La señora de Sappia vivía para su marido. Siempre fue "la señora de"; no conozco su nombre, a pesar de que hace años que me la cruzo cada dos por tres en el barrio. Aún quedan muchas mujeres que entienden su vida así. Todos los días salía a hacer las compras para cocinarle al fornido Sappia lo que más le gustaba: radicheta para comerla en ensalada con ajo, tomates blandos para hacerle la salsa para su pasta, y unos bifecitos anchos que hacían su almuerzo, vuelta y vuelta, a la plancha. Él era el proveedor, el que hacía dinero, el que mantenía contacto directo con el masculino mundo exterior y el que tomaba todas las decisiones. Ella, en cambio, era el alma de su hogar. Limpiaba la amplia casona familiar desde bien temprano. Barría la vereda a primera hora para que el barrendero se llevara todas las hojas que ella prolijamente apilaba cerca del cordón. Luego salía con dos de sus tres hijas rumbo a algún gimnasio donde hacían una hora de ejercicio suave dos o tres veces por semana. Al caer el sol, regaba el jardín del frente de la casa y volvía a barrer las hojas caídas y la basura que se juntaba alrededor del cerco de hierro y que le abría y cerraba a su marido ágilmente cada vez que él llegaba en su automóvil, del que sólo se bajaba una vez dentro del garaje.
Nunca los vi salir juntos a caminar tomados de la mano, como otras parejas mayores de por acá. Los fines de semana solían venir los nietos a almorzar, sobre todo los domingos. Seguro que comían la pasta amasada por la abuela, como buena familia tana. Y a la hora de la siesta, el yerno de la señora Sappia sacaba baldes y manguera a la vereda para lavar su taxi con la ayuda de sus hijos varones. Las tareas estaban bien repartidas de acuerdo al sexo: los hombres se ocupaban de los fierros — las armas para parar la olla—, y las mujeres, de llenarles bien la panza. La única excepción era el cuidado del jardín del frente. En eso, varones y mujeres metían mano por igual para cortar el pasto y atender las plantas.
Una mañana tibia del otoño del 2012, estaba yo aseando las habitaciones de la planta alta cuando, de repente, se escuchó un grito perturbador y el rugir del motor de una motocicleta que dejó las llantas marcadas sobre la vereda limpia de la familia Sappia. Vi todo desde mi ventana y salí corriendo con el corazón congelado en la garganta. Observé como el señor llegaba en su automóvil, y mientras esperaba que su mujer le abriera el portón para entrarlo, un motochorro le dio un tremendo codazo en la nariz, que inmediatamente explotó en sangre, y manoteó algo que el señor Sappia se rehusaba a soltar. El tipo, con gorrita y anteojos negros, se dio intempestivamente a la fuga pegando un salto sobre una rueda, como los motoqueros que hacen malabares con sus maquinones para exhibición los viernes a la noche en plena Avenida Figueroa Alcorta.
Largué todo lo que tenía en la mano, revolee la aspiradora, y salí así como estaba para preguntar si necesitaban que llamara a la ambulancia o les saliera de testigo ante la policía. Pero cuando llegué al portón del garaje subterráneo, el señor y la señora Sappia ya se habían guardado detrás de las rejas, y me dieron tímidamente las gracias excusándose por no querer dar parte del hecho ante las autoridades. Le habían hecho una salidera al sacar una importante suma de dinero del banco de la avenida, y estaban seguros de que no se iba a recuperar ni un centavo.
Después de aquel nefasto día, dejé de verlo. Sólo salía su mujer, siempre escoltada por alguna hija. Empezaron a dejar cerrada hasta la persiana del ventanal del frente y, al anochecer, encendían todas las luces, que quedaban prendidas hasta la madrugada. Fue como si después del robo la vida de la familia se achicara: se encerraron tras las rejas de su casa — una cárcel auto-impuesta para tantos ciudadanos decentes que han ahorrado unos dineros a fuerza de trabajo para pasar su vejez dignamente.
La señora Sappia perdió su sonrisa y se la notaba encorvada. Concurría diurnamente al supermercado y la verdulería, pero su mirada estaba como perdida. También perdió algunos kilos, y su aspecto general desmejoró un tanto. Su cabello estaba largo, y era evidente que no pasaba ni por la peluquería. Las hijas y los nietos empezaron a visitar la casa a diario y entraban con una llave que se les había hecho a cada uno, cerciorándose de que nadie estuviera merodeando antes de abrir. Esa casa se había convertido en el reino del miedo.
Un día del mes de noviembre del año pasado me encontré con la señora acompañada de su hija mayor a la vuelta de casa. Iban del brazo, y el rostro de la señora se veía desencajado y ojeroso. Me detuve a saludarlas y a felicitar a la hija mayor por su nuevo corte de pelo, pero ni bien empecé a hablar, me di cuenta de que algo andaba mal.
—Vamos para la Chacarita. Mi papá falleció la semana pasada. Por suerte no sufrió casi nada, pero hacía rato que no andaba bien —me dijo la chica, un poco mayor que yo, entre lágrimas.
No hace falta decir que lo que enfermó al señor Sappia fue aquel hecho que jamás llegó a comprender. A esa edad, un golpe de esos es como un golpe de gracia: te empezás a extrañar de la realidad que creías conocer, todas las certezas y las seguridades de una vida se desvanecen, y comenzás a hundirte hasta que la enfermedad del alma te mata.
Hubo un tiempo en que la casa parecía no tener restos de vida. Ya nadie hacía jardinería, ni había reuniones como antes. Las persianas ahora estaban bajas todo el día, y la casa entera desprendía un halo de oscuridad que provenía del duelo que se estaba viviendo puertas adentro. Difícil imaginar cómo esa pobre mujer pasaría las largas noches y los eternos días sin aquella compañía que le había dado sentido a su propia existencia.
Poco a poco, la señora Sappia fue asumiendo dignamente su papel de viuda. Se puso un pantalón deportivo negro, remera negra o violeta y zapatillas en pleno verano. Pasó por la misma peluquería a la que acudió su hija, se cortó el pelo bien corto y se tiñó de castaño. Volvió a ir diariamente a los negocios del barrio y empezó a levantar las persianas. Una tarde fresquita de principios de diciembre tomó la cortadora de césped y repasó enérgicamente el pastizal en el que se había convertido el jardín de la bella casona de piedra. Sus hijas la pasaban a buscar temprano para dar alguna caminata, y sus nietos venían a la hora de la merienda a hacerle un poco de compañía. El día de fin de año, no había árbol de navidad con lucecitas de colores ni risas, como pasaba otros años en el amplio comedor de la casa. En un momento emergió el yerno, ya pasadas las doce, cuando los vecinos salieron a tirar cañitas voladoras a la vereda con una copa en la mano, pero se volvió adentro enseguida, a velar ese lugar que queda vacío en las mesas familiares en esas fechas de celebración obligada.
La semana pasada, me la crucé caminando por el centro comercial del barrio. Me saludó atentamente. Llevaba una falda floreada, una remera blanca sin mangas y unas sandalias frescas y juveniles. Me dijo alegremente que andaba buscando un traje de baño nuevo para ir a pasar unos días al mar con los nietos. Hacía años que no iba al mar, aunque siempre le encantó. Pero el marido, cuando la llevaba, iba a la playa sólo unas horas por la mañana en pantalones largos, camisa y alpargatas a leer el diario bien lejos del mar y siempre en la misma playa céntrica. Esta vez estaba decidida a disfrutar de esas vacaciones como no lo hacía desde que había empezado a ser la señora de Sappia.
A boca de jarro