"De repente, una mañana, buscándose en el espejo para tejerse las trenzas, no se encontró. La luz de plata, ciega, nada le devolvía. Ni trazos, ni sombra, ni reflejos. Inútil pasar un lienzo por el espejo. Inútil pasar las manos por el rostro. Por más que sintiese la piel bajo los dedos, allí estaba ella como si no estuviese, presente el rostro, ausente lo que del rostro conocía. -Imagen mía. -murmuró afligida,- ¿dónde estás?"
"En busca de un reflejo",microrrelatodeMarina Colasanti.
Envejecer es inevitable si se vive lo suficiente, y convengamos en que son muchos los que no descansan lo suficiente para evitar lo inevitable y es más que suficiente lo que tenemos a disposición para llegar a envejecer. No se trata de algo que sobreviene de la noche a la mañana, no. El envejecimiento, aunque nos empeñemos en tratarlo como una anomalía o una patología que podemos y debemos prevenir y retrasar artificialmente, nos da signos de su llegada desde temprano, signos que nos empeñamos en ignorar u ocultar. Nos empeñamos en meterlo, fláccido y amorfo como es, en los pantalones de calce perfecto que nos negamos a soltar, lo estiramos a fuerza de rellenos de toxinas en el rostro o a pura costura con hilos invisibles o de oro que, literalmente, nos cuestan un ojo de la cara, o los dos, en algunos casos, lo apuntalamos en su fragilidad ósea con suplementos de calcio y polivitaminas y lo obligamos a seguir erecto y potente como a los veinte, con suerte, a fuerza de píldoras azules. Encuentro con el paso de los años que esta actitud es, quizá, aquello que como humanos nos hace más ridículos y patéticos por el mero hecho de disfrazarlo de un pasado idealizado por lo no-vivido, un pasado que pretendemos eternizar por atrevernos a juzgarlo breve, efímero, de puro inconformistas y ambiciosos que somos, por falta de sentido del "clímax" o bien por ausencia o carencia de un tipo de humildad que bien podría ser hija de la cruza entre la inteligencia vital y el poco común sentido común. Ambos están emparentados con la sabiduría ancestral acerca de los ciclos y la esencia de la vida, ambos resultan deseables por útiles para la vida misma, pero sucede que no se venden en ninguna farmacia ni figuran entre los miles de productos cosméticos que se ofrecen para hacer aquello que se nos vende como la felicidad: negar la realidad de quiénes somos, quienes debemos ser, y cambiarla por espejitos de colores.
Sería esperable ahora, luego de semejante introducción, pasar a enumerar toda una serie de ventajas o virtudes que nos alcanzan cuando la lozanía, la firmeza, el autodominio y la belleza, vamos, la juventud misma, ya dejan de hacerlo, pero no: no lo haré. Sería eso adoptar una actitud de vieja que no me permito. Diré sin más que este yeite de ir envejeciendo no me resulta tentador ni encantador, aunque me sigue tentando y encantando estar viva, y a estas alturas de mi vida, cuando ya doblé la curva de entrada, no creo que eso me suceda nada más por ser el único estado de conciencia que conozco. La vida me sigue enamorando cada mañana con su promesa de frescura, aunque sé que ya para el mediodía seguramente me sentiré defraudada por la promesa incumplida, así como agotada por la noche por haber trabajado tanto todo el día como si la marca térmica real no me afectara. Sé también que la vida es así y que está bien que así sea por alguna misteriosa razón que nos trasciende.
Les diré, en cambio, lo que sí me sucede con respecto a mi propio envejecimiento. Muchas veces me embarga una honda extrañeza, me sucede que me desconozco: es como si no me encontrara a mí misma en la imagen que me devuelven los espejos. Sólo puedo decir a mí favor que he dejado mi obsesión con el espejo y con mi propia imagen atrás, sencillamente los ignoro a ambos lo más que puedo, y noto sin sorpresa que mis hijos se han apoderado de esa manía mía de mirarme hasta en el reflejo de las vidrieras y las ventanas cercanas y la han refinado al punto de fotografiarse y filmarse en exceso, incluso a expensas de lo íntimo. Me atrevería a decir - justamente por vieja - que esto último es una observación de vieja, y además que antes que las arrugas, las canas, la presbicia y la calvicie, es la falta de sorpresa ante los fenómenos del comportamiento humano, tales como los que observo directamente en la generación de mis hijos, un signo inequívoco de envejecimiento, el más horrible de todos en mí opinión, hasta estéticamente hablando, y aquello para lo cual no se venden cosméticos ni remedios. Una lástima...
Y les diré también que encuentro mucho que agradecer al hecho de ver y de sentir que estoy envejeciendo, por más que no me agrade lo que me devuelve el espejo. Le agradezco sobre todo los atrevimientos: ¡me atrevo ahora a tanto más que nunca antes jamás! Le agradezco también que me pesen mucho menos aquellos que solía ver como "mis defectos a mejorar" y que me brinde el pleno convencimiento de que no tengo que hacer mucho o casi nada por cambiar, sino más bien dedicarle todo el tiempo que me dé y las energías que me permita la vida al hecho de atreverme a disfrutar.
“Yo fui una niña mujer y ahora soy una mujer niña. Cuando debía jugar a las muñecas ya sostenía niños de verdad en brazos y me perdí el asombro de descubrir que la vida es un infinito modo de caminar. Ahora que debería sentir los brazos cansados, como me nacieron alas, ando volando por encima del mundo que me fue negado y desde el aire puedo ver los atajos que, ahora sé, llevan al mismo lugar.
A los cincuenta me nacieron alas. Dejaron de pesarme los senos y los pensamientos que cargaba desde niña. A las alas les enseñé a volar desde mi mente que había volado siempre, y comprobé desde el aire que mientras yo anduve dormida tantos años alguien trabajaba afanosamente recogiendo plumas para hacer esas alas. Tuve suerte de que cuando estuvieron hechas me encontraron despierta en el reparto.
Podría haberme emborrachado de ansiolíticos potentes o de vodka barato. Podría haberme enganchado a la coca, a las telenovelas o al chocolate. Podría haberme hecho adicta a tus ausencias a tu malquerer, a tu dolor, a tu lista de contraindicaciones, pero preferí averiguar qué eran los dos bultos que me nacían en la espalda y echarme a volar.”
Begoña Abad, una poeta cuyos versos me enamoran como la vida misma en su promesa de cada mañana, dice que a los cincuentale nacieron alas, que dejaron de pesarle los senos y los pensamientos que cargaba desde niña. Me encanta esa idea poética que resume tan fielmente mi propia vivencia de los cincuenta que se acercan, que hacen que todo lo que me cuelga no me resulte pesado, sino que me dé mayor libertad de movimiento y hasta una fuerte sensación de ser capaz de volar sin tener la necesidad histórica y auto impuesta de despegar del suelo. Supongo que lo que más es de agradecer a la vejez es el venir a liberarnos del peso de esos pensamientos y condicionamientos que cargamos sin cuestionar desde hace tanto tiempo.
Ahora que estoy de vacaciones de mi tarea anual, me he pasado unas tardes de calor buscando citas y pensamientos de mujeres viejas: me interesa encontrar afinidad con mi percepción del paso del tiempo en las letras de mujeres a quienes asumo inteligentes vitalmente hablando. Fue así que me encontré con los textos de Marina Colasanti, unaescritora, traductora y periodistaítalo-brasileña, cosas estas, entre un par más de oficios, que me atrevo a confesar me habría gustado ser a mí misma, aunque no se ha dado.
Creo que si hay un convencimiento que trae la vejez bien habida es el de haber hecho con la propia vida lo mejor que fuimos capaces de hacer, y el dejar de castigarnos y lamentarnos por no haber logrado ser quien alguna vez, desde la arrogancia y la temeridad de la juventud, se nos ocurrió soñar con que podríamos ser, en detrimento de quien en verdad somos. Hoy celebro quien soy, disfruto al atreverme a ejercer de mí misma, admiro este logro vital y admiro también a quienes iluminan mi vida desde la lucidez de sus propios logros: creo que de eso irá esto de escribir de aquí en más, sin más. Y creo que de eso va envejecer así como la vida misma.
"Mi cuello se arruga, imagino que será de mover la cabeza para observar la vida. Y se arrugan las manos cansadas de sus gestos. Y los párpados apretados al sol. Sólo de la boca no sé cuál es el sentido de las arrugas, si de tantas sonrisas o de apretar los dientes sobre calladas cosas."
"Y allí, reclinado sobre la vida, descubrió aquello que nunca sospecharía. No era él, con sus pasos, que ordenaba todo, que comandaba el salto del grillo, el viento en la espiga, las aspas del molino. Sino que eran ellos, grillo y espiga, cada uno de ellos que, con sus pequeños movimientos, hacían los pasos del tiempo."
Marina Colasanti (Asmara, antigua colonia italiana de Eritrea, 26 de septiembre de 1937) es una escritora, traductora y periodista ítalo-brasileña. Su familia emigró de Italia a Brasil al estallar la segunda guerra mundial, allí estudió Bellas Artes y trabajó como periodista y traductora. Ha sido distinguida por su obra Uma idéia toda azul, 1978, O Melhor para o Jovem, de la Fundação Nacional do Livro Infantil e Juvenil y por Passageira em trânsito, 2010, Premio Jabuti, en la categoría Poesía y el XIII Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y juvenil, en el marco de la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, que se reliza del 25 de noviembre al 3 de diciembre del 2017
se elevan, aletean y planean. Hay mujeres unicornio: con sus alas te cabalgan y te vuelan los sentidos - es probable que jamás las hayas visto. Mujeres hay de sabia lengua,
silabean, riman, cuentan para componer poemas. Están las tímidas: languidecen y desaparecen
o se sonrojan y se sofocan.
Están también - y esto es sabido - las trapecistas y equilibristas,
las que al mecerse te estremecen,
te escalan, te trepan, te hamacan,
te ombliguean y te marean.
Se sacuden, se menean, se contorsionan,
te cuerpean, te desmayan y ni parpadean.
Hay mujeres que se transpiran y hasta se orinan,
que se adelgazan o bien se ensanchan,
crecen, rejuvenecen, se plenifican,
se entonan, se estiran, se tonifican,
se potencian, se vengan, se reivindican,
se inmolan, se purgan, se resucitan.
Las que se salvan y te redimen,
las que te atan y te maldicen:
tiemblan, tiritan, se erizan,
se arquean, deliran y vociferan.
Te presienten y así te encienden,
voraces cómplices, de risa mueren,
te arden, te queman y te refrescan;
paradójicas, histéricas, locas, te vacían y te colman, te hambrean y te alimentan:
carnívoras, tal vez omnívoras,
te engullen, te mastican, te saborean, te paladean, te pican, te cosquillean,
te besan y te envenenan,
te poseen y así te enloquecen.
Mujeres hay de toda clase, pero quiero que sepas lo siguiente: la que de verdad te quiere es la que llora cuando llega - tomála en serio, Señor mío, jamás de una así te burles, ni se te ocurra subestimarla, o de llanto fácil tildarla. La mujer para quien el placer deviene lágrima, la que al cabo de alcanzar ese fragor de intimidad y de carnal eternidad en el que, amantes, los dos se funden en orgásmica pleamar, se deshace en pucheros y sollozos sin poder evitar así rezar:
"Ay, Dios mío, que sea yo la primera de los dos en partir de este mundo, te lo pido por favor." ...Esa es la que te ama de verdad.
"Líbranos, Señor, de encontrarnos, años después, con nuestros grandes amores."
Cristina Peri Rossi, "Oración"
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Un encuentro casual
¿quién lo diría?
Después de tantos años sin vos,
de tanta vida,
no pensaba que
mis piernas temblarían
perdiendo su control del taconeo,
ni que me haría agua en el deseo
de tus manos tan cerca de las mías,
manos de infiel varón, inalcanzables, manos de mariposa trepidante
que alguna vez volaron mi alegría condenándome al exilio, a la deriva. Menos mal que me invitaste a tomar algo, que pude hablar del tiempo, de esta loca ciudad, que pude sonreírme, que el café logró ponerme un tanto sobria y sacó algo coherente de mi boca, que no te diste cuenta de que ardía embriagada en tu voz justo cuando, debajo de la mesa, tu pie palpó levemente mi cordura de mujer que, se supone, ya tiene todo bien resuelto en estos frentes... Por un momento temí ahogarme en el café caliente de tus ojos, temí ser descubierta en lo indebido de soñarte despierta tanto tiempo, temí que ni la excusa de lo tarde que se hizo me salvara del deber de la partida, que ni el bullicio del bar me silenciara: temí que a plena luz del día, sin anestesia ni alicientes, sin importarme tu alianza de casado ni la mía, por fin te gritaría a viva voz, que, aunque no lo merezcas, al olvido yo nunca te he librado.
Goyo había caído enfermo y andaba como un preso castigado deambulando a paso lento por la casa. Una hepatitis. Ni ganas de leer le quedaban al pobre después de varios días de fiebre alta, con un calor de perros y la invisible explosión de cohetes en el pesado aire. Su hermano más chico, Mariano, y su madre vagabundeaban por Adrogué sin saber bien qué hacer para llenar las horas de aquel interminable día del mes de diciembre que pasaría a lo más alto de los anaqueles de la historia familiar en la casona donde habían nacido cinco varones y donde se aburrían unos a otros con ahínco a diario: sólo los libros los salvaban. Y rompió aquella calma chicha el timbre. Corriendo fue el menor de los cinco a espiar por la cerradura para ver si era el cartero que traía alguna tarjeta navideña de los parientes de la provincia, pero no. Era un viejo con un ojo medio revirado, y entonces, como le habían dicho un millón de veces, no abrió la puerta para ver qué se le ofrecía al extraño señor de cabello engominado. Pero el señor insistió con otro timbrazo y suaves golpecitos de su bastón sobre el portón del frente, la curiosidad infantil le ganó la pulseada a la prudencia de las órdenes maternas y se entornó la pesada puerta blanca:
-Sí señor, dígame, ¿qué se le ofrece?
-Vengo a visitar a Goyo. Soy Jorge Luis Borges. Seguro Goyo ha de ser tu hermano mayor. Él concursó en televisión contestando preguntas acerca de mis libros en ese programa tan afamado, Odol pregunta. Allí lo conocí y he venido a verlo. ¿Se encuentra tu madre para explicarle?
Volando fue Mariano a llamar a la madre, que se había tirado un rato sobre un sillón a la fresca en la sala de lectura con un libro y una taza de té helado. A la mera mención del nombre que hasta Mariano, con sus cinco añitos, conocía bien, nombre que figuraba en varios libros que habitaban la casa y que le había dado a su hermano mayor el dinero tan ansiado para comprarse ese caballo tan deseado, a la madre se le cayó la taza de la mano.
-¿Borges? ¿Borges, acá en la puerta, decís? ¿Estás seguro, Mariano? A ver, dejame ver.
Y era Borges nomás. Con su bastón de dandy porteño, un traje clarito y liviano y zapatos al tono. Colgando del dedo índice de la mano que no asía el bastón traía un paquete de macitas de la confitería Las Delicias atado con una cinta riboné color amarilla, como si portara una bandera que anunciaba que venía en son de paz y que este general de ciegas guerras con las palabras era el elegido heraldo de la visible y luminosa insignia de quien se había bajado del caballo al que nunca se había subido ni se subiría jamás.
La madre se sonrió y se arregló disimuladamente la blusa que llevaba medio desprendida en la penumbra del zaguán.
- ¡Ay, pero qué sorpresa tan inesperada, qué alegría, qué honor! Pase, Maestro, por favor. Goyito está en cama ahora. Se pescó una hepatitis los últimos días de clase y anduvo con fiebre alta por estos días. Pero pase, por favor, póngase cómodo, siéntase como en su casa, faltaría más. Tome asiento. Un momentito que lo voy a llamar.
Un risueño y entrador Borges insistió en que no se molestara a Goyo ya que no le convenía salir de la cama, que él subiría a su dormitorio, siempre y cuando le pareciera bien a la madre, y charlaría un rato con el pibe para no importunar. La madre se le quedó mirando: no podía creer que el tipo fuese tan sencillo, tan ubicado, y que, encima, tan elegante y tan bien puesto, se fuese a meter al nido de caranchos en el que se debía haber convertido la pieza de Goyo luego de que ella la aseara debidamente esa misma mañana. Se le ocurrió ofrecerse a llevar una bandeja para tomar el té arriba y así obviar la vergüenza que le iba a causar la entrada triunfal del Maestro.
-¡Estupendo!- exclamó Borges - Un buen té para acompañar estas masitas que he traído, pero qué gran idea. Aquí tiene, señora.
Y subieron por la escalera, con las masitas colgando del índice materno diestro ahora, el que mostraba el obvio camino ascendente. Con la otra mano, la madre tocó a la puerta, y Goyo preguntó con vozarrón de pocos amigos qué quería la vieja.
-Acá te vino a visitar Don Jorge Luis Borges, Goyito.
El pibe saltó de la cama y abrió la puerta de un zaque, sin disimular su excitación y sintiéndose totalmente repuesto. Era como ganar el Odol de nuevo, como sacarse la grande, qué se yo, era descomunal, un íntimo deseo jamás expresado pero al fin cumplido: ¡Borges vino al pie, a verme a mi casa de Adrogué! Tanto sabía de los pormenores de sus escritos, de su vida, tantas respuestas correctas que había respondido en la tele "con seguridad" en su "Minuto Odol en el aire", y ahora, por fin, lo tenía para él solo, sentado en la silla al lado de su cama donde había practicado en voz alta y soledad tantas veces para concursar en la tele.
Charlaron de bueyes perdidos, de Adrogué, del colegio de Goyo, de sus planes de hacerse médico y luego viajar. Borges le relató algunas anécdotas de sus viajes, de la casa de Palermo, de su infancia, de sus veranos en ese laberinto amado, arbolado y circular que es Adrogué, perfumado de eucaliptos y suspendido en el silbido de las casuarinas en el viento de la tarde. En eso irrumpió la madre con la bandeja paqueta y las tazas heredadas que se reservan en todo hogar que se precie de tal para las visitas. Se le dio debida apertura al paquete de masas secas y se procedió a la ceremonia sajona que la madre de Goyo conocía bien, por ser de ascendencia irlandesa, la ceremonia del "five o'clock tea" en pleno verano porteño, como si tal cosa.
Fue Borges quien rompió el hielo que no se derretía ni bajo el enorme ventilador de pie de la pieza de Goyo con su recuerdo perenne de su propia madre, quien le había legado ese gusto por el té inglés y por las buenas canciones irlandesas.
-¿Y cuál era su favorita, Don Borges? Le pregunto porque mi mamá me cantaba siempre una que dice más o menos así, a ver si la conoce Usted, y disculpe si no entono del todo afinado:
"Oh Danny Boy,
The pipes, the pipes are calling
From glen to glen, and down the mountainside.
The summer's gone, and all the roses falling.
´Tis you, 'tis you, must go and I must bide.
-Pero, caramba, Señora mía, ¿cómo no la voy a conocer?
Y se pusieron a canturrear juntos, entre lagrimones, la madre, Borges y Goyo, extasiado ya de tantas masitas para el cuerpo y para un alma que grabaría este momento a fuego en su memoria:
"But come ye back
When summer's in the meadow
Or when the valley's hushed and white with snow,
´Tis I'll be here in sunshine or in shadow.
Oh Danny Boy, Oh Danny Boy, I love you so."
"Sólo una cosa no hay. Es el olvido."
"Everness", El otro y el mismo, Jorge Luis Borges, 1964
Era un día de un calor de locos y sólo daban ganas de saciar la sed. Le pregunté si prefería la gaseosa en latita o en botella simplemente porque soy la encargada de malcriarlo: daba exactamente igual.
- Me da lo mismo, tía. Lo único que no me gusta es cuando está vieja.
- ¿Qué querés decir con que está vieja?
- Que ya no tiene gas...
Me fui riendo a la heladera y al acercarme a la botella se me ocurrió pensar que darle una latita no es cuestión de malcriar. El chico tiene razón, después de todo, y esgrimió sus argumentos con total naturalidad. Es perder la efervescencia lo que te hace vieja.