Hoy se celebra el Día del Trabajo. Quisiera reflexionar porque el 29 de diciembre del 2010, mi esposo perdió su trabajo. Había finalmente alcanzado un puesto con el que había soñado y donde, como muchos de sus compañeros me lo hicieron saber al solidarizarse con nosotros dado su despido, se desempeñó con idoneidad y responsabilidad por el lapso de apenas un año y medio. Mi esposo, como yo, es docente por pura vocación. Él tiene doble titulación: profesor nacional de Historia e Inglés. Terminó su segundo profesorado con sacrificio cuando nació nuestro primer hijo. Estaba un poco cansado de estar al frente de tantas clases y tener tanta planificación y corrección que hacer en casa, y esta parte imprescindible de nuestra labor no se contempla hace tiempo en este país: tenía a su cargo alrededor de 300 alumnos, muchos de los cuales preparaba para rendir exámenes internacionales de historia en inglés exitosamente. Esto reconforta y también agota a cualquiera, por más vocación que se tenga. Sobre todo teniendo en cuenta que, para que la compensación económica en la docencia sea la que un hombre necesita para ser sostén principal de una familia como la nuestra en nuestro país, hay que acumular muchas horas de clase. Justamente ayer, el diario informa que Buenos Aires está quinta en el ranking de las ciudades donde más horas anuales se trabaja...
Finalmente, después de muchas entrevistas laborales, había obtenido por mérito propio, quiero decir, "sin acomodo", un puesto como rector de secundario en un importante colegio bilingüe. Era un trabajo full time, donde ponía la cara ante alumnos, padres y autoridades, que lo había librado del desgaste físico y mental de dar tantas clases, pero le había sumado otro nuevo tipo de demanda y stress. Igualmente, celebrábamos el cambio tanto en lo profesional como en lo económico, que nos favorecía notablemente.
Como en tantos colegios, en este, aunque no parecía en principio, lo que más importa son los números: la educación se ha convertido en un negocio antes que un servicio. Ese día, 29 de diciembre, era el primer día libre de sus merecidas vacaciones. Había ido con los chicos al súper a hacer la compra para la cena de fin de año, cuando, ya en la cola para pagar, recibió un llamado del director general del colegio. Los chicos estaban allí, escuchando la conversación en la que se le comunicaba a su papá, sin decir agua va, que, por una cuestión de números que "no cerraban", se había decidido despedirlo, a él y a diez compañeros más. Lo que llamamos un despido masivo por reducción de personal. Dejó la compra y vino a casa a comunicármelo. Me lo tuvo que decir dos veces para que le creyera.
Estaba en casa una buena mujer que me ayudaba con la limpieza una vez por semana: ese mismo día, entre lágrimas y disculpas, le pedí que no volviera en lo inmediato, porque no sabía hasta cuando tendríamos que vivir de su indemnización y mi magro sueldo como monotributista, ya que elegí como opción de vida trabajar menos afuera que adentro de casa para estar más presente en el hogar... Lamentablemente, ella también perdió un trabajo ese día.
Mi esposo encontró un nuevo empleo a la semana, hecho poco usual en esa fecha, que también habla de su valía profesional. De todos modos, fue un golpe duro de asimilar, que nos embargó de una gran sensación de incertidumbre y un fuerte sentido de impotencia e injusticia que todavía estamos procesando. Y que además nos permitió entender que el trabajo es mucho más que la labor cotidiana, e incluso, que el dinero que uno recibe por hacerlo. Esto se descubre cuando se pierde. El trabajo es un motor que le da sentido al hecho de levantarse cada día, a nuestra misión y rumbo en la vida, es un sentido de pertenencia a un ámbito en el que solemos arraigarnos y encariñarnos con la gente, una usina que alimenta nuestra identidad y autoestima además de llenar nuestro bolsillo. Cuando esto falta, se genera un gran vacío. Y hay que ser fuerte, perseverante y optimista para seguir adelante, como él y tantos otros lo hacen, para seguir apostando al trabajo como fuente de bienestar, y para seguir creyendo en uno mismo y en el mundo.
Hoy damos gracias por el hecho de tener trabajo, por más que no esté bien pago, ni esté regulado por las leyes que nos merecemos tener, ni se contemple al ser humano antes que a las variables económicas del mercado que lo incluyen o descartan.
Hoy, también se Beatifica a un Papa Trabajador: Juan Pablo II, Karol Joseph Wojtyla, un Papa a quien amo y admiro, y que sin dudas llegará a ser Santo y trascenderá en la historia. Un Papa que viajó a 160 países llevando la misión de pacificar y dignificar a TODOS, que vino a pacificar a nuestro país dos veces, bendiciendo a nuestra patria en momentos difíciles, que hizo un histórico mea culpa por los errores cometidos por la Iglesia Católica en el 2000, y trabajó arduamente, contra toda oposición, por la verdadera paz, aún contra sus propios contratiempos de salud, durante 28 años.
POR ESO HOY EN CASA CELEBRAMOS EL TRABAJO.
*JUAN PABLO II DIJO SOBRE EL TRABAJO:
"El trabajo más importante no es el de la transformación del mundo, sino el de la transformación de nosotros mismos.
Debemos repetir que trabajar es servir, y la alegría de poner nuestro trabajo y nuestras personas al servicio del bien no podrá jamás ser sustituida por la ilusión de un efímero poder individual".
¡Feliz día del trabajo! AMÉN.
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