder del perdón

Protagonistas: Judi Dench como Philomena y Steve Coogan como Martin


"Philomena" es una película que ilustra el poder del perdón, basada en el libro escrito por el periodista y presentador mediático británico Martin Sixsmith The Lost Child of Philomena Lee, (El hijo perdido de Philomena Lee). Su director, Stephen Frears, se encarga de narrar el drama de una mujer irlandesa que, tras quedar embaraza siendo una adolescente, es enviada a vivir a un orfanato en Roscrea, Irlanda, regenteado por monjas Católicas. Allí da a luz a su hijo, Anthony, en un parto de nalgas traumático y desgarrador, sin la administración de ningún tipo de anestésico, asistida rudimentaria y cruelmente por las hermanas, que determinan que en adelante la chica sólo verá a su hijo una hora diaria, y durante el resto del día se dedicará a pagar por "el pecado cometido" en la lavandería del convento, mientras ellas, a cambio, se ocuparán de alimentar y cuidar de su hijo. Finalmente, como era costumbre del lugar, las monjas venden en adopción a Anthony a una pareja norteamericana, hecho que Philomena no logra superar nunca, y al cual se había visto forzada a aceptar firmando unos papeles que ceden sus derechos maternos sobre el niño de apenas tres años de edad. Lo único que se le otorga a escondidas es una fotografía del chico tomada por una monja piadosa durante su estadía en la guardería.

Cincuenta años más tarde, y habiéndole confesado a su hija que no pasa un día sin recordar a su perdido hijo varón, el destino cruza las vidas de Philomena y Martin, devenido en ex corresponsal extranjero de la BBC y antiguo director de comunicaciones del gobierno de Tony Blair, quien acaba de ser desairado como asesor por el partido Laborista. Sin demasiado interés en ahondar en una historia humanitaria, Martin hace uso de su tiempo libre e intenta combatir su depresión embarcándose en un viaje junto a Philomena que arranca en Irlanda, sin demasiada suerte, y culmina en los Estados Unidos, para indagar y eventualmente dar con el paradero de Anthony.

Allí se llega a desenterrar la verdad. Anthony había sido tomado en adoptación por el matrimonio Hess, quien lo rebautizó como Michael Hess, y luego de haber llegado a encumbrarse como figura política de la administración Reagan, muere de Sida en 1995.  Es allí donde también la madre logra reunir diversos testimonios de personas significativas del entorno de Anthony, tener acceso a imágenes de su vida, así como a descubrir que su hijo pidió como última voluntad ser enterrado en su tierra natal por el deseo de unirse a su madre, a quien había vuelto a buscar como adulto agonizante.

Es entonces cuando se destapa la mentira y el encubrimiento de información por parte de las monjas del convento, tanto para con la madre como para con su hijo. Philomena regresa a Roscrea a cerrar su periplo frente a la tumba de su hijo y a encontrar la paz que buscó a lo largo de sus días. En esta historia de viaje circular, Philomena es quien logra perdonar a quien le ha infligido un mal, mientras que la monja que había tomado las riendas del asunto no logra arrepentirse de lo que ha hecho. 

La historia pone sobre el tapete un tema candente y de actualidad, simplemente contraponiendo los hechos: el accionar de distintos actores de la Iglesia Católica. Por un lado, la doble moral de estas monjas y de las instituciones sociales de adopción, y, por el otro, la actitud de no juzgar y perdonar de una simple mujer de fe, víctima de la mentira y la maldad. Son precisamente cuestiones tan cruciales como esta las que está revisando la cabeza visible de la Iglesia por estos días. La actitud dogmática y fundamentalista de muchos enfrentada al ejercicio del verdadero Cristianismo, cuya premisa básica es el amor y la misericordia. Philomena alcanza eventualmente el liberador poder del perdón que le permite aceptar su historia y seguir adelante, habiendo logrado cerrar las heridas de un pasado lleno de interrogantes al cual ya no quedará anclada.

A sus ochenta años, la verdadera Philomena Lee llegó hasta el propio Papa Francisco acompañada de su hija y de Steve Coogan, coprotagonista, coguionista y productor de la película nominada a cuatro premios Oscar. El grupo viajó hasta Roma en representación del proyecto que la misma mujer fundó: The Philomena Project.  Se trata de una campaña que insta al gobierno irlandés a promulgar una ley que abra los archivos de adopción que a ella misma le fueron ocultados y que posibilite la reunión de aquellas madres a quienes se les arrancaron sus hijos a través de adopciones forzadas.

Es destacable la actuación de la inigualable Judi Dench, la dirección de Frears ("Dangerous Liaisons", "The Queen", entre otras), así como el guión, especialmente adaptado por Steeve Coogan y Jeff Pope a esta historia llena de reverberencias humanas y basada en hechos reales.

A boca de jarro

viernes, 21 de febrero de 2014

Sopor olímpico

Curling en Sochi
La busqué por todas partes esta semana. Me distraje un poco cuando me puse a revolver los placares de los chicos para hacerles probar los uniformes escolares. Resulta que, en apenas tres meses, toda la ropa les queda chica. Hubo que salir de compras para renovar toda la vestimenta que necesitan para el nuevo año escolar que se nos viene encima. Entre días nublados y chaparrones aislados, fuimos de aquí para allá, comprando los pantalones, las remeras, las camperas deportivas, los zapatos y las zapatillas que se probaron a desgano. Las madres nos apoyábamos sobre mostradores abarrotados, mientras los chicos hacían fila para meterse en los probadores, y  casi con temor, consultábamos los nuevos precios de toda la mercadería. 

Una mujer preguntó el valor de un pantalón de gabardina gris para su hijo varón. Cuando la vendedora se lo sopló bajito, la buena señora se llevó las manos a los ojos, se los cubrió, luego los abrió y se encontró con mi mirada, tan desconcertada y resignada como la suya. Estamos gastando más que el doble que hace un año en nada más que la indumentaria que los chicos necesitan para comenzar el año escolar, y ya nos entendemos con apenas una mirada de desolación, aunque todavía no hemos siquiera pasado por las librerías.


Así fueron pasando los días. Volvíamos a casa con hambre y cansados de tanto andar, un poco fastidiados por la humedad y los mosquitos, que no nos dan tregua por estos días. Me ponía a hacer las gratas tareas de la casa y la comida, y caía rendida sobre el sofá ya hacia el fin de la jornada. Encendía el televisor para distraerme un poco de tanta realidad, y me encontraba con las noticias de todos los días, que sin duda no ayudan en lo más mínimo a encontrar eso que andaba buscando desde el principio de la semana.


En los noticieros locales, además de las noticias de rutina y el pronóstico meteorológico, estuvieron pasando un bloque diario de imágenes de los Juegos Olímpicos de Invierno 2014, que se llevan a cabo en la ciudad rusa de Sochi. El favorito localmente parece ser una disciplina a la cual de deporte le veo bastante poco, aunque 
 según todos los expertos que salen a opinar por televisión , se trata de una actividad muy arraigada en lugares como Escocia, Canadá y los países nórdicos. Le llaman curling, y consiste en empilcharse de primera para deslizar una especie de pava pesada sobre el hielo, mientras otros dos participantes, que asisten al lanzador, barren la superficie sobre la cual se desliza la bola de veinte kilos para que llegue más lejos que las que arrojan sus competidores. Es como una versión del tejo que los jubilados juegan en las plazas, los clubes y las playas argentinas, siempre que pueden irse de vacaciones, y en musculosa y alpargatas.

Ver este tipo de actividad por televisión me producía un sopor olímpico tal que ya no pude lograr encontrar aquello que había empezado a buscar a principio de la semana. Dicen que el deporte favorito de los argentinos es la queja, y es muy posible que tengan razón, a pesar de que motivos no nos faltan. Finalmente, entendí por qué tantos rusos se han dedicado a visitar mi blog durante esta última semana. El curling debe aburrirlos tanto como le aburre a esta argentina quejosa que no logró encontrar la inspiración que estuvo buscando toda la semana para escribir otra entrada mas que esta. Esperemos que regrese pronto por el bien de todos.


A boca de jarro

jueves, 13 de febrero de 2014

En el umbral de la sombra

Banda Municipal 1904. Director Baldomero Latorre Capón


Es curioso como los sedimentos que deja un viaje se van reordenando como un juego de puzzle que es el que se fue a destino a tratar de terminar de armar, aún tiempo después del regreso. Cuando me fui a la tierra de mis abuelos paternos, esperaba encontrar algunas piezas que no estaban del todo bien colocadas en el entramado del mapa familiar. Había ciertas leyendas flotando que tenía que comprobar por mi misma para determinar de dónde vengo y quiénes fueron esos seres que me trasmitieron la vida, y que siempre creí que explican en gran parte quién soy. Me habían advertido que no iba a encontrar todo lo que buscaba, aunque lo que sí encontré justifica ampliamente el haber viajado. Pero intuyo que las piezas de algún modo nunca se van a terminar de acomodar. Siempre se está en el umbral de la esencia identitaria, siempre asoma la sombra de quien se podría haber sido y no se es, y es así como el viaje continúa.

Durante años pensé equivocadamente que la estatua de ese caballero en pleno casco histórico de Vivero era la de mi bisabuelo, Juan Latorre Capón, primer director de la Banda Municipal de esa ciudad y director de la Banda de Exploradores, cuyo fallecimiento quedó documentado en un recorte que conservo del Heraldo de Vivero del 25 de enero de 2002 réplica de una extenso obituario fechado el 5 de agosto de 1933 —,  dedicado a la muerte de este "Músico completísimo y maestro de varias generaciones, pues aunque no era de Vivero, llevaba unos 33 años dedicado en esta ciudad a la enseñanza, y rara era la casa en donde no haya discípulos del finado."


Plaza del Ayuntamiento de Vivero

Lo que encontré en su lugar fue un monumento al poeta, periodista y destacado político vivariense, importante exponente del Romanticismo y del movimiento denominado Rexurdimento, Nicomedes Pastor Díaz. Y lo que imaginaba ser la batuta de mi bisabuelo era en verdad la pluma de este excelso poeta gallego obsesionado por el amor, la muerte, la soledad y la belleza natural de su tierra natal y del mar. Al informarme sobre Pastor Díaz, llego a descubrir su influencia sobre otros poetas, como Gustavo Adolfo Bécquer, a quien sí conocía. Pero el mayor hallazgo al que me conduce la pluma de Pastor Díaz es a la honda belleza de la poesía de Rosalía de Castro, nacida en Santiago de Compostela en 1837, y considerada   a la par de Bécquer  como "la precursora de la Modernidad e iniciadora de una nueva métrica castellana".

Más allá de los escasos datos biográficos y los detalles íntimos de una vida,  me impactan dos poemas escritos por esta mujer. Y los comparto como corolario de una búsqueda identitaria en la cual seguiré hurgando en el umbral de la sombra.



"Meditación en el umbral"

No, no es la solución
tirarse bajo un tren como Ana de Tolstoy
ni apurar el arsénico de Madame Bovary
ni aguardar a los páramos de Ávila la visita
del ángel con venablo
antes de liarse el manto a la cabeza
y comenzar a actuar.
Ni concluir las leyes geométricas, contando
las vigas de la celda de castigo
como lo hizo Sor Juana, no es la solución
escribir, mientras llegan las visitas,
en la sala de estar de la familia Austen
ni encerrarse en el ático
de alguna residencia de la Nueva Ingalterra
y soñar, con la Biblia de Dickinson, 
debajo de una almohada de soltera.
Debe haber otro modo de que no se llame Safo
ni Mesalina ni María Egipciacia
ni Magadalena ni Clemencia Isaura.
Otro modo de ser humano y libre.
Otro modo de ser.



"Negra Sombra"

Cuando pienso que te fuiste,
negra sombra que me asombras,
a los pies de mis cabezales, 
tornas haciéndome mofa.

Cuando imagino que te has ido,
en el mismo sol te me muestras, 
y eres la estrella que brilla,
 y eres el viento que zumba.

Si cantan, eres tú que cantas, 
si lloran, eres tú que lloras,
y eres el murmullo del río
y eres la noche y la aurora.

En todo estás y tú eres todo, 
para mi y en mi misma moras,
ni me abandonarás nunca
sombra que siempre me asombras.





Rosalía de Castro: Negra Sombra




A boca de jarro

viernes, 7 de febrero de 2014

Acompañar desde el silencio

Se habla demasiado. Hay demasiado ruido que se confunde con comunicación. La verdadera comunicación es estar presente con los sentidos atentos a cada gesto y cada detalle para saber escuchar el ruido del silencio cuando los justos reclamos no son escuchados y para prestar la oreja atenta ante la queja, ante el dolor, ante el sufrimiento y ante la muerte de nuestros semejantes.

Cuando acontecen sucesos como los de estos últimos días, abundan en los medios personas que salen a dar explicaciones técnicas y a mostrarnos la cara más espantosa y siniestra del dolor. Se intenta dilucidar por qué pasó lo que pasó, o cómo podría haber sido evitado, cuando el hecho es un hecho consumado, y por el momento queda acompañar desde el silencio a quienes han sido víctimas y a sus familiares.

Se podrían hacer mil lecturas. Podría decirse que el incendio es la metáfora más cabal del fuego que nos está consumiendo y que no hay voluntad de apagar.

Los bomberos voluntarios que han dado sus jóvenes vidas para apagar un incendio en pleno barrio de Barracas son un ejemplo de lo que muchos ciudadanos ignotos hacemos cada día: levantarnos temprano cada mañana, ponerle el cuerpo al día, venga lo que venga, continuar trabajando, aun frente a una sensación de absoluta precarización. Ellos la expusieron y la perdieron.

Fuego y lluvia que no terminó de aplacar las llamas, imágenes dantescas que perturban el sueño y nos hunden en la angustia y la desesperanza. Me uno en un abrazo solidario a todos aquellos que seguimos adelante sin más palabras que las que nos dicta el silencio.



A boca de jarro

sábado, 1 de febrero de 2014

Sábado es...

Madonna en los ochenta

Allá por la década de los ochenta, en mis intensos años de adolescencia bolichera, había un jingle de Coca Cola en los medios locales que decía así:

"Sábado es,
sábado es, 
ya la ciudad, 
vibra otra vez.
Vení a bailar, 
 te vas a divertir.
 Coca Cola le da
 más vida a tu vivir..."

Llegó febrero. Es justo y necesario dejar este oscuro enero atrás. Cortes de luz, olas de calor, maroma económica... Encima estuvimos pintando en casa, y me tocó limpiar como una descosida. Así es que hoy me zambullo en el túnel del tiempo y me voy a bailar, como hacía en aquellos sábados de los ochenta. ¡Quién pudiera volver el tiempo atrás, para no amargarse, para sólo pensar en que "Las chicas sólo quieren divertirse"! Increíble cómo todavía suena esa canción.

Me causa algo de sorpresa y mucha nostalgia que mis hijos me hagan subir el volumen de la radio cada vez que pasan una de aquellas canciones que me aprendí de memoria en los ochenta. Ahora, muchos adolescentes la van de "ochentosos", pero lo cierto es que los verdaderos sobrevivientes de los ochenta somos nosotros.

Por entonces, no andábamos con celulares, no nos comunicábamos por Facebook, ni WhatssApp, y cuando quedábamos para encontrarnos el sábado por la noche, era para salir, no para una sesión de Skype o un juego interactivo online. Toda nuestra vida rodaba en torno del baile del sábado por la noche en la disco, para lo cuál arreglábamos personalmente y con la debida anticipación. No había mensaje de texto que nos salvara si, a último momento, no nos dejaban ir al boliche.

Nos pasábamos la semana practicando las coreografías de Madonna para abrir la noche en la pista, como en aquellas películas que nos marcaron a fuego, "Flashdance" y "Footloose". Los mejores bailarines se subían a bailar sobre los parlantes, y cuando se largaba, echaban una capa de humo espesa que me dejaba medio ciega y olía al talco de mi abuela. Bajo la luz blanca se cruzaban las primeras miradas, ya que en aquel tiempo, los varones te sacaban a bailar. Las damas entrábamos gratis porque éramos el gancho para los caballeros. Nada de pogo en la pista, ni de bailar entre amigos. La más fea planchaba, y la linda, o la que sabía cómo disimular, ligaba. Justicia poética a rajatabla.

El momento más esperado de la noche eran los lentos. Se apagaban las luces, cambiaba el ritmo, se hacía un expectante silencio y corría una especie de aire fresco sobre la pista. Era el momento más esperado y temido. Si no pintaba el levante, sólo te quedaba la barra y un trago largo con  las chicas para digerir el bajón. 


Y para que nos fuéramos a casa todos contentos llegaba la tanda de lo que dimos en llamar "rock nacional": Serú Girán, Los Abuelos de la Nada, Soda Estéreo, Los Twist, Raúl Porchetto... Pensar que nuestro himno, allá por el 85,  era aquel tema de Miguel Mateos, en el que todas las voces se unían como en un coro de cancha:


"Pero venga lo que venga, para bien o mal,
tirá, tirá para arriba, tirá.
Si no ves la salida, no importa mi amor,
no importa. Vos tirá. "

Seguiremos tirando para arriba por no aflojar.




Cyndi Lauper - Girls Just Want To Have Fun


A boca de jarro

viernes, 24 de enero de 2014

La hija menor de Sappia

Arte Figurativo Óleo, Pinturas de Mujeres

"Decidió que era así precisamente como estaba. Tenía delante el cuerpo fofo, añoso, de una mujer de cuarenta y seis años, los pechos caídos, el vientre dilatado, venas varicosas en las piernas y caderas a punto de derrumbarse. Su sonrisa se amplió hasta adquirir las proporciones de una mueca forzada mientras su mano derecha se cerraba en el aire, y entonces lo dijo bien claro, en voz alta, mañana vuelvo a comer."
                                     
Almudena Grandes, Modelos de mujer, "Malena, una vida hervida", (Relato parcialmente autobiográfico), Buenos Aires: Tusquets Editores, 2012.


Cuando me crucé a darle el pésame como corresponde a la señora de Sappia la encontré acompañada por su hija menor. La reconocí de inmediato. Habíamos sido compañeras de secundaria, aunque nunca habíamos llegado a ligar socialmente, y se encontraba tan cambiada que, en todos los años que llevo viviendo frente a su casa no me había dado cuenta de que se trataba de aquella chica regordeta, siempre ocultando sus bellos y tristes ojos diáfanos detrás de sus gruesos anteojos, una adolescente tímida, de cabello largo, invariablemente trenzado, que hasta se sonrojaba al verse obligada a pasar al frente a dar lección oral y que sólo ocupa un lugar en las fotos viejas que dan testimonio de nuestro paso por un colegio de monjas. Nunca había salido a bailar o acudido a ninguna reunión ni fiesta de quince, nunca una cita, jamás el nombre de un varón garabateado en la tapa de sus cuadernos. "La chica de los labios vírgenes"  como burlonamente la habíamos apodado.  Era obvio que su padre no le permitía ir más que de casa al colegio y del colegio a casa, a estudiar.

Siempre había deseado ser médica. Eso es casi todo lo que llegué a saber de ella en cinco años de adolescencia compartida. Supongo que finalmente lo consiguió. Ahora que me percaté de su identidad la veo pasar temprano por la vereda de enfrente, a paso ligero, delgada en sus jeans ajustados, con un delantal blanco colgando del brazo y una cartera abultada. Cruza prolijamente por la esquina, esperando que el semáforo le de permiso para hacerlo debidamente, igual de sumisa y prolija que en aquellos años de estudio. Hay gestos que delatan más de lo que quisiéramos revelar acerca de quienes fuimos y quienes somos, porque, en general, los años no vienen para cambiarnos. A menudo llegan para acentuar aun más nuestro resignado destino.

Al terminarse los festejos de fin de año, volvíamos en el auto a casa de madrugada y encontramos un coche plateado estacionado justo frente a nuestra entrada de garaje. Mi marido, como siempre, se enfureció. No soporta que se ignore el signo de "Prohibido Estacionar" que se empecina en volver a colgar de la puerta, aunque lo arranquen o lo roben sólo por jorobar. Le hizo luces rabiosas al conductor para que se adelantara. La ventanilla del auto estaba medio alzada, y se adivinaba una cabellera platinada, más blanca y brillante que el color del automóvil. El tipo la bajó entera desde su comando eléctrico en la penumbra solitaria de mi calle, sacó la mano para pedir disculpas, dio arranque y movió el auto sin chistar. Al erguirme luego de trabar el portón y antes de terminar de cerrar, vi emerger del coche la figura de la hija del difunto Sappia, y su sombra, esquiva e inconfundible ya, se desvaneció rápidamente en la oscuridad del jardín de su casa.


Desde aquella noche ya no se volvió a esconder. El fulano viene a visitarla con ramos de flores en las tórridas tardes de verano, mientras su mamá pasa unos días en la costa junto al resto de la familia. Madre e hija, cómplices silentes de una liberación largamente esperada. La hija menor, a quien se le había asignado el pesado rol de acompañar a sus padres en su vejez, de ser la tía soltera y juguetona para sus sobrinos, ahora tiene vida propia en esa casona que parecía muerta hace poco más de un mes.


Dicen que para muchas mujeres la vida comienza después de los cuarenta. Para esta niña-mujer, que vivió bajo la sombra de un padre autoritario, el adagio parece estar hecho a su medida. Quién sabe por qué motivo el difunto padre la quería soltera y en casa. Tal vez para llenar el vacío que como marido él mismo creó en la vida de su mujer. Lo cierto es que hoy la hija menor de Sappia se ve feliz porque aprendió que los príncipes no tienen melenas rubias, ni son azules, ni llegan justo en el momento en que necesitamos que nos rescaten de las garras de padres que se yerguen como reyes déspotas y egoístas. Llegó el hombre que la festejaba a escondidas para por fin rescatarla a plena luz del día de su propia infelicidad asumida como derrotero medieval en pleno siglo XXI.


A boca de jarro

jueves, 16 de enero de 2014

La viuda de Sappia

Mary Wllstonecraft, óleo sobre tela realizado por John Opie hacia 1797

La señora de Sappia vivía para su marido. Siempre fue "la señora de"; no conozco su nombre, a pesar de que hace años que me la cruzo cada dos por tres en el barrio. Aún quedan muchas mujeres que entienden su vida así. Todos los días salía a hacer las compras para cocinarle al fornido Sappia lo que más le gustaba: radicheta para comerla en ensalada con ajo, tomates blandos para hacerle la salsa para su pasta, y unos bifecitos anchos que hacían su almuerzo, vuelta y vuelta, a la plancha. Él era el proveedor, el que hacía dinero, el que mantenía contacto directo con el masculino mundo exterior y el que tomaba todas las decisiones. Ella, en cambio, era el alma de su hogar. Limpiaba la amplia casona familiar desde bien temprano. Barría la vereda a primera hora para que el barrendero se llevara todas las hojas que ella prolijamente apilaba cerca del cordón. Luego salía con dos de sus tres hijas rumbo a algún gimnasio donde hacían una hora de ejercicio suave dos o tres veces por semana. Al caer el sol, regaba el jardín del frente de la casa y volvía a barrer las hojas caídas y la basura que se juntaba alrededor del cerco de hierro y que le abría y cerraba a su marido ágilmente cada vez que él llegaba en su automóvil, del que sólo se bajaba una vez dentro del garaje.

Nunca los vi salir juntos a caminar tomados de la mano, como otras parejas mayores de por acá. Los fines de semana solían venir los nietos a almorzar, sobre todo los domingos. Seguro que comían la pasta amasada por la abuela, como buena familia tana. Y a la hora de la siesta, el yerno de la señora Sappia sacaba baldes y manguera a la vereda para lavar su taxi con la ayuda de sus hijos varones. Las tareas estaban bien repartidas de acuerdo al sexo: los hombres se ocupaban de los fierros  las armas para parar la olla, y las mujeres, de llenarles bien la panza. La única excepción era el cuidado del jardín del frente. En eso, varones y mujeres metían mano por igual para cortar el pasto y atender las plantas.

Una mañana tibia del otoño del 2012, estaba yo aseando las habitaciones de la planta alta cuando, de repente, se escuchó un grito perturbador y el rugir del motor de una motocicleta que dejó las llantas marcadas sobre la vereda limpia de la familia Sappia. Vi todo desde mi ventana y salí corriendo con el corazón congelado en la garganta. Observé como el señor llegaba en su automóvil, y mientras esperaba que su mujer le abriera el portón para entrarlo, un motochorro le dio un tremendo codazo en la nariz, que inmediatamente explotó en sangre, y manoteó algo que el señor Sappia se rehusaba a soltar. El tipo, con gorrita y anteojos negros, se dio intempestivamente a la fuga pegando un salto sobre una rueda, como los motoqueros que hacen malabares con sus maquinones para exhibición los viernes a la noche en plena Avenida Figueroa Alcorta.

Largué todo lo que tenía en la mano, revolee la aspiradora, y salí así como estaba para preguntar si necesitaban que llamara a la ambulancia o les saliera de testigo ante la policía. Pero cuando llegué al portón del garaje subterráneo, el señor y la señora Sappia ya se habían guardado detrás de las rejas, y me dieron tímidamente las gracias excusándose por no querer dar parte del hecho ante las autoridades. Le habían hecho una salidera al sacar una importante suma de dinero del banco de la avenida, y estaban seguros de que no se iba a recuperar ni un centavo.

Después de aquel nefasto día, dejé de verlo. Sólo salía su mujer, siempre escoltada por alguna hija. Empezaron a dejar cerrada hasta la persiana del ventanal del frente y, al anochecer, encendían todas las luces, que quedaban prendidas hasta la madrugada. Fue como si después del robo la vida de la familia se achicara: se encerraron tras las rejas de su casa  una cárcel auto-impuesta para tantos ciudadanos decentes que han ahorrado unos dineros a fuerza de trabajo para pasar su vejez dignamente.

La señora Sappia perdió su sonrisa y se la notaba encorvada. Concurría diurnamente al supermercado y la verdulería, pero su mirada estaba como perdida. También perdió algunos kilos, y su aspecto general desmejoró un tanto. Su cabello estaba largo, y era evidente que no pasaba ni por la peluquería. Las hijas y los nietos empezaron a visitar la casa a diario y entraban con una llave que se les había hecho a cada uno, cerciorándose de que nadie estuviera merodeando antes de abrir. Esa casa se había convertido en el reino del miedo.

Un día del mes de noviembre del año pasado me encontré con la señora acompañada de su hija mayor a la vuelta de casa. Iban del brazo, y el rostro de la señora se veía desencajado y ojeroso. Me detuve a saludarlas y a felicitar a la hija mayor por su nuevo corte de pelo, pero ni bien empecé a hablar, me di cuenta de que algo andaba mal.

 Vamos para la Chacarita. Mi papá falleció la semana pasada. Por suerte no sufrió casi nada, pero hacía rato que no andaba bien me dijo la chica, un poco mayor que yo, entre lágrimas.

No hace falta decir que lo que enfermó al señor Sappia fue aquel hecho que jamás llegó a comprender. A esa edad, un golpe de esos es como un golpe de gracia: te empezás a extrañar de la realidad que creías conocer, todas las certezas y las seguridades de una vida se desvanecen, y comenzás a hundirte hasta que la enfermedad del alma te mata.

Hubo un tiempo en que la casa parecía no tener restos de vida. Ya nadie hacía jardinería, ni había reuniones como antes. Las persianas ahora estaban bajas todo el día, y la casa entera desprendía un halo de oscuridad que provenía del duelo que se estaba viviendo puertas adentro. Difícil imaginar cómo esa pobre mujer pasaría las largas noches y los eternos días sin aquella compañía que le había dado sentido a su propia existencia.

Poco a poco, la señora Sappia fue asumiendo dignamente su papel de viuda. Se puso un pantalón deportivo negro, remera negra o violeta y zapatillas en pleno verano. Pasó por la misma peluquería a la que acudió su hija, se cortó el pelo bien corto y se tiñó de castaño. Volvió a ir diariamente a los negocios del barrio y empezó a levantar las persianas. Una tarde fresquita de principios de diciembre tomó la cortadora de césped y repasó enérgicamente el pastizal en el que se había convertido el jardín de la bella casona de piedra. Sus hijas la pasaban a buscar temprano para dar alguna caminata, y sus nietos venían a la hora de la merienda a hacerle un poco de compañía. El día de fin de año, no había árbol de navidad con lucecitas de colores ni risas, como pasaba otros años en el amplio comedor de la casa. En un momento emergió el yerno, ya pasadas las doce, cuando los vecinos salieron a tirar cañitas voladoras a la vereda con una copa en la mano, pero se volvió adentro enseguida, a velar ese lugar que queda vacío en las mesas familiares en esas fechas de celebración obligada.

La semana pasada, me la crucé caminando por el centro comercial del barrio. Me saludó atentamente. Llevaba una falda floreada, una remera blanca sin mangas y unas sandalias frescas y juveniles. Me dijo alegremente que andaba buscando un traje de baño nuevo para ir a pasar unos días al mar con los nietos. Hacía años que no iba al mar, aunque siempre le encantó. Pero el marido, cuando la llevaba, iba a la playa sólo unas horas por la mañana en pantalones largos, camisa y alpargatas a leer el diario bien lejos del mar y siempre en la misma playa céntrica. Esta vez estaba decidida a disfrutar de esas vacaciones como no lo hacía desde que había empezado a ser la señora de Sappia.

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