Es un dolor punzante el de tu ausencia, un dolor espantoso que empezó tan pronto como ella se anunció. Un dolor como si me hubiesen metido una pinza o una tenaza a través de las venas, que me toma el cuello entero y el hombro izquierdo sin otra razón más que el estar sin vos. Un dolor de duelo que sólo me deja mirar hacia mi lado diestro, allí donde te veo por todas partes, allí donde está mi mano buena, que no para de escribirte mensajes que después reviso en tu celular y en tu correo, la mano que no cesa de revolver nuestras fotos viejas. Es un dolor justo del lado del que me tomabas de la mano cuando caminábamos juntos, del lado del que dormías vos en la cama y del que te sentabas en el sofá cuando mirábamos televisión, del lado por el que se asoma el sol por la ventana cada mañana y por el que espío las luces moribundas de la calle de enfrente cuando me acompaña el insomnio de este duelo eterno, mi amor.
Recorro la casa a tientas en la penumbra de la madrugada y te veo en cada rincón. Me detengo en esos detalles que quedaron congelados, ahí, en ese sitio, el día que te tuve que llevar al hospital. Intento recordar en un vano esfuerzo cómo llegaron ahí, donde yacen muertos, tan muertos como estás vos. ¿Quién los puso así, tan quietos y llenos de polvo, sobre la mesa, en el placard del dormitorio, en la heladera o dentro del aparador? Ojalá hayas sido vos y no yo.
No recuerdo bien los últimos días, la verdad, no sé si dormí en la cama o en el sillón del comedor, no sé si comí, si tomé pastillas o si me dí alguna ducha de madrugada. No me acuerdo de nada. Ni siquiera me puedo acordar de lo último que hablé con vos, las últimas palabras que pronunciaste, no, no las logro escuchar en tu voz. Ya ves, la falta de sueño causa estragos, no hay caso. Sólo recuerdo el último día, salir corriendo aquella madrugada en la que te despertaste con ese dolor tan grande en el pecho apenas dos horas después de la última inyección. Estabas tan pálido, casi sin aire, con la mirada fija en el techo, todo doblado, como si un puño enorme estuviera por arrebatarte el corazón, y te agarrabas fuerte, fuerte, el brazo izquierdo, pobrecito mi amor.
Yo, como siempre, fui una cobarde. Para estas cosas sólo servías vos. Salí corriendo al patio en vez de llamar enseguida a la ambulancia, y eché un grito enorme, una puteada tremebunda como nunca antes me había oído hacerlo. Un grito de bronca, de impotencia, de horror. Y caí de rodillas llorando junto a tu malvón. ¿Por qué no me tocó a mí, Dios, por qué? Yo no sirvo para vivir sola, no voy a poder vivir así, voy a perder la poca razón que me queda.
Extendí los brazos al cielo, que estaba oscuro y sin estrellas y, tal como lo había deseado, se apoderó de mí tu dolor. Ahora acá estoy, vida, acá estoy: casi sin poder moverme, pero preparándote panqueques para el desayuno, uno salado y otro dulce, como te gustan a vos.
A boca de jarro