"Hubo un tiempo, de niño, en que quizá por haber crecido rodeado de libros y libreros, decidí que quería ser novelista y llevar una vida de melodrama. La raíz de mi ensoñación literaria, además de esa maravillosa simplicidad con que todo se ve a los cinco años, era una prodigiosa pieza de artesanía y precisión que estaba expuesta en una tienda de plumas estilográficas en la calle de Anselmo Clavé, justo detrás del Gobierno Militar. El objeto de mi devoción, una suntuosa pluma negra ribeteada con sabía Dios cuántas exquisiteces y rúbricas, presidía el escaparate como si se tratara de una de las joyas de la corona. El plumín, un prodigio en sí mismo, era un delirio barroco de plata, oro y mil pliegues que relucía como el faro de Alejandría. Cuando mi padre me sacaba de paseo, yo no callaba hasta que me llevaba a ver la pluma. Mi padre decía que aquella debía de ser, por lo menos, la pluma de un emperador. Yo, secretamente, estaba convencido de que con semejante maravilla se podía escribir cualquier cosa, desde novelas hasta enciclopedias, e incluso cartas cuyo poder tenía que estar por encima de cualquier limitación postal. En mi ingenuidad, creía que lo que yo pudiese escribir con aquella pluma llegaría a todas partes, incluido aquel sitio incomprensible al que mi padre decía que mi madre había ido y del que no volvía nunca."
Para quienes amamos escribir, no hay sombras más largas ni más oscuras que esas rachas de días y días en fila en los que no sopla ni una gota del viento de la inspiración que nos lleva a soñar despiertos y en nuestra propia tinta. Cerraba un día más de esos en los que me siento como pluma sin tintero, y me fui a la cama con el libro de Zafón, uno de los mejores libros que he leído en mi vida. Me quedé dormida justo emergiendo del Cementerio de los Libros Olvidados. En mi denso sueño, me encontré a mí misma montada a mi modesta bicicleta de paseo sobre una gris avenida. Pedaleaba y pedaleaba, con toda bravura, intentando no ser alcanzada por una brillante e imparable motocicleta Kawasaki que, vaya Dios a saber por qué, me perseguía. Con esa lógica ilógica tan característica de los sueños, acometí una desesperada vuelta en u en plena autovía para, pedaleando al tope de mis fuerzas, irme a resguardar tras un guardarrail. Fue entonces cuando, logrando esconder mi bicicleta de mi propia vista, lo vi pasar a Zafón en esa Kawasaki platinada de ensueño a toda velocidad, con sus gafas puestas y a cara descubierta, como propulsado por el mismo viento. Ni falta hace decir que el tipo no me daba ni la hora.
Sin ser una freudiana empedernida, se lo conté todo a mi hija, camino a su colegio la mañana siguiente, procurando elucubrar una básica interpretación de tan fugaz y vivo sueño. Queda claro que, desarmada por la belleza narrativa de La sombra del viento, padezco de un caso agudo de envidia creativa, y conste que no me considero una persona envidiosa. La figura de mi bicicleta contrastada con su potente máquina resulta por demás elocuente: el tipo me pasa por arriba y ni me registra...
Había estado ojeando información y fotos del autor la tarde anterior al sueño, un rato antes de preparar la cena. Debo confesar que los autores de libros que logran meterse en mi cama también me entran por los ojos y por aquello que eligen contar de sus vidas. Me encontré con una cita acerca de su método creativo que, en el estado en el que me encontraba - enfundada en mi bata de franela y con las ollas a la espera de mi cita gastronómica vespertina sobre las hornallas - produjo una tremenda punzada de envidia en mis entrañas:
"Mi método de trabajo está dividido por capas. Escribo como se hace una película, en tres fases. La primera es la preproducción, en la que creas un mapa de lo que harás; pero cuando te pones a hacerlo ya te das cuenta de que vas a cambiarlo todo. Luego viene el rodaje: recoger los elementos con los que se hará la película; pero todo es más complejo y hay más niveles de los que habías previsto. Entonces, a medida que escribes, ves capas y capas de profundidad, y empiezas a cambiar cosas. En esa fase es cuando empiezo a preguntarme: '¿Y si cambiase los cables, o el lenguaje, o el estilo?'. Ahí creo la tramoya, que para el lector ha de ser invisible: el lector ha de leer como agua, le ha de parecer todo fácil... Pero para que sea así hay que trabajar mucho."
Mientras picaba el ajo, las cebollas y el ají morrón para un risotto a base de sobras del almuerzo, no podía dejar de envidiar a alguien que evidentemente se divierte como forma de vida y que encima lo hace del mismo modo en que yo preparo la comida familiar. A esa hora del día, suele hacerse sentir un vacío en mi panza que pide alimento y una buena copa. Esa noche, en cambio, el vacío se sintió en mi alma, me llevó a la cama y sólo pidió tinta.
"Deshice el cuidadoso envoltorio en la penumbra del alba. El paquete contenía una caja de madera labrada, reluciente, ribeteada con remaches dorados. Se me iluminó la sonrisa antes de abrirla. El sonido del cierre al abrirse era exquisito, de mecanismo de relojería. El interior del estuche venía recubierto de terciopelo azul oscuro. La fabulosa Montblanc Meisterstuck de Víctor Hugo descansaba en el centro, deslumbrante. La tomé en mis manos y la contemplé al reluz del balcón. Sobre la pinza de oro del capuchón había grabada una inscripción.
Daniel Sampere
Miré a mi padre, boquiabierto. No creo haberle visto nunca tan feliz como me lo pareció en aquel instante. Sin mediar palabra, se levantó de la butaca y me abrazó con fuerza. Sentí que se me encogía la garganta, y, a falta de palabras, me mordí la voz."
Carlos Ruiz Zafón, La sombra del viento.
A boca de jarro