jueves, 20 de diciembre de 2012

El fin de los tiempos...



  
  No entiendo bien por qué razón en nuestro mundo occidental judeo-cristiano está mal visto hablar del Libro del Apocalipsis, el último de La Biblia, el best seller más rotundo de todos los tiempos por alguna razón, a pesar de la mala prensa que ha tenido por siglos, mientras todo el mundo se tragó el sapo de las predicciones Mayas, con todo el respeto que este pueblo aborigen mesoamericano me merece. Mis hijos este año han aprendido más acerca de los Mayas y han visto más videos aparentemente serios y cientificistas que dan prueba del fin del mundo según lo vaticinaron ellos de lo que han leído La Biblia, siendo que ambos asisten a un colegio parroquial. Paradojas del posmodernismo que me superan.



   21 del 12 del 2012. Las profecías Mayas son 7, la Bestia es el 66, los jinetes del Apocalipsis son 4. Digo, para los que quieran jugarle a algunos numeritos, tienen para entretenerse. ¿Quiénes, cuántos y por cuánto son los que estudiaron las profecías Mayas, a qué credo, dogma o secta responden, y cómo llegan a la conclusión de que aquella alta cultura americana se vio venir el fin de mundo justo ahora? Hablan de tormentas solares cataclísmicas, debido a que el sol está que arde en este ciclo, que nos dejarán sin electricidad y por ende sin agua y sin combustible en poco tiempo a los malos que vivimos en la civilización y le dimos la espalda a la naturaleza, como si se tratara de una decisión personal. Por lo tanto, los únicos capaces de sobrevivir a este fin mentiroso, ya que daría paso a un nuevo comienzo, serían aquellos que viven en aldeas o comunidades alejadas de la perversas urbes, prescindiendo de la electricidad y en armonía con la naturaleza que, según esta gente, los citadinos irresponsables y ávidos de poder y dinero hemos desbaratado, metiéndonos a todos en la misma bolsa de gatos para  que nos quememos en el infierno a partir de mañana. Somos los responsables de los desastres que tenemos, los cambios climáticos, los altos niveles de basura y polución, la violencia y la maldad descarnada en la que subsistimos, etc. En fin, somos los malos de Sodoma y Gomorra remixados versión siglo XXI.



   Según ellos, con esa casta impoluta que vive alejada de la urbe se producirá un nuevo amanecer que sincronizará a todos los seres vivos y les permitirá acceder voluntariamente a una transformación interna que produce nuevas realidades, en las cuales el cambio será la clave. En lugar de internet nos comunicaremos a través del pensamiento, encontraremos paz interior sin necesidad de ansiolíticos ni psicólogos, elevaremos nuestra energía vital prescindiendo del Viagra y de los antidepresivos, llevaremos nuestra frecuencia de vibración interior del miedo hacia el amor sin usar ningún botón ni tecla, ni iPad, ni iPod, ni iPhone, ni Smart o Touch screen, ni mp3, 4 y 5 y lo mejor de todo será que podremos captar y expresar mensajes a través del pensamiento en vez de usar el mail, Messenger, Facebook, SMS, WhatsApp y What the Fuck... Lástima que parece que toda la gilada que está leyendo esto y quien suscribe no entremos en el número selecto de seres responsables que han vivido en el lugar correcto para salvarse de la catástrofe de la que ya sabían los Mayas unos siete siglos atrás. Nótese la importancia del siete en todo esto: hay que jugarle al siete...
 

  La energía de "un fogonazo desde el centro de nuestra galaxia, la vía láctea, activará el código genético de origen divino en los hombres que estén en una frecuencia de vibración alta" (¿?), y esto traerá la paz a los hombres y ampliará la conciencia de todos acerca de lo que La Biblia viene diciendo hace más de dos milenios: que hemos sido hechos a imagen y semejanza de un ser supremo que nos ama y que espera que amemos a nuestro mundo y a nuestro prójimo tanto como a nosotros mismos. ¡Chocolate por la noticia Maya, entonces!

   La verdad es que todo esto me resulta una receta New Age bastante indigesta con una pizca de la Era de Acuario, unas cucharadas de índigos y cristales y el golpe de horno de los oportunistas de siempre, que necesitan de estas creencias para depositar su fe en algo o para lucrar con la incredulidad de muchos de diversas maneras: desde libros hasta remeras y fiestas temáticas. El cuento del nuevo amanecer con una humanidad unida telepáticamente y capaz de prodigar amor y volver a un estado de equilibrio paradisíaco perdido por nuestra culpa, esa culpa que resulta tan odiosa cuando se machaca sobre ella desde lo que muchos llaman "el dogma", suena muy lindo, muy onda Edén, ya lo leí en varios cuentos y lo vi en unas cuantas pelis, pero no creo que pase. 
    
  Por si acaso, volví al Libro del Apocalipsis, el más rico en símbolos y profecías del Nuevo Testamento, y tal vez el más difícil de interpretar para legos y expertos. Llamativamente, el Apocalipsis está basado en una estructura septenaria (las cartas a las siete iglesias, los siete candelabros, las siete estrellas, los siete sellos, las siete trompetas, las siete copas, las siete visiones del fin, etc.), y las profecías Mayas son, casualmente, siete. En el Apocalipsis se habla de la destrucción de Babilonia y de una Nueva Jerusalén, y según esta gente, cuya procedencia desconocemos pero que hasta en Obama se amparan para validar sus presagios, después del desastre habrá un nuevo amanecer. Si hay algo que quienes me enseñaron a acercarme a La Biblia sin temor ni prejuicios me transmitieron acerca de este último libro es que su estilo críptico es todo un género literario, comparable a lo que vemos hoy en películas como justamente "El día de mañana", "Independence Day" o "Soy leyenda", y que nadie conoce ni el día ni la hora de lo que se interpreta como el fin de los tiempos. 
  
  Así que yo propongo dormir tranquilos como angelitos, levantarnos a ver el sol, tomarnos unos mates o una rica taza de café, hacer una caminata, y definitivamente pasar por el puesto de lotería más cercano a ver si nos ganamos el Gordo de Fin de Año con tanto número que especula sobre el fin de los tiempos y nos distrae de los otros números, los que no cierran.


A boca de jarro

domingo, 16 de diciembre de 2012

Querer la cosa y no ser la cosa




"Quiero la cosa, pero no ser la cosa."  Fernando Savater



  "Lista de motivos para festejar", "Un regalo para cada uno",  "Tiempo de compras", "El arbolito espera llenarse de regalos", "... un sinfín de opciones para agasajar a chicos y grandes", "... recetas y otras claves para una gran Nochebuena"...  Así nos venden la Navidad por estos días en esta tierra. 



  Más allá de la situación económica en la que cada uno se encuentre y lo agradable que puede llegar a resultar agasajar y hacer regalos a quienes amamos, este tiempo de Navidad nada tiene que ver con todo eso. Los motivos para festejar, o no, tendrá que encontrarlos cada uno. Elegir qué hacer y cómo pasar este tiempo debería ser una decisión personal, aunque, como Fernando Savater explica en su ensayo Ética para Amador, son las circunstancias las que nos fuerzan a elegir y la decisión que tomamos puede deberse a diversos criterios, generalmente vinculados con nuestros principios y nuestra cultura. Es necesario ante todo estar bien con uno mismo para estar bien con los demás y para los demás, y esto no sucede de acuerdo al calendario.



  Me parece sumamente interesante en este tiempo examinar cuidadosamente qué relación existe entre nosotros mismos y las cosas, cuando todo lo que se nos ofrece como opción de festejo son justamente bienes materiales. Al tener cosas, las cosas nos tienen a nosotros, se adueñan de nuestro ser, nos poseen. Lo acabo de observar en un supermercado abarrotado al que fui incidentalmente a buscar una cosa que nada tiene que ver con las compras navideñas, que me resultan una carga. Salta a la vista que somos poseídos por los objetos que adquirimos o deseamos tener y sin embargo parece que ni siquiera lo notamos. De lo material sólo puede obtenerse lo material, y nada está más alejado del verdadero espíritu navideño, absolutamente despojado, sencillo y pobre materialmente, aunque riquísimo en compromiso con los demás, presencia y templanza ante las pruebas de nuestra humanidad. Éste es el tiempo en el que más que nunca en el año se me hace claro y tal vez este año mucho más que otros. Lo material puede darnos la impresión de tener una buena vida, como solemos decir, "un buen pasar", pero sin vínculos profundos, sin interactuar con los demás más allá de la materialidad que también somos, no encontraremos más que vacío y sinsentido en estas fechas.


  Intento transmitirles ésto a mis hijos aunque aún sean muy inmaduros y por lo tanto vulnerables a las órdenes de los medios masivos y el enorme poder que ejercen sus mensajes y órdenes sobre ellos. Además, como explica Savater en su prólogo, no es mi intención proporcionarles aún "más motivos para el parricidio de los ya usuales en familias bien avenidas". Quiero darles ese regalo que desean, pero no ser simplemente la mano que les dio lo que esperaban recibir materialmente en la vida. Quiero ante todo ser todo ojos para ellos, para que nada de lo que les suceda me pase inadvertido, una enorme oreja para cuando necesiten escucha, un buen abrazo que los cobije y los conforte cuando así lo sientan, un corazón que se alegre y sufra al compás de sus experiencias, una voz que les de ánimos y confianza cuando deban enfrentarse a sus más horrendas pesadillas, tal como ilustra Savater. Y lo mismo espero de ellos y de todos mis seres queridos para conmigo. Tal vez sea demasiado esperar, lo sé. Estamos demasiado "cosificados" como para ser capaces de dar y recibir tan inmaterialmente a estas alturas, para sostener este tipo de ética. Pero éste es mi más profundo deseo cada Navidad, que no es más que un día que se pierde en el correr de los días que le siguen y la preceden cada año en nuestras breves y cambiantes vidas si no lo aprovechamos para nacer a una vida donde aprendamos a discernir entre querer la cosa y ser la cosa.



A boca de jarro

domingo, 9 de diciembre de 2012

La lentitud en la escuela


 
Leonardo Da Vinci, "La Virgen de las rocas", (Detalle)

  Pocos hacen un elogio de la lentitud en el ámbito escolar. Muy por el contrario. Desde que tengo memoria, y sobre todo en las huellas de mi memoria afectiva, que quedó marcada por mi paso por allí, en la escuela siempre se premió la velocidad de pensamiento, de respuesta, de concreción, de resolución y hasta de movimiento, y se la privilegió como una aptitud que se propone para la competencia entre alumnos, galardonando al más rápido y estigmatizando al más lento como inepto, inseguro, torpe, disperso y toda una serie de etiquetas indeseables y corrosivas, siempre fieles a los principios que introdujera la Revolución Industrial hace ya más de dos siglos y a la idea de la eficiencia como sinónimo de rapidez que llegó de la mano con la deshumanizante producción en serie.

  En ocasiones, los docentes parecen no haber aprendido siquiera las nociones básicas de psicopedagogía y sus conocimientos académicos parecen no ir de la mano del sentido común, y victimizan de manera explícita y hasta cruel al que no funciona a ese ritmo y a quien resulta lento en relación a una media caprichosamente arbitraria, sin pensar en las consecuencias psicoafectivas que acarrea para el alumno el cargar con ese prejuicio que se esparce como reguero de pólvora en sala de maestros y que luego resulta casi imposible de desterrar, a tal punto que es su portador quien termina creyéndolo más que ninguna otra persona en el mundo.

  Lo que me impulsó a escribir sucedió recientemente con mi hija, de naturaleza analítica, quien se muestra insegura al ser confrontada con el desafío de lograr calidad de resultados en cierta cantidad mezquina de tiempo, especialmente en matemáticas. Se la somete a evaluaciones extensas con cantidad de contenidos para los que no se le muestra una aplicación concreta, que van más allá del tiempo de atención que un niño de su edad puede sostener y que parecen propiciar el error contra reloj más que permitir la medición fidedigna de lo aprendido. En los escasos 40 minutos de una hora de clase, se le asignan entre ocho a diez ítems para resolver sin ayuda, ya que si la solicita, la docente a cargo deja constancia escrita de que la asistió y baja su calificación por eso.


  Y suele pasar que su maestra de matemáticas elige días en los que sólo dispone de una hora de clase frente al curso, por lo que pide prestados unos minutos de otras materias a sus colegas para que los rezagados puedan terminar su prueba escrita, como si los números fuesen más importantes que la lengua o la educación artística. Pasó entonces que mi hija estaba luchando por concluir con su prueba mientras su maestra de matemáticas comentó al alcance de su oído con su par de Lengua, quien le cedió amablemente algunos minutos de su clase, que se trataba de una alumna "muy lenta e insegura a pesar de ser capaz". Afortunadamente, su colega no contestó y había compartido conmigo un concepto diferente sobre el rendimiento y la persona de mi hija de nueve años que pude emplear para darle ánimos al relatarme entre lágrimas el episodio de vuelta en casa.


 Además de llanto, hubo malhumor y desconsuelo ante lo que asumió como desconfianza de parte de su maestra en sus capacidades, ya que también la interrogó repetidamente para constatar si había estado estudiando para la evaluación durante el fin de semana anterior. Papá y mamá nos habíamos pasado el fin de semana largo haciéndola practicar fracciones propias, aparentes, impropias, números mixtos y demás yerbas, por lo que decidimos que el comentario merecía una observación, ya que después de un fin de semana y un día de perros padecimos una noche de terror: cuando su ansiedad escolar se eleva, suele pasar mal la noche y termina durmiendo mal y poco en nuestra cama.


  Al hablar en buenos términos con la maestra, simplemente para evitar que situaciones similares se repitan y para que se entere del efecto nefasto que un desliz así tiene sobre nuestra hija, la señora aseguró que su comentario no se había referido a ella, sino a otra alumna de otra división,  excusa que, de ser cierta, no la exime de su mal proceder, y aseguró que hablaría con mi hija para aclararlo. Así lo hizo. La llamó fuera del aula y la reprendió por dedicarse a escuchar conversaciones adultas en lugar de concentrarse en terminar sus cosas a tiempo.


  No me quiero extender más porque sé que nuestro mundo es así, intrépidamente veloz, y pocos tienen paciencia para con quienes solemos extendernos. Si fuese por lo que se propicia en la escuela, más de las diez piezas inconclusas de Leonardo da Vinci no serían consideradas obras maestras por no estar terminadas debido a su dispersión, y ningún amante de la música disfrutaría de las delicias sonoras de un Stradivarius, que depende de la lentitud que se toma la naturaleza misma y el artesano que se deleita en ella para secar las maderas de arce y abeto con las que está construido. Estos son sólo dos ejemplos que se me vienen rápidamente a la cabeza, no para insinuar una genialidad de mi hija como alumna que no existe ni deseo, sino para cuestionar una vez más desde este espacio los falsos y dañinos valores que se ponderan en la escuela aún en pleno siglo XXI, avasallando la singularidad de cada persona y destruyendo el castillo de naipes que muchos padres apuntalamos día a día en la noble y vital tarea que cada ser debe afrontar al intentar construir lo más sagrado y valioso que necesita aprender en este tiempo lento de su vida: el amor y el respeto por su singularidad.



A boca de jarro

lunes, 3 de diciembre de 2012

La enfermedad del tiempo




En los años ochenta comenzó a gestarse un movimiento conocido como "The Slow Movement" o "El movimiento slow" ("slow" en inglés significa "lento"). Sus seguidores promueven una vida a ritmo más parsimonioso, y protestan contra todo aquello que se ha impuesto con vigor desde los ochenta en adelante como "fast", por ejemplo, las cadenas de comidas rápidas, la comida precocida y lista para el microondas y demás cosas a las que ya estamos acostumbrados y hemos incorporado a nuestras vidas como algo positivo, ya que nos permiten "ahorrar tiempo". Aunque tal vez, si nos detenemos a pensarlo, nos maten más rápido, inclusive el pensar sobre la vida en exceso podría llegar a matarnos más velozmente que el hecho de no detenernos a pensarla sino más bien torearla como se nos presenta. 

El movimiento creció y se extendió para abarcar otros aspectos de nuestra existencia, tales como la crianza con lentitud, la educación que lleva tiempo, la jardinería, el arte y el diseño lentos, la vida en la ciudad a ritmo más apacible, llamada "Cittaslow", y hasta el viajar más lentamente. ¿Me siguen o estoy yendo muy rápido?






Geir Berthelsen fundó The World Institute of Slowness en 1999, y postuló toda una visión sobre un "Planeta Lento" o un "Slow Planet", para comenzar así a enseñar los principios que posibilitan una vida más relajada, con tiempos más pausados. El profesor Guttorm Fløistad resume esto que finalmente evolucionó para erigirse en una filosofía de vida del siguiente modo:


"Lo único seguro es que todo cambia. El ritmo del cambio se acelera. Si quieres  sobrevivir, mejor apresúrate. Ese es el mensaje de nuestro tiempo. Sin embargo, sería útil recordar que nuestras necesidades básicas jamás cambian: nuestra necesidad de proximidad y cuidado y de un poco de amor. Estas cosas sólo pueden brindarse a través de la lentitud en las relaciones humanas. Es allí donde estamos en control del cambio. Debemos recuperar la lentitud, la reflexión y el estar juntos. Así lograremos una renovación."




                                 
El Movimiento Slow no está regido ni tampoco controlado por una única organización, sino que en rigor constituye una corriente global que surgió a partir del hondo desencanto con los efectos colaterales de la Revolución Industrial. Hoy tiene sus epicentros en Europa, Australia y Japón, tal vez los lugares de nuestra aldea global donde se vive a mayor velocidad y donde el cambio es moneda corriente, infectado por un frenesí que inevitablemente deja a muchos desconcertados y hasta excluídos de ámbitos vitales cruciales para  su subsistencia.

En el año 2005 el periodista canadiense Carl Honoré escribió un libro que se convirtió en un bestseller internacional, y cuya lectura resulta paradójicamente rápida, titulado "Elogio de la lentitud". La premisa fundamental de este fanático de lo lento se resume en una cita conocida de su obra:


“Creo que vivir de prisa no es vivir, es sobrevivir. Nuestra cultura nos inculca el miedo a perder el tiempo, pero la paradoja es que la aceleración nos hace desperdiciar la vida.” 



                                      


La idea central de este libro es que vivimos una vida obsesivamente acelerada, que nos hace esclavos del tiempo en aras de una efectividad que en efecto no es posible lograr de prisa. Este gurú anti-prisa nos alerta sobre "la enfermedad del tiempo", en sus envases harto conocidos de estrés, ansiedad y falta de concentración y atención, con la consiguiente perdida de capacidad de goce y disfrute que el trabajar a toda máquina y querer hacer mucho en el menor tiempo posible conllevan, y la superficialidad de los vínculos humanos que se entablan en medio de la vorágine del apuro cotidiano. Honoré nos confronta con paradojas interesantes, como ser:

"La lentitud nos permite ser más creativos en el trabajo, tener más salud y poder conectarnos con el placer y los otros. A menudo, trabajar menos significa trabajar mejor." 

Y además nos interpela con las mismas preguntas esenciales que se hacían los filósofos griegos, cuestiones de orden existencial que no nos damos tiempo para reflexionar, tales como: 

"¿Para qué es la vida? Hay que plantearse muy seriamente a qué dedicamos nuestro tiempo. Nadie en su lecho de muerte piensa: “Ojalá hubiera pasado más tiempo en la oficina o viendo la tele”, y, sin embargo, son las cosas que más tiempo consumen en la vida de la gente.”

                              
  

Ciertamente, es cada vez más frecuente que me detenga a pensar para qué corremos tanto como individuos, tanto los chicos como los grandes, a dónde querremos llegar antes y cuáles son nuestras prioridades al comenzar con la carrera cotidiana. Serán los 44, lo que llaman la crisis de mitad de la vida, el hecho de que se aproxima el 21 del 12 del 2012, día en el que mis hijos están absolutamente convencidos de que se acabará el mundo, pero la verdad es que cada día me siento más insatisfecha con la velocidad a la que me veo forzada a vivir por habitar esta urbe, por tener que mantener un hogar, por querer realizarme como mujer, esposa, madre y profesional, entre tantos otros roles que se me enredan y para los que parece que no queda tiempo.

Encuentro cada vez más justificaciones para seguir a todo vapor, pero noto que voy quedando sin energías, agotada, quemada. Y la cosa se acelera aún más hacia fin de año. A menudo siento que con la idea de hacer más dinero o de alcanzar ese bienestar que se nos induce a asociar con el éxito como algo puramente material, trabajamos tanto que no nos damos tiempo de "dis-frutar" de los "frutos" del trabajo: más dinero, menos tiempo para gozarlo; más "éxito", mayor aislamiento y alienación. ¿Cuál es el precio? ¿Cuál es la ganancia en esta ecuación? ¿Y qué sucedería conmigo si alcanzara ésto que imagino sería suficiente? Sospecho que no está en la naturaleza humana decir "Con ésto me basta". Siempre desearía más. Ese es el motor que nos mantiene vivos. Si cambiara el foco, tal vez más sería equivalente a mayor calidad de vida con mis recursos, más tiempo para estar con quienes me importan y conmigo misma, mayor claridad a la hora de determinar qué quiero de la vida y cuáles son mis prioridades. Y éxito sería la medida de mi disfrute de cada pequeño gran ritual cotidiano, y mi nivel de estabilidad emocional y capacidad de goce.





Leo casi todos los años con mi grupo de alumnos más avanzados de inglés una maravillosa historia de Graham Greene tiulada "A Day Saved" (algo así como "Un día ahorrado o ganado o salvado"), en la cual un hombre común y corriente está encantado de ahorrarse un día en su viaje de trabajo para poder regresar antes a su casa y estar con sus seres queridos. Este hombre, un tanto chato pero afable, es constantemente perseguido por un misterioso personaje cuyo nombre varía de acuerdo a quien sea su presa: la muerte. Y la muerte lo acompaña en su viaje esperando el momento adecuado para arrebatarle eso que él anhela pero no tiene, aunque no sepa bien qué es: la vida. ¡Maravillosa alegoría! 




Como pregunta el personaje funesto del  genial Greene, que nos asedia a todos:

"Yo te pregunto, ¿qué importa un día ganado para él o para tí? ¿Un día ahorrado de qué? ¿Para qué? (...) ¿Salvándolo de qué, para qué? (...) No podrás morir un día antes". 

Esta es una entrada que escribí para un blog chileno con el cual colaboré algún tiempo. Ahora la edito y la publico aquí por falta de tiempo para mayor originalidad. Posiblemente me tome mi tiempo en contestar los comentarios que tengan a bien tomarse el tiempo de dejarme.

A boca de jarro                                 

domingo, 25 de noviembre de 2012

Meritocracia



  Por años me deslumbró el concepto de meritocracia, dado que escuché muchas veces la historia de los hijos de inmigrantes españoles e italianos que llegaron a la Argentina, granero del mundo por entonces, con una mano atrás y otra adelante, a laburar, como mis abuelos españoles, y gracias al esfuerzo de ese trabajo y al acceso que tuvo la generación de mis padres a la educación pública y gratuita de excelencia tanto como a las circunstancias históricas, lograron ascender a una posición social que les permitió superar ampliamente a la de sus progenitores y hasta de brindarles el merecido privilegio de una vejez digna. Mi deslumbramiento con esa noción lo heredé de mi papá, que representó para mi abuela gallega el orgullo de ser "M'hijo El Dotor", y quien creía firmemente en la meritocracia, ya que él también dio mucho de sí para destacarse en los estudios, para crecer y desarrollarse en su carrera, y hablaba con fervor de las bondades de quemarse las pestañas estudiando, el esfuerzo de romperse el lomo trabajando y el mérito personal de ser decente y honrado tanto en el trabajo como en la vida de todos los días. Pero con los años, se dio cuenta de que su desarrollo tenía un techo, marcado por la realidad de la movilidad social que indica que todos estos criterios  favorecen más a los hijos de los que ya son privilegiados de algún modo y que tal vez no merezcan ese favor más que otros por sus propios méritos.

  A mí me llevó muchos menos años darme cuenta de que lo mío tenía un techo y que no lograría superar los logros profesionales o socio-económicos de mi padre por más que me capacitara y me esforzara tanto o más que él. Ahora ya lo confirman los periódicos aunque, de todas formas, hoy por hoy me preocupa más el futuro de mis hijos que el propio. Recuerdo con cierta nostalgia las épocas en las que conseguí mi primer empleo en lo que era entonces el mejor instituto privado de inglés de Buenos Aires, gracias a mis méritos como estudiante. Me desplazaba en colectivo desde mi casa hasta allí a dar mis clases por la tarde, basadas en la premisa institucional de brindar un servicio de calidad educativa de excelencia, que en pocos años fue a la quiebra, ya que la educación privada se convirtió en un negocio más, y los estándares de excelencia fueron vencidos por el facilismo y las leyes del mercado. 

  Recuerdo también que camino al instituto, alojado en una bella y típica casona de una zona acomodada a la que acudía llena de entusiasmo y sueños de un gran futuro profesional, me detenía a veces en las vidrieras de las mueblerías exclusivas que abundan allí, y al observar detrás de la vidriera los elegantes juegos de sillones, las lámparas de estilo y las finísimas mesas y alfombras a la venta, pensaba que algún día iba a poder adquirir el mobiliario para mi propia casa ahí mismo a fuerza de hacer mérito en mi trabajo. En pocos años me llegó la feliz hora de tener mi propio departamento, gracias a la ayuda económica de mi papá, lejos de mi lugar de trabajo, que para entonces se había cuadriplicado en horas, y de comprar mis lindos muebles de roble con mis propios ahorros, los cuales jamás llegaron a ser como aquellos que aún sigo parándome a mirar en las vidrieras, sabiendo ya que nunca estarán en el living de mi casa, aunque sí son los que decoran los hogares de quienes siguen dándome de comer.

   La noción de merecer para tener me duró mucho menos que a mi padre, pero me cuesta el mismo trabajo que a él digerirla, aunque sé que ser no pasa por tener, igual que él, y gracias a su ejemplo también. A veces se me hace tan normal que ya casi no me amargo cuando veo quien es el Chauncey Gardiner (Chance the gardener) del momento, y doy gracias a mi padre, que me dio a leer la breve y extraordinaria novela Desde el jardín, de Jerzy Kosinski, y con quien vi la película homónima con un fabuloso Peter Sellers como el jardinero con retraso mental que llega a maravillar al mismísimo presidente de los Estados Unidos con sus simples anxiomas acerca de la jardinería. Era aún una adolescente, pero así aprendí algo sobre lo fortuito en ésto de llegar a ser quien se es y aprender a observar a los jardineros que determinan nuestros destinos. Mi papá también me enseñó a disfrutar de la poesía y las enormes enseñanzas de "Forrest Gump", que aún hoy sigue conmoviéndome con su simpleza, hondura y fidelidad a las realidades de la vida cada vez que me atrapa en una de sus escenas cuando la encuentro haciendo zapping por cable. 

  Lo que ha pasado a la posteridad de este magnífico film es la frase que la madre del personaje principal le transmite a su hijo, también débil mental y héroe nacional al final de sus días, quien deberá hacerle frente a la vida con su debilidad, y con la fortaleza que su debilidad agiganta, solo de allí en adelante:

 "Life's like a box of chocolates. You never know what you're gonna get." 
("La vida es como una caja de bombones. Nunca sabés cuáles te van a tocar.")

  Lo cierto es que somos como esa pluma que se convierte en un motivo en la historia, una especie que cree tener las riendas del poder a la hora de andar sus caminos, pero que se encuentra irremediablemente a merced de los vientos que soplan a favor o en contra de sus deseos. Muchas veces la vida nos recompensa con ese delicioso bombón que hemos deseado por años, pero muchas otras, al abrir la caja, nos encontramos con chocolate amargo o, peor aún, con la sorpresa de que otro la ha vaciado de nuestro contenido sin convidarnos al banquete y parece que nuestros chocolates se fueron con el viento.

  Es también lo que le sucede a otro personaje emblemático de nuestra condición frente a la eterna batalla entre el libre albedrío y la fatalidad o el destino, Truman, protagonista de "The Truman Show", una sátira de los límites entre lo que creemos manejar en nuestra vida y lo que está en verdad gobernado por otras fuerzas y otros agentes a quienes desconocemos, a pesar de su enorme poder sobre nosotros. Como en la distopía de Orwell, 1984, el peor crimen es pensar, "thoughtcrime" en "Newspeak", el idioma que se crea en la dictadura de Gran Hermano, Big Brother, para manejar hasta los pensamientos de la masa que atentan contra los intereses de la trama invisible de los poderosos de turno. 

 Espero sepan disculpar el crimen que he cometido hoy de nuevo, que algunos consideran resentimiento; este crimen de ponerme a pensar en voz alta una vez más sobre algo que por estas latitudes no existe, aunque se escuchan y se leen informes de lugares lejanos donde parece que sí funciona. Dicen que en los países nórdicos, sociedades igualitarias sin grandes diferencias de ingresos y riqueza, los privilegios se alcanzan a través de los méritos propios, no sin pagar una alta cuota de dolor al pasarse la vida compitiendo con los demás para superarlos y al enfrentarse con el meollo de definir qué se entiende por mérito dejando la vida en el intento.


A boca de jarro

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Cartas Perdidas



"¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Conciban un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo -el dedo al que iba destinado, tal vez ya se corrompe en la tumba-; un billete de Banco remitido en urgente caridad a quien ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados; esperanza para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte.
¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!"
                    Fragmento de Bartleby el escribiente, de Herman Melville
                                                          
 
Bartleby el escribiente (Bartleby the Scrivener: A Story of Wall Street, en el original en inglés), no podría haber sido lectura más oportuna. Podría entrar en un minucioso análisis literario del estilo algo rudimentario en el que está escrita por Herman Melville, autor de Moby Dick, pero preferiría no hacerlo. Podría hacerme eco de los críticos literarios que aseguran que el autor se inspiró en su lectura de Emerson pero preferiría no hacerlo. Podría afirmar que es una de las narraciones más originales y conmovedoras que he leído, y que aunque fue escrito a mediados del siglo XIX, no parece haber perdido un ápice de vigencia, pero preferiría no jugarme por semejante afirmación. Podría incluso darme corte de intelectual, como hice otras veces sin demasiado éxito, y considerarlo un relato que sienta las bases para el existencialismo y la literatura del absurdo marcando la senda para grandes como Kafka y Camus, e inclusive decir que Borges realizó una traducción canónica del libro en 1944 ya que lo fascinó, como tanto de lo bueno de la literatura anglosajona de la que fue un magistral experto, y que alguna vez sentenció sobre el riquísimo texto: “Su desconcertante protagonista es un hombre oscuro que se niega tenazmente a la acción. El autor no lo explica, pero nuestra imaginación lo acepta inmediatamente y no sin mucha lástima. En realidad son dos los protagonistas: el obstinado Bartleby y el narrador que se resigna a su obstinación y acaba por encariñarse con él”; pero preferiría no ahondar tanto para focalizar en el efecto de su lectura en mí en este momento particular en el que llegó a mi vida.
                                                                                                          
Este peculiar y pálido copista de documentos legales, que trabaja en una oficina del centro de Nueva York, decide un buen día dejar de escribir, amparándose en su famosa fórmula: "Preferiría no hacerlo". Nadie sabe de dónde viene este escribiente, prefiere no decirlo y no decir mayormente nada, más que lo que prefiere no hacer, y su futuro es incierto, pues prefiere no hacer nada que altere su situación. El abogado que lo ha contratado en su estudio, el narrador de la historia, no sabe cómo actuar ante esta rebeldía, pero al mismo tiempo se siente atraído por tan intrigante actitud. Entre compasión, ofuscamiento y extrañamiento, y hasta incluso cierta empatía con la desidia del pobre Bartleby, que hace que su patrón postergue el momento de actuar contundentemente y en eso nos regale la historia, prefiero posicionarme como lectora receptiva a esta altura del año.

Llega de tanto en tanto un punto en la imprecisa y finita línea de tiempo que marca el calendario de los días, las semanas, los meses, las estaciones y los años, en el que me siento abatida y vencida por un cansancio y un sinsentido ante la frenética carrera cotidiana en el que puedo identificarme plenamente con la actitud de cruzarse de brazos ante la humanidad, el porvenir y el deber del escribiente de Melville, que no rehúsa pero tampoco acepta, simplemente expresa su preferencia y se atiene a ella como una forma de resistencia pasiva ante la monotonía. Soy una trabajadora, una más de millones, y muchas veces me invade la fuerte preferencia de no seguir las órdenes que mis superiores imparten, no obedecer la esclavitud del reloj, no hacer lo que las maestras de mi hija consideran que debe ser hecho en casa cada tarde como tarea para el hogar, no discutir más con mi hijo adolescente acerca del mal hábito de la nocturnidad y la adictividad a los aparatos electrónicos, las redes sociales y los juegos online, no ir al centro a terminar con ese trámite que quedó inconcluso por la burocracia que exaspera, no juntarme con todos los que hace meses no veo para brindar antes de cambiar el calendario, porque nos podemos reunir después, tranquilamente, en el mes de enero o febrero, y da lo mismo, no esforzarme por acatar los plazos que tienen como fecha límite el 31 de diciembre, no tomar decisiones de último momento y sentenciar a mis alumnos cuando la cosa viene decantando desde principio de año, no jugar este juego de que se viene el fin del mundo cada fin de año con todo el estrés que genera, ya que sé que el mundo seguirá andando más o menos igual el 1 de enero del año entrante, y podría seguir con la lista, pero preferiría no extenderme más. Me gustaría simplemente bajar los brazos sin hacer demasiada alharaca ni dar mayores explicaciones que las que da Bartleby, de esa manera tan ambigua y enigmática pero a la vez tan rebosante de sentido en el microcosmos de la oficina que reverbera a todos los ámbitos hasta donde llega el avasallamiento de nuestros deseos por nuestros grises y aplastantes deberes.

Como en la oficina de la vida, en este universo que Melville dibuja, con trazos gruesos y hondas implicancias, no hay personajes carismáticos y casi nadie tiene nombre propio: simplemente apodos que describen sus actitudes frente al trabajo. El único que sí tiene nombre es el escribiente: Bartleby. Su resistencia lo hace diferente, hasta más digno, aunque también merecedor de nuestra lástima, dado que se deja arrastrar por ella hasta caer en el abismo de la no existencia, como un héroe trágico. En su debilidad reside también su grandeza, esa que anhela el habitante de la urbe del siglo XXI tantas veces: oponerse sin agresiones ni violencia pero con firmeza a aquello que nos hace menos libres y nos aleja de la naturaleza y del lado luminoso de nuestra errática humanidad, aquello que nos aliena y nos mecaniza, aún a costas de perder contacto con otros seres humanos, deshumanizados ya por las mismas exigencias que jamás se detienen a cuestionar.


La imagen de Bartleby de pie frente a una ventana con vista a un muro me trajo a la memoria la locura en "Hombre mirando al sudeste", excelente película argentina escrita y dirigida por Eliseo Subiela (1986), en la cual un enfermo mental, Rantés, que se presenta en un neuropsiquiátrico como mensajero de otro planeta que vino a investigar la estupidez humana, casi logra convencer de su cordura al médico que lo trata, el Dr. Julio Denis. De la misma manera, Bartleby, el escribiente, casi me parece cuerdo en su negativa a la acción a la que se lo convoca una y otra vez: llega un punto en esa línea temporal en el que tal vez deberíamos parar y mirarnos cara a cara con nuestras preferencias, esas que encajonamos como viejos expedientes o que quedaron en la Oficina de Cartas Perdidas de Washington donde antes trabajaba este hombre y jamás volvimos a reclamar, porque allí quedaron escritos sueños que no tuvimos el coraje de concretar. Lo pienso todos los años a esta altura del mes de noviembre, y cada vez estoy más convencida de que no es insanía lo que me lleva a planteármelo tan seriamente y de que es pura cobardía lo que me impide accionar para concretarlos.

Por ahí leí que en el año 2000, el escritor español Enrique Vila-Matas publicó su libro Bartleby y compañía, en el cual, inspirándose en el relato de Melville, designa como "Bartlebys" a aquellos escritores que renunciaron, por variadas razones, a seguir escribiendo. En nombre de todos los "Bartlebys" ignotos que deambulamos por este siglo cumpliendo nuestro cometido día a día aunque prefiriendo otra cosa, a veces indecible hasta para nosotros mismos, deseo que los escritores de ayer y de hoy jamás depongan las plumas que le dan vuelo a nuestras pedestres y rutinarias existencias.

A boca de jarro

domingo, 18 de noviembre de 2012

Grasa en el cerebro





  Hay pocas cuestiones que preocupen tanto a mi sociedad, sobre todo a las mujeres argentinas de diversos niveles socio-económicos y culturales, que la estética corporal. Buenos Aires se ha convertido en la capital mundial del turismo estético, ya que se ofrecen servicios de toda índole con una conveniente relación costo-prestación. Los agentes de turismo se encargan de todo: alojamiento, traslado del aeropuerto a un hotel o departamento ubicado en las mejores zonas de Buenos Aires, traslado al centro médico y, por supuesto, atención médica. No obstante, los resultados no siempre son óptimos, y de vez en cuando escuchamos alguna historia de una mujer que terminó sus días tratando de aumentar el tamaño de sus pechos o achatar su abdomen a través de una intervención que concluyó en un paro cardíaco. 

  Más allá de las cirugías y la obsesión y hasta adicción que vemos en torno a ellas en ciertos círculos, es notable el nivel de preocupación y dedicación que las mujeres argentinas de clase media y alta le otorgamos a nuestra imagen corporal. Nos preocupa todo lo que para mujeres de otras latitudes hoy, o de otros tiempos, sería absolutamente normal: nuestros rollos, nuestra flaccidez, nuestras estrías, nuestras arañitas o várices, nuestras redondeces y nuestras curvas, debido a un desmedido nivel de exigencia en torno a cómo lucimos y a los diferentes mitos acerca de la belleza agigantados por los medios de comunicación, que van prendidos en el negocio de la permanente insatisfacción que se fomenta con nosotras mismas. Así lo vivimos, como un verdadero martirio, invirtiendo fortunas en tratamientos o productos carísimos, sometiéndonos a dietas impensables, sobre todo cuando se acerca el verano, y haciendo ejercicio denodadamente con el único propósito de quemar grasa. Pero el problema es que la grasa la tenemos mayormente depositada en el cerebro, y es esa la que distorsiona nuestra visión de lo que es normal o natural comparado con lo que es verdaderamente preocupante en términos de salud e incluso belleza.

  Argentina debe ser uno de los pocos países en América Latina donde se habla de "sobrepeso estético", concepto que no figura en ningún libro de medicina, pero que sin embargo hace sufrir a millones de mujeres que no tenemos el cuerpo que se impone a través de la imagen que se nos mete hasta por los poros desde chiquitas. No debe haber epíteto más doloroso que el de "gorda", a cualquier edad, ya sea que venga de un extraño, de un conocido o de un miembro de la propia familia. Y a lo largo de mis días lo he recibido de todo el espectro, siempre como un cachetazo que revolea mi autoestima por el aire, mis esfuerzos de quererme y aceptarme tal cual soy frente al espejo, de disimular lo que se considera indecoroso, siempre para que vuelvan a pegar donde más duele cuando o quien de menos lo espero.

  En una reunión de hombres, los temas de charla son el fútbol, la política, las minas, los autos. En un aquelarre de mujeres, en cambio, el tema central son los kilos, las calorías del pan, las bondades del Pilates y las ganas de sacarse o ponerse grasa en distintas partes del cuerpo. No hay mirada más cruel para una mujer que la de otra mujer, nada más impiadoso que el comentario: "¡Estás más delgada, che!", que indica que hasta entonces pensaban que te sobraban kilos, a pesar de que tu IMC (Indice de Masa Corporal) estaba dentro de "la normalidad". Y te felicitan por cómo lucís sin siquiera averiguar la causa del adelgazamiento. Me pasó este año, que me tocó perder peso y lucir un tanto hambreda. Fue cuando me felicitaron por la notoria reducción, y aunque aclaré que era consecuencia de una dolencia gástrica, les pareció genial.

  Según los registros oficiales recientes del Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (Inadi), el sobrepeso es la segunda causa de discriminación más común en la Argentina, después de la pobreza, paradójíco en un país donde muchos grandes y chicos revuelven la basura para comer de allí en las calles, y a pesar de que el sobrepeso afecta a más de la mitad de la población, según datos del Ministerio de Salud de la Nación. Aseguran los expertos en sociología que en la Argentina una persona gorda se asocia indefectiblemente con alguien feo, asexuado y carente de fuerza de voluntad para ponerle fin a la causa por la cual es estigmatizado, y que tendrá menos chances de encontrar desde prendas de vestir acordes a sus gustos hasta pareja y empleo. 

  Esa mirada, con los ojos clavados en una balanza que no mide lo que verdaderamente pesa en una persona, también se posa y causa estragos sobre los cuerpos de las más pequeñas, y las bocas se abren para desembuchar juicios que sólo hacen gala de una profunda ignorancia. Ignoran que la tendencia tanto al sobrepeso como a la obesidad es una enfermedad crónica e incurable, que se debe tratar de por vida, y que la batalla se pierde o se gana por rachas, pero difícilmente se pueda controlar sin nunca volver a tener recaídas o rebotes. Y por sobre todo, lo que más enferma de ella es la discriminación, el desprecio y la burla que conlleva, por su corrosivo efecto sobre el amor y el respeto por el propio cuerpo.

  Lo más triste es que las mujeres argentinas, en términos generales, nos hemos convertido en frívolas y tilingas, intentando acatar cánones de belleza estúpidos y ficticios, para quienes la imagen corporal es lo más importante. Nada se compara con tener el cuerpo soñado que se ve en las modelos y las artistas del momento. De poco sirve ser inteligente, sensata, educada, decente, trabajadora, buena persona, si todo ésto no va acompañado por la cáscara apropiada, que es lo que verdaderamente garantiza "el éxito" y la satisfacción con la autoimagen: ser delgadas. Hasta Marilyn sería etiquetada de "gorda" hoy aquí, en cualquier playa atlántica de moda...

  El no responder a este mandato es el pecado capital que hemos agregado a la consabida lista de los siete, y el más grave de todos ante los ojos que buscan proporciones fraudulentas, con los casos de trastornos alimenticios siendo tan alarmantes y precoces como el número de obesos convirtiéndose en epidemia en la parte que aún puede considerarse "rica" del mundo.

A boca de jarro

martes, 13 de noviembre de 2012

"Preferiría no hacerlo"



  No sé cómo será en otras partes del mundo, pero acá, lo que llaman "capacitación laboral" es frecuentemente un curro muy bien montado para quien la imparte. Difícilmente se puede considerar a esa persona como a un trabajador. Todo lo contrario: la idea de la empresa en general es contratar a un capo, una autoridad en materia de temas tales como liderazgo, relaciones interpersonales, eficiencia, asertividad, resolución de conflictos y optimización de recursos, que viene laureado con muchos títulos con abreviaciones indescifrables, muchas siglas y palabras de la jerga de los negocios en inglés, y que va picoteando de empresa en empresa para impartir en todas más o menos el mismo curso, a un horario en el que los empleados ya están quemados y difícilmente puedan aprender algo, aunque viniera alguien con algo útil y aplicable para aportar.

  Me encantaría escribir ficción para plasmar estas anécdotas, pero resulta que la realidad siempre la supera. De todos modos, coincidentemente, estoy leyendo el relato Bartleby, El escribiente de Herman Melville, y no puedo dejar de pensar en el protagonista y su inquebrantable serenidad y mansedumbre ante cada requerimiento de su empleador, al cual contesta "Preferiría no hacerlo". Lamentablemente, los empleados del siglo XXI no podemos hacer semejante despliegue de autodeterminación sin terminar de patitas en la calle cuando se nos somete a ciertas técnicas de capacitación  laboral como la que paso a detallar.
  
  La semana pasada mi esposo estuvo llegando más tarde que de costumbre a casa, que suele ser tarde y a horario incierto, debido a uno de esos cursos de capacitación de equipos de alto rendimiento. Se presentó una señora en su lugar de trabajo con la propuesta de fortalecer los vínculos entre el personal a la hora de trabajar en equipo. La primera propuesta fue la de sentar a una veintena de personas en grupos, con cada conjunto formando una herradura, de manera tal que el miembro que quedaba en el centro de su herradura tenía que confesarle al resto algo que ellos creían debía aceitarse para el mejor funcionamiento del trabajo diario con los demás. Esta persona debía rotar cuando la tutora lo anunciaba, a los gritos, aún a pesar de estar interrumpiendo lo más jugoso que se tenía para decir, y otro debía tomar la posta.

  Cuando le llegó el turno a mi esposo, comenzó con su lista de puntos a mejorar, y la tutora se dio cuenta de que se le estaba haciendo muy largo, siendo el timing un factor esencial en la planificación de actividades grupales y didácticas, por lo cual decidió acelerar los tiempos, interrumpiendo a quienes se estaban confesando justo cuando apenas habían dicho un cuarto de lo que tenían en el buche. Mi marido, un tipo que cree en la resistencia pasiva y el principio de no agresión al mejor estilo Gandhi, se negó decorosamente a concluir, considerando que se trataba de una falta de respeto y un avasallamiento por parte de esta señora, a quien también se la señala como "facilitadora de procesos de coaching". Entonces, para hacerle la cosa más fácil, la señora llena de títulos, que la levanta en pala por aportar tan brillantes iniciativas a las empresas, no tuvo mejor idea que pegarle un pellizcón a mi esposo para que abandonara el centro de la herradura y cediera ya la palabra a un colega que se encontraría con la misma restricción mezquina de tiempo. Fin de la jornada: un moretón en el brazo y mucho cansancio.


  Al día siguiente, la reunión estaba pautada en una sede a la que mi esposo debió trasladarse en su propio vehículo y nuevamente como extensión de su horario habitual de trabajo, cosa que desde ya no se contempla remunerativamente, ya que se trata de "capacitación laboral". Esta vez, la facilitadora había atado una soga a 1,90 m del suelo por sobre la cual todo el staff debía colaborar en ayudar a cada miembro a pasar, imaginando que ésta representaba un muro sólo franqueable de ese modo. Estamos hablando de personas adultas, algunas con un estado físico paupérrimo debido a sus vidas sedentarias a causa del trabajo, y otras con algunos problemas de índole física que no les permiten realizar semejante hazaña para demostrar cuánto les importa su empresa y la colaboración entre pares. Por lo tanto, todos los ojos se posaron sobre los machos más jóvenes de la manada, entre ellos mi esposo, que tuvieron que forcejear con cuerpos de entre sesenta hasta más de ochenta kilos para poder sortear el obstáculo físico y metafórico que reforzó una gran enseñanza: nunca te rompas los huesos por un compañero de trabajo, ya que terminarás el día con una lumbalgia inmovilizante que no te dejará pegar un ojo en toda la noche y más cansancio que la jornada de capacitación anterior.

  Una vez concluido el curso, se retomó con la rutina habitual de trabajo, que implica tomar decisiones peliagudas en esta época del año en la que hay numerosas y largas reuniones con clientes difíciles. Se pusieron de acuerdo un superior y él en ser inflexibles en la decisión de renovar contrato con cierta persona que oponía resistencia. En medio de la reunión, su superior cambió su discurso de buenas a primeras, y dejó a mi esposo en el aire, cayendo al suelo sin lograr salvar el obstáculo de la soga que aún tenía en mente y en el dolor de espalda que lo mortificaba. La persona que reculó es uno de los pesos más pesados de la empresa, de quien partió la idea de trabajar los vínculos entre colegas con una experta y, por ende,  la mayor responsable de la lumbalgia, la jaqueca y el agotamiento que quedaron como ganancia de la capacitación laboral.

  Lo que mejor se aprende de este tipo de actividades es que evidentemente hay gente que nace con estrella y otros nacen estrellados. ¿Quién no desearía encontrar un filón así que le permita hacer como que trabaja diciéndole a los demás cómo hacerlo? De acuerdo a todos los libros que inundan las librerías y supermercados acerca de cómo ser exitoso en los negocios, algunos se focalizan en las características que lo impiden. Son precisamente las que despliegan personas como el superior de mi esposo o la señora facilitadora, quienes intentan capacitarlo para que él y sus compañeros les proporcionen éxito a fuerza de regalar su tiempo y vender su alma, su osamenta y su descanso al trabajo. Algunas de ellas son: falta de capacidad para organizar detalles, no ser un buen ejemplo a seguir, considerarse por lo que se supone que saben en lugar de por lo que hacen con lo que saben, falta de visión y sensatez, egoísmo, énfasis en su posición de superioridad  y deslealtad. Y para encontrar gente con tal dechado de virtudes sobre nosotros no hace falta ningún tipo de capacitación.


A boca de jarro

viernes, 9 de noviembre de 2012

De cacerolazos y silencios




Sobre el ruido al que vivimos expuestos en esta urbe caótica que, por estos días, luego de una racha de lluvias copiosas que parecen volver y que causaron estragos, y con cortes de luz, de agua, sin semáforos en sus arterias principales, todo ésto debido a las temperaturas récord para noviembre que siguieron a las lluvias (ayer 38% de sensación térmica al mediodía), y cuando encima estamos ya rendidos del año laboral, el cacerolazo popular de ayer como expresión de protesta me conmueve. Es hacer más ruido sobre el ruido en el que vivimos inmersos, sobre los motores, los bocinazos y los interminables discursos descalificatorios e inconducentes de uno y otro lado. Quienes velan por el ecoambiente y se preocupan por la polución sonora podrán tener sus serias y fundadas objeciones. Pero tomando en cuenta nuestra historia y nuestras diversas maneras de expresar el descontento, me quedo con ésta. No son sartenes ni ollas, como en Utilísima Gourmet: son cacerolas, lisa y llanamente. Sin vuelta. Las de la señora que está harta de volver de la verdulería o del supermercado donde con cien pesos no compra lo suficiente y se pone a hervir los fideos. Las que manotea y tamborilea el hombre que no porta armas y que sale a trabajar más horas de las que vive para que las cuentas cierren. Las de nuestros abuelos, que tienen que hacer malabares para vivir lo que les queda de vida.

El cacerolazo se me hace un susurro del hartazgo que masticamos diariamente en silencio y con cara de porteños sufridos, resignados y amargos cuando nos subimos a un colectivo repleto para viajar como ganado. O cuando nos informan por los altoparlantes de la estación que se cortó el servicio del subte. O cuando nos metemos en un tren desvencijado, con pocos vagones y sin saber cuándo o si llegaremos a destino sanos y salvos. Nos olvidamos pronto de las tragedias, se asignan las responsabilidades, y tenemos que seguir viviendo para rebuscarnos el mango. Por eso, parar la pelota en esta época del año a pura cacerola no está mal, mientras hay más fútbol que nunca para todas y todos, y nuestros jóvenes, a punto de egresar del secundario, asisten en plena semana laboral a sus fiestas de egresados embriagados de permisividad, nocturnidad, más ruido y exceso, para desembarcar al otro día alcoholizados y zombies en sus colegios, con suerte, intentando lograr hacer realidad lo que ya han celebrado, y mientras sus padres tiemblan en casa sin poder dormir, esperándolos, temiendo que les pase como a tantos otros jóvenes que pierden la vida cuando otros jóvenes que no han encontrado su lugar en el mundo los matan de un tiro para quitarles cualquier cosa que tengan de valor, desde un celular o un par de zapatillas hasta el auto. El cacerolazo es un baldazo bullanguero que nos espabila y despierta, al menos, lo hace con la conciencia de que estamos todos en el mismo bote, aunque algunos viajen a la deriva en camarote de lujo, no escuchen, insistan en que el ruido no les quita el sueño y que no les preocupa.

Se protestó por diversas causas. No me detendré en ellas. Ya aporté las propias. Me quedo con el mensaje de una pancarta escrita a mano que rezaba:

"Dejá el micrófono y ponete los auriculares."

Me pareció que este pedido de la gente es de una sensatez poco común en esta sociedad. Y tal vez sea hora de que todos hagamos lo mismo: que dejemos de hablar tanto y nos pongamos a auscultar los signos de estos tiempos para encontrar algún rumbo posible y tal vez más silencioso.

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