jueves, 28 de agosto de 2014

Un viaje en tren



Recientemente realicé un viaje en tren al centro de la ciudad de Buenos Aires un día martes alrededor de las diez de la mañana. Imaginé que ya no sería la hora pico y viajaría algo holgada. Luego de diez minutos de espera en la estación, mi cara se transfiguró al ver lo abarrotado que venía el tren. No podía darme el lujo de esperar al próximo, ya que debía estar de vuelta en casa al mediodía. Así es que tomé aire y me dejé llevar por la marea humana que me subió y me sostuvo todo el trayecto dentro del vagón. No podía asirme de nada. Me encontraba rodeaba de personas que me mantenían firme cuando el tren se meneaba para arrancar, virar o frenar. Y así, sostenida por media docena de seres humanos a mi alrededor, descendí en la estación final, para luego subir al subterráneo y viajar del mismo modo, como las vacas en un camión de transporte de ganado.

La experiencia,  que se repite en esta urbe a diario para millones de personas de diferentes edades y condición social, me recordó una película que había visto hacía ya hace algún tiempo. "La lonchera", o también traducida al español como "Amor a la carta" ("The lunchbox"), un trabajo del joven y novel director Ritesh Batra que ha llegado a festivales internacionales. Esta vista me sorprendió debido a que aprendí datos sumamente interesantes respecto a la cultura hindú. Además, la similitud con el modo de viajar en transporte público con la nuestra en particular me dejó estupefacta.


Uno de los servicios de delivery más eficiente del mundo — estudiado hasta por la Universidad de Harvard debido a su infalibilidad  es justamente el que realizan los llamados Dabbawalas en la India. Estos señores retiran las loncheras casa por casa embalada en un recipiente cilíndrico y metálico, conocido como tiffin, y luego lo llevan en bicicleta, tren y motocicleta hasta su destino final, para ser entregado en mano a quien recibirá el alimento caliente en su trabajo a la una de la tarde. La sabrosa comida suele ser preparada con esmero por las esposas de los trabajadores hindúes, o bien puede ser enviada por alguna casa de comidas que ofrece este beneficio por una tarifa mensual. Este es el caso de Saajan Fernandes (Irrfan Khan), el protagonista masculino, un hombre a punto de retirarse que trabaja como auditor en una dependencia gubernamental de Bombay, llevando la auditoría contable con calculadora, biblioratos, lápices y resaltadores. No hay computadoras a la vista en la amplia oficina, y los trabajadores se sitúan en filas de escritorios bajo ventiladores de techo que los refrescan.


Por su parte Ila (Nimrat Kaur), una ama de casa dedicada, vuelca su sabiduría ancestral con la motivación de reavivar la pasión de su distraído esposo en la preparación de estas comidas con la ayuda de una tía que le provee de especias haciendo descender una canasta por la ventana desde su departamento del piso de arriba, entrega cada mañana el almuerzo a un changarín que lo retira de su casa, envía a su hija en transporte al colegio y espera ansiosa el regreso de su esposo mientras realiza las tareas domésticas para ver si le ha gustado.


Por esas cosas del destino, el infalible sistema falla por una vez, y la lonchera llega a manos del solitario y viudo Fernandes. Así comienza una relación epistolar, dado que en la lonchera vacía viaja también una misiva, en principio, con una opinión sobre la preparación. Luego comienzan a compartir datos acerca de sus vidas, hasta que por fin deciden encontrarse. Como en toda película realista, Fernandes no se aproxima a la joven y bella Ila en el restaurante donde se dan cita ya que se descubre viejo.






Es notable observar cómo comen los hindúes. Sólo utilizan una cuchara con la que vierten los alimentos en una especie de pan plano. Amasan la preparación con los dedos y la manipulan con la mano derecha. Sólo piden un vaso de agua, y no emplean servilleta, sino que se chupan los dedos. El sentido del olfato está presente todo el tiempo, tanto en la preparación como en la degustación del alimento. Los más pobres se contentan simplemente con dos bananas y tal vez un manzana que comen en la calle.

Hay un refrán que reza que el amor entra por el estómago, y en este caso es cierto. A diferencia de otras películas gastronómicas y epistolares, esta cinta tiene la virtud de un final realista y de brindar todo el color, el olor, el bullicio caótico y el inigualable sabor de la India. Y nos deja pensando lo que sabemos aquellos que hemos cocinado unos cuantos estofados: el tren equivocado puede llevarnos a la estación correcta.





A boca de jarro

jueves, 7 de agosto de 2014

De inseguridades y miedos...



En un periódico que se publica en lengua inglesa aquí en Buenos Aires, el "Buenos Aires Herald", encontré una breve nota el domingo pasado acerca de la estupenda actriz británica Helen Mirren, galardonada con el Oscar en el 2006 por su actuación protagónica en "The Queen ("La Reina"). Resulta interesante la pregunta que esta talentosa mujer — con cuarenta y cinco años de trayectoria en la actuación y casi setenta de vida — se hace a sí misma: "¿Puede Helen Mirren olvidarse de actuar?" Ese es precisamente el título del artículo y lo que me atrapó para leerlo completo.

Lo que le sucede a Helen es que cuando se toma un tiempo libre entre proyecto y proyecto siente que se ha olvidado de actuar. Luego aclara que ni bien comienza a trabajar en un nuevo personaje, se da cuenta de que este es su oficio, y el proceso se pone en marcha. Por estos días se estrenará en la Argentina "The Hundred-Foot Journey" ("Un viaje de diez metros"), una vista en la cual interpreta a la propietaria y regente de un restaurante francés. En la piel de Madame Mallory, Mirren preside la cocina de su casa de comidas  una de las más celebres de Francia y galardonada por la Guía Michelin  sin hacer concesiones a sus cocineros. Producida nada menos que por Stephen Spielberg y Oprah Winfrey, y dirigida por Lasse Hallstram, la película le concedió a la actriz la posibilidad de hacer un sueño realidad: el de ser una actriz francesa en un entorno idílico en el sur de Francia que compara con una postal.

Admito que me sentí identificada con esta duda que asalta a Mirren. Cuando pasa el tiempo y no me dedico a escribir, también me sucede que temo haber olvidado cómo hacerlo con cierta destreza que creía tener. Últimamente las entradas de este blog se han espaciado, y he decidido publicar con menor asiduidad. Resultaba un tanto adictivo y absorbente hacerlo con la frecuencia del año pasado, y he tomado la decisión de abocarme más a la vida real. También pasaba que la vida virtual tomaba las dimensiones de una realidad con el ensueño de cierta fantasiosa proyección, y tomé conciencia de que tal cosa no sucede. Se trata de un pasatiempo sin mayor trascendencia. Vivía obsesionada con el número de visitas, comentarios y la repercusión que mis escritos lograban en la red.

Cuando tomé distancia y comencé a poner atención en el trabajo de otros autores de bitácoras a quienes sigo, experimenté el mismo sentimiento que esta actriz confiesa padecer: el de admirar los escritos de otros y temer que mi propia habilidad de ejecutar eficientemente, interesar y entretener se hubiese esfumado. Por otra parte, la realidad familiar ha cambiado notablemente, y el entorno social se ha puesto algo espeso. Resulta difícil encontrar tiempo e inspiración en este contexto. Aunque a veces pienso que sólo se trata de miedo y una enorme inseguridad que se ha convertido en marca personal en varios aspectos, una maroma que me embarga y paraliza más de lo que deseo. Ya no me siento chef en mi propia cocina, y en la cocina de la realidad no logro estar en mi salsa. Así están las cosas en este 2014 al cual le queda poco. Veremos la película con gusto y veremos qué plato nos depara esta maravillosa actriz.

A boca de jarro

lunes, 14 de julio de 2014

El día después

Argentina llora la derrota en el Maracaná

Los argentinos somos así, triunfalistas, soñadores, estamos ávidos de una alegría, y nos habíamos ilusionado con ganar esta Copa Mundial de la FIFA 2014. Un segundo puesto no viene nada mal tomando en cuenta que en tantos otros aspectos mucho más relevantes que el fútbol siempre salimos cola. Sin embargo, resultó poco menos que una tragedia griega no derrotar a Alemania en la Final. Ante todo, lo fue para los propios protagonistas del juego, tal como se evidenció por televisión en los rostros sollozantes y angustiados de los jugadores de la selección argentina. Lo fue también para gran parte de nosotros. Sin ir más lejos, en casa hubo que consolar a dos chicos grandes ya que se tiraron al piso, lloraron, dieron portazos, y hasta tiraron la camiseta que llevaban puesta desde hacía un mes en el cesto de la ropa para lavar.

Personalmente, el día después del sueño con el cual inclusive yo misma fantaseé, creo que así como terminó, la cosa es mejor para todos. Hoy volvemos a caer en la realidad. Nos encontramos con el país que somos y tenemos, que sale subcampeón en nada más que el fútbol, aunque tampoco esto nos termine de conformar.

Los periodistas especializados en el tema se la han pasado las últimas horas analizando las causas de la derrota argentina y la actuación de Leo Messi, de quien se esperaba tantísimo más. Se debate, además, el esquema planteado por el técnico Sabella, el factor cansancio, la suerte y demás yerbas. Lo cierto es que perdimos un partido de fútbol simplemente. No ha ocurrido ninguna tragedia, salvando — claro está — aquellos que murieron en accidentes fatales estando en Brasil antes y durante el campeonato.

Hoy se ven las banderas aún colgando de los balcones de mi barrio. Las prendas albicelestes que hasta ayer se vendían como pan caliente quedarán en los armarios hasta el próximo amistoso, donde se esperará una revancha. Las vuvuzelas se hicieron oír tímidamente hasta ayer después del partido en las calles porteñas, a pesar de que en el obelisco se congregaron unos cuantos miles de seres a celebrar el segundo puesto. Lamentablemente, el festejo acabó en desmanes causados por un grupo de desaforados que intentaron saquear comercios. El resultado arroja una cifra incierta de detenidos, quince policías heridos, luego de disparos, destrozos y caos en el microcentro. 


El día después me ha retrotraído a aquel en que Argentina salió campeón en 1978. Recuerdo haber salido a las calles con cacerolas, y sentir que tocábamos el cielo con las manos, ignorando absolutamente todo lo que sucedía a nuestro alrededor. Por entonces, tenía sólo diez años, pero a los adultos también los embriagó aquella victoria local  una embriaguez peligrosa en momentos que se hacía necesario tener la mente bien alerta, como lo es necesario hoy. El patrioterismo que envuelve a estas epopeyas deportivas y comerciales ha demostrado hacernos daño, brindándonos una momentánea y falsa sensación de bienestar.


Habiendo atestiguado nueve campeonatos mundiales en los cuales Argentina disputó cuatro finales, me quedo con la impresión de que ganan los equipos, no los individuos, por más renombre que tengan. El equipo del 78 estaba conformado mayormente por hombres que jugaban en clubes locales, y por lo tanto se conocían de memoria gracias a jugar unos contra otros domingo tras domingo. Los muchachos de hoy, en cambio, gozan de un estado físico admirable, ganan fortunas, pero viven y juegan en el exterior. Cuando se reúnen en el estadio parece que no se entienden, no se conectan, y así es como el juego no termina de fluir. Han sido recibidos con bombos y platillos, pasarán unos días aquí junto a sus familiares, descansando y bajando el trago amargo, para finalmente volver a la diáspora. Rescato lo que han dejado en la cancha, y aunque me hubiese gustado seguir entonando los cánticos que el ingenio popular ha sabido crear, estimo que lo que sucedió ayer fue lo mejor que nos podía pasar, no sin confesar que es arduo tener que vivir el día después.





A boca de jarro
(Dedicado especialmente a Julia)

miércoles, 9 de abril de 2014

Ese es José

Edvard Munch, "Rostros desde la sombra", (1889-1908)

   Había visto a José varias veces por la calle durante el verano. Una tarde de domingo, pasé casualmente por la puerta del hospital, y ahí estaba, apoyado junto a la puerta de guardia, fumando la larga espera en la que lo tiene sumido la enfermedad de su esposa, Rosana. Otro día lo vi entrado el ocaso, caminando a paso lento, dirigiéndose a la estación de tren que lo lleva a casa al final de cada jornada. Todos los días son iguales para José. Viene desde la periferia de la ciudad a cuidar a Rosana, que hace meses que ya no lo conoce. Su figura parece haberse fundido con el universo del hospital, como una columna más, siempre de pie junto a la cama, o deambulando por los pasillos como un enfermero cansado.

Es un hombre menudo y bajito, y perdió algo de peso con el correr de los meses. Viste siempre las mismas prendas: una camisa de trabajo, un par de jeans gastados y zapatillas de lona negras. Tapa su pelo entrecano con una gorrita azul, pero nada oculta la tristeza que emana de sus ojos al ver como se apaga la vida de su mujer, que aparenta ser bastante más joven que él. Es apenas una sombra de lo que fue cuando la trajo a Rosana con la esperanza de que sanara.

Cuando empecé a visitarlo, venían las hijas a pintarle las uñas y a peinar a su madre. Ahora no queda pelo para peinar, y las manos de Rosana se encuentran atadas a la cama. Hablo poco con él. Es algo esquivo e inquieto. Creo que no comprende cómo se puede resistir tanto tiempo a un mal tan doloroso y profundo. Está entregado, y, sin embargo, no cuestiona nada. Clava la mirada en el piso y asiente con la cabeza en obediente aceptación de la voluntad de la naturaleza. A todo cuanto le digo para infundirle ánimo, asiente, aunque no parece escuchar. José sólo tiene oídos para Rosana, sólo tiene ojos para lo que queda de ella. Desea que cese el sufrimiento, y, al mismo tiempo, se aferra a esa mujer con la poca fortaleza que aún le queda. 

¿Qué sentido tienen las palabras? Mejor una mano sobre su hombro y una palmada en la espalda. Mejor que este calvario se acabe pronto para los dos, para que José pueda volver a casa a seguir trabajando, levantándose temprano para ir a alguna obra en construcción a hacerse de unos pesos como albañil, aunque ya nunca nada sea lo mismo que antes. Es uno de esos seres pequeños y fuertes que se llegan a licuar en el entorno. Un sobreviviente. Ese es José.

A boca de jarro

jueves, 3 de abril de 2014

Efemérides personal

"Under One Umbrella", Leonid Fremov.
Hay días que quedan marcados a fuego en la memoria y el corazón aunque hayan sido bautizados con agua. Un día como hoy, pero hace ya veinte y un años, conocí a mi compañero de vida, al padre de mis dos hijos, al hombre que elegí para amar y fundar esta hermosa familia que formamos juntos. Mucho se habla y se escribe acerca del amor, y, aunque suene a lugar común, el amor es un trabajo cotidiano. Así lo hemos ido llevando a lo largo de dos décadas y un año más ya.

Era una sábado gris y lluvioso en Buenos Aires, tal como suelen presentarse estos primeros días del otoño porteño. Me habían invitado al cumpleaños del novio de una compañera de trabajo, y casi no tenía ganas de salir de casa, dada la fuerte tormenta que se presentó aquella noche. Me vestí con un saquito de hilo nuevo y unas botas que él aún recuerda. Me subí al colectivo, y con dudas acerca de cuánto me iba a divertir, fui de todos modos a aquella reunión en un departamento del barrio de Belgrano que los flamantes propietarios estaban amueblando para casarse.

Cuando sonó el timbre y se abrió la puerta, lo vi parado en el pasillo detrás de sus anteojos y enfundado en un impermeable largo, tan largo como su figura, que poco tenía que ver la con la mía, ya que entonces me elevaba a tan sólo un metro cincuenta y seis del piso, igual que hoy. Y al momento de cruzarse nuestras miradas, supe que él era la persona que había estado buscando por tantos años.

Fue una noche de miradas tímidas y pocas palabras. Al despedirnos bajo la lluvia, sentí que desde entonces habría un antes y un después en mi vida, y que ya nada volvería a ser lo que había sido hasta entonces. Esa noche me quedé a dormir en lo de una amiga. No hizo falta decirle nada. Era evidente que había quedado absolutamente flechada, y apenas pude pegar un ojo. Cuando llegué a casa, a la tarde del día del siguiente, mi mamá me preguntó cómo me había ido, y le contesté, convencida, que había conocido al hombre de mi vida.

Al principio se organizaron algunas salidas grupales porque era un tímido sin remedio. Poco a poco, fue decantando solo que estábamos hechos el uno para el otro. No fue un noviazgo sencillo, ya que vivíamos en dos puntas distantes de la ciudad, y había que viajar largo para poder vernos. Además trabajábamos mucho los dos por aquellos tiempos. Hacíamos huequitos en las noches de semana para vernos después del trabajo, aunque al día siguiente él tuviese que madrugar y se muriera de sueño. Los fines de semana nos quedábamos a dormir en la casa de uno o de otro para poder estar juntos. Fueron tiempos felices y de proyectos, el despertar del enamoramiento, el ir conociéndonos en profundidad, hasta llegar ambos a la convicción de que pasaríamos el resto de nuestras vidas juntos.

Nos casamos tres años después, un día de la primavera, bajo una lluvia torrencial. La lluvia siempre marcó nuestros más intensos momentos: cómplice y compañera, nos acompaña hasta hoy como un manantial de bendición. Ayer también se cumplió un año del día que mi comedor se inundó con una de esas tormentas que suelen sorprendernos. Él estaba de viaje, y me recordaba que tuve la suficiente entereza para sacar el agua de casa a baldazo limpio, asistida por nuestros hijos y por mis padres. 

Hoy, temprano por la mañana, antes de preparar el desayuno para toda la familia, cambié mecánicamente la fecha en el calendario que tenemos hace años colgado en la cocina para marcar el paso de los días. Pero fue él y no yo quien recordó y brindó con mi taza de café con leche por un aniversario más. Tiene una memoria de elefante y no se le escapa ninguna fecha.

Son estas las efemérides que realmente importan en la vida. Estos días que nos hacen caer en la cuenta de que el tiempo pasa, y de que, aunque vamos cambiando, hay cosas que resultan inamovibles y firmes como una roca. Hemos pasado por tantos momentos plenos y yermos que ya no concebimos la vida el uno sin el otro. Esta efemérides personal se la dedico a él, mi lector más fiel y profundo, mi editor vital, el que guía y cuida de mi existencia, el que me expulsa de los desiertos y corre detrás de mí en los valles, la persona que ha hecho que mi vida sea fecunda y plena a través de los hijos que criamos con amor y dedicación, el que me empuja cada mañana para salir adelante buscando de mi mano un camino para seguir apostando por esta vida que hemos creado juntos y que continuamos haciendo nueva cada mañana.

A boca de jarro

miércoles, 26 de marzo de 2014

Desiertos existenciales




Camellos caminando en el desierto

"Lo que embellece el desierto es que esconde un pozo en alguna parte." 

Antoine de Saint Exupéry, El Principito.


Los desiertos existenciales se transitan en todos los planos: en el afectivo y vincular, en el vocacional y hasta en el de la fe. Sin transitarlos de tanto en tanto no hay crecimiento posible ni madurez. Requieren de una templanza enorme ante la ansiedad que asedia. Son etapas de despojo de viejos roles con los cuales nos sentíamos fuertemente identificados, tiempos en los que se hace necesario discriminar lo esencial de lo superfluo para seguir camino más aligerados. Resulta, además, necesario tener en claro que se trata de un lugar de paso. Aun así, en este estado, se conecta profundamente con nuestra propia fragilidad, transitoriedad y hasta con un sentir de cierta indigencia, que también tiene que ver con lo que se vive en el mundo del afuera, aunque la sensación proviene primordialmente del interior.

En la literatura, abundan las historias que se enmarcan en el contexto del desierto. El ejemplo más relevante lo hallo en El Principito, una obra que erróneamente ha sido catalogada como literatura infantil, y, sin embargo, se puede leer cientos de veces y encontrarle nuevos significados. Es lo que podría considerarse literatura iniciática, ya que en ella el protagonista es introducido en un camino de aprendizaje y maduración arduo donde confluyen tanto la acción como la contemplación. En ese periplo se van descubriendo los anhelos profundos del corazón humano y se llega a resignificar el sentido mismo de la vida, la amistad y el amor.

La Biblia es, sin dudas, el libro donde más abundan historias que se desarrollan en medio del desierto. Los desiertos bíblicos son variados, tanto en cantidad como en simbolismo, de igual modo para los profetas del Antiguo Testamento 
 quienes lo vincularon con el derrotero del pueblo de Israel , como para el mismo Jesucristo. En tiempo cuaresmal, los cristianos recordamos los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto ayunando y orando. Aunque mucho más fructífero que la acción en este lugar de retiro del bullicio mundano es la introspección que trae como consecuencia el encuentro con uno mismo. Para cualquier mortal el aislarse para estar a solas con uno mismo puede significar enfrentarse a lo peor del propio corazón, y así, ser capaces de sanarlo.

Hay una figura singular que subyuga como ejemplo del despojo desértico: el místico contemplativo Charles de Foucauld (1858-1916). Habiendo nacido en el seno de la aristocracia, experimentó una fuerte experiencia de conversión que lo llevó a vivir la pobreza radical como ermitaño en pleno corazón del desierto del Sahara. Su misión principal consistió en combatir  "la monstruosidad de la esclavitud" en África. Convivió con los bereberes, desarrollando un ministerio nuevo. Su premisa era el ejemplo y no el discurso, por lo cual estudió la cultura  de los tuaregs durante más de doce años y tradujo el Evangelio a sus lenguas. Su oración de abandono absoluto a la voluntad de Dios siempre me ha impresionado:



Padre, me pongo en tus manos,

haz de mí lo que quieras,

sea lo que sea, te doy las gracias.
Estoy dispuesto a todo,

lo acepto todo,

con tal que tu voluntad se cumpla en mí,

y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Padre.
Te confío mi alma,

te la doy con todo el amor

de que soy capaz,

porque te amo.
Y necesito darme,

ponerme en tus manos sin medida,

con una infinita confianza,

porque Tú eres mi Padre.
Desearía que mi fe fuese tan fuerte como para entregar mi destino en las manos de alguien de ese modo. Lo cierto es que, por estos días, transito en el desierto sin lograr descubrir dónde se esconde ese pozo de agua que lo convierta en un lugar de belleza y pleno de sentido. Seguiremos caminando sin brújula y haciendo introspección, pero con la firme esperanza de emerger de este desierto existencial.
A boca de jarro

martes, 18 de marzo de 2014

El sordo



Anciano en pena (En el umbral de la eternidad), Vincent Van Gogh

Se entendían con sólo mirarse. Él sabía exactamente lo que ella iba a decirle apenas salieran del cuarto, y ella, lo que estaba pensando su hermano mayor ante la escena que gravemente contemplaba. Hacía años ya que ambos sabían bien que su padre nunca sería el mismo de antes sin su Perla, por más que ellos hubieran hecho esfuerzos sobrehumanos por consolarlo y acompañarlo desde que su madre murió sorpresivamente aquel verano del 2001.

Cuentan las chusmas del barrio que el sordo, tal como lo llamábamos todos, era pintón, y que andaba de acá para allá con su señora del brazo, los dos bien emperifollados y perfumados. Cuando nos mudamos, Perla ya no estaba, y el sordo era apenas una sombra que salía dos o tres veces por día de su casa. La primera, a la mañana, a barrer la vereda y a cuidar de las plantas del cantero alrededor del árbol en la puerta de su departamento alquilado. La segunda, a comprar comida hecha en la rotisería de Marta. Nunca se las había arreglado para cocinar desde que su mujer murió, y Marta le preparaba lo que le gustaba con poca sal y le daba algo de charla. Esa era toda su comida del día. Por la tarde, salía a dar una última vuelta a la manzana, y luego se encerraba antes de que cayera el sol. Los vecinos de la propiedad horizontal en la que penaba los días se quejaban de que se quedaba hasta altas horas de la noche escuchando la radio a todo volumen. Era evidente que al sordo lo carcomía el insomnio desde que enviudó.

Una vuelta me lo encontré en el supermercado de la china, comprando yerba, azúcar y unos bizcochos para el mate, y me preguntó alarmado si los precios estaban bien. Andaba desorientado con los aumentos de estos últimos meses.

Hace unas semanas me tocó el timbre un mediodía. Con lágrimas en los ojos, me decía, con su característica voz aguda y entrecortada, que se había dejado la llave adentro, mientras un taxi lo esperaba para llevarlo a lo del médico. Me preguntaba si yo por casualidad tendría una escalera y un palo de escoba largo para abrir la puerta desde afuera cuando regresara. Intenté tranquilizarlo, pero continuaba sollozando. El sordo se daba cuenta de que ahora empezaba a hacerle jugarretas la falta de memoria que suele golpear a las personas de edad avanzada.

Cuando regresó, teníamos en casa todos los elementos listos para auxiliarlo, pero entonces recordó que siempre dejaba una llave escondida en una maceta sobre su medianera, y que no haría falta realizar ninguna maniobra extraña para que pudiese entrar. Me agradeció el intento de ayuda estrechándome la mano. Ese fue nuestro último contacto.

Un fin de semana de estos vinieron con un camión a retirar todos sus muebles unas personas desconocidas. Sacaron a la vereda su enorme cama de hierro y la desguazaron a martillazo limpio acá en la esquina, sin piedad. Salieron varias macetas rotas con plantas secas, y finalmente emergieron sus hijos, que se fueron rápidamente sin despedirse ni dar aviso de nada. Poco se los veía venir a visitar a su padre últimamente.

Supongo que al pobre sordo se lo llevaron a algún hogar de ancianos de por acá. Esa misma tarde vino a buscarlo un señor mayor de la vuelta que siempre lo animaba a salir a dar un paseo en su compañía. Estuvo un rato esperando alguna respuesta, pero nadie salió a darle siquiera una explicación. Me asomé tímidamente por la ventana, y le expliqué lo poco que sabía acerca de la situación. Se fue él también, algo cabizbajo y a paso lento, lamentando la pérdida del único amigo próximo a su edad que le quedaba a tiro. Quizás se quedó pensando que la enfermedad siempre nos devela la ineludible realidad: hay cosas que es mejor no oír, y otras que es preferible olvidar.

A boca de jarro

domingo, 9 de marzo de 2014

Sombra que asombras



Esta semana recibí un mensaje a través del formulario de contacto que me tuvo conmovida e investigando todos estos días. Se trata de un miembro de mi propia familia que comparte mis mismas inquietudes y búsquedas sobre nuestras raíces, de quien tengo apenas un vago recuerdo, algo así como una especie de primo tercero, argentino de nacimiento, Pablo, el nieto de un hermano de mi abuela paterna, Emilio, a quien tampoco logro recordar con claridad. Me dice que sabe bien sobre los desencuentros inexplicables de nuestra familia oriunda de Vivero, y que él también viajó allí, trece años antes que yo, a indagar en aquellos lugares de los que él había escuchado hablar a nuestras tías abuelas tantas veces, para echar luz sobre esas distancias que se suelen dar en en el seno de tantas familias, pero que parece que se reconcilian cuando por fin se logra dar con esa raíz identitaria que sentimos desenterrar en un puño en el terruño, y que permite que nos entendamos un poco mejor a nosotros mismos.

Buscando información acerca de nuestro bisabuelo vino a parar al jarro, y se encontró con la entrada en la cual nombro a Juan Latorre Capón y rindo un homenaje a la poesía de Rosalía de Castro. Se confiesa un enamorado de esos poemas, ya que  como él mismo explica , siente que esa negra sombra está presente en nosotros también. Y me cuenta que este hombre fue el fundador de las bandas municipales de Vivero y Ribadeo, además de ejercer como maestro de escuela nocturna para los obreros y mineros que no tenían otra chance de educación en aquellos tiempos y de colaborar con la edificación del asilo de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, donde fue a ser atendida durante sus últimos días una de sus hijas. Llegó a ser amigo de grandes personalidades de la época, como es el caso del afamado médico madrileño Gregorio Marañón, quien, según las fuentes, llegó a trascender como endocrinólogo, científico, historiador, escritor y pensador, un académico de cinco de las ocho Reales Academias de España.
Como ya sabía yo, este don Juan Latorre fue un hombre muy afable y apreciado por su exquisito trato con las personas, así como enemigo de todo tipo de violencia verbal y física para con su familia. Ese era su lado luminoso. Su sombra lo convirtió en un "Don Juan Tenorio". Parece ser que tuvo una hija de la que nadie en mi familia sabía a los 23 años, de cuya existencia Pablo se enteró hurgando en los registros electrónicos de la parroquia San Pedro de Lugo. Pablo sabe tan bien como yo que, antes de que naciera una de las hermanas menores de mi abuela, mi bisabuelo tuvo un romance con la cocinera familiar, cuyo fruto fue una hija. Mi bisabuela  quien al decir de Pablo, fue una  mujer difícil , estaba al tanto de todo, a punto tal, que tuvo intención de dejarlo. Esto finalmente le fue prohibido por su propia madre, dado que estamos hablando de una mujer que vivió en el 1900. Si bien la relación entre ellos se deterioró, mi bisabuela llevó luto luego del fallecimiento de su esposo hasta el día de su propia muerte en 1945, ya en la Argentina. Mi papá la recuerda como una abuela tierna y afectuosa, y aún guarda en su memoria el perfume de su piel cuando dormía la siesta en su cama.
Es apasionante ver como las piezas que Pablo me aporta van dando forma a una historia que me acerca aun más a todo lo que mi visita al pueblo me dejó. La versión original del poema "Negra Sombra" de Rosalía de Castro fue musicalizada por vez primera por un tal Juan Montes Capón, tío y tutor de nuestro bisabuelo Juan, y primo segundo de nuestra bisabuela. En su paso por Vivero, Pablo se acercó a una librería a comprar los escritos de Nicomedes Pastor Díaz, príncipe del Romanticismo español, y al dar con un tomo de su biografía, descubrió que había sido escrita por otro pariente nuestro, Enrique Chao Espina, escritor, pintor y nadador amateur en las aguas de la ría y del Landro, quien fue forzado por su familia a hacerse sacerdote, a pesar de estar perdidamente enamorado de mi propia abuela, que solía hablar de aquel pretendiente a quien desairó por mi abuelo Jesús. Una de las mujeres que atendió a Pablo en la librería del pueblo había sido la última alumna de música de nuestro bisabuelo Juan, y se avino a contestar todas sus preguntas al enterarse de su parentesco con aquel hombre que fue significativo en su vida.

Enrique Chao Espina y parte de su obra

Todo esto no hace más que confirmar que el trazado del árbol familiar es una tarea que despierta interés en muchos, ya que al descubrir esos secretos acerca de nuestros ancestros ganamos conocimiento sobre quienes somos en esencia y sobre el devenir de la historia personal de los frutos de nuestro árbol genealógico. Son hallazgos que nos conducen a la médula de nuestro ser esencial, y no hacen más que confirmar que la negra sombra que a todos nos envuelve guarda luz que siempre asombra en su inefable sustancia.

A boca de jarro

viernes, 28 de febrero de 2014

"Philomena": El poder del perdón

Protagonistas: Judi Dench como Philomena y Steve Coogan como Martin


"Philomena" es una película que ilustra el poder del perdón, basada en el libro escrito por el periodista y presentador mediático británico Martin Sixsmith The Lost Child of Philomena Lee, (El hijo perdido de Philomena Lee). Su director, Stephen Frears, se encarga de narrar el drama de una mujer irlandesa que, tras quedar embaraza siendo una adolescente, es enviada a vivir a un orfanato en Roscrea, Irlanda, regenteado por monjas Católicas. Allí da a luz a su hijo, Anthony, en un parto de nalgas traumático y desgarrador, sin la administración de ningún tipo de anestésico, asistida rudimentaria y cruelmente por las hermanas, que determinan que en adelante la chica sólo verá a su hijo una hora diaria, y durante el resto del día se dedicará a pagar por "el pecado cometido" en la lavandería del convento, mientras ellas, a cambio, se ocuparán de alimentar y cuidar de su hijo. Finalmente, como era costumbre del lugar, las monjas venden en adopción a Anthony a una pareja norteamericana, hecho que Philomena no logra superar nunca, y al cual se había visto forzada a aceptar firmando unos papeles que ceden sus derechos maternos sobre el niño de apenas tres años de edad. Lo único que se le otorga a escondidas es una fotografía del chico tomada por una monja piadosa durante su estadía en la guardería.

Cincuenta años más tarde, y habiéndole confesado a su hija que no pasa un día sin recordar a su perdido hijo varón, el destino cruza las vidas de Philomena y Martin, devenido en ex corresponsal extranjero de la BBC y antiguo director de comunicaciones del gobierno de Tony Blair, quien acaba de ser desairado como asesor por el partido Laborista. Sin demasiado interés en ahondar en una historia humanitaria, Martin hace uso de su tiempo libre e intenta combatir su depresión embarcándose en un viaje junto a Philomena que arranca en Irlanda, sin demasiada suerte, y culmina en los Estados Unidos, para indagar y eventualmente dar con el paradero de Anthony.

Allí se llega a desenterrar la verdad. Anthony había sido tomado en adoptación por el matrimonio Hess, quien lo rebautizó como Michael Hess, y luego de haber llegado a encumbrarse como figura política de la administración Reagan, muere de Sida en 1995.  Es allí donde también la madre logra reunir diversos testimonios de personas significativas del entorno de Anthony, tener acceso a imágenes de su vida, así como a descubrir que su hijo pidió como última voluntad ser enterrado en su tierra natal por el deseo de unirse a su madre, a quien había vuelto a buscar como adulto agonizante.

Es entonces cuando se destapa la mentira y el encubrimiento de información por parte de las monjas del convento, tanto para con la madre como para con su hijo. Philomena regresa a Roscrea a cerrar su periplo frente a la tumba de su hijo y a encontrar la paz que buscó a lo largo de sus días. En esta historia de viaje circular, Philomena es quien logra perdonar a quien le ha infligido un mal, mientras que la monja que había tomado las riendas del asunto no logra arrepentirse de lo que ha hecho. 

La historia pone sobre el tapete un tema candente y de actualidad, simplemente contraponiendo los hechos: el accionar de distintos actores de la Iglesia Católica. Por un lado, la doble moral de estas monjas y de las instituciones sociales de adopción, y, por el otro, la actitud de no juzgar y perdonar de una simple mujer de fe, víctima de la mentira y la maldad. Son precisamente cuestiones tan cruciales como esta las que está revisando la cabeza visible de la Iglesia por estos días. La actitud dogmática y fundamentalista de muchos enfrentada al ejercicio del verdadero Cristianismo, cuya premisa básica es el amor y la misericordia. Philomena alcanza eventualmente el liberador poder del perdón que le permite aceptar su historia y seguir adelante, habiendo logrado cerrar las heridas de un pasado lleno de interrogantes al cual ya no quedará anclada.

A sus ochenta años, la verdadera Philomena Lee llegó hasta el propio Papa Francisco acompañada de su hija y de Steve Coogan, coprotagonista, coguionista y productor de la película nominada a cuatro premios Oscar. El grupo viajó hasta Roma en representación del proyecto que la misma mujer fundó: The Philomena Project.  Se trata de una campaña que insta al gobierno irlandés a promulgar una ley que abra los archivos de adopción que a ella misma le fueron ocultados y que posibilite la reunión de aquellas madres a quienes se les arrancaron sus hijos a través de adopciones forzadas.

Es destacable la actuación de la inigualable Judi Dench, la dirección de Frears ("Dangerous Liaisons", "The Queen", entre otras), así como el guión, especialmente adaptado por Steeve Coogan y Jeff Pope a esta historia llena de reverberencias humanas y basada en hechos reales.

A boca de jarro

viernes, 21 de febrero de 2014

Sopor olímpico

Curling en Sochi
La busqué por todas partes esta semana. Me distraje un poco cuando me puse a revolver los placares de los chicos para hacerles probar los uniformes escolares. Resulta que, en apenas tres meses, toda la ropa les queda chica. Hubo que salir de compras para renovar toda la vestimenta que necesitan para el nuevo año escolar que se nos viene encima. Entre días nublados y chaparrones aislados, fuimos de aquí para allá, comprando los pantalones, las remeras, las camperas deportivas, los zapatos y las zapatillas que se probaron a desgano. Las madres nos apoyábamos sobre mostradores abarrotados, mientras los chicos hacían fila para meterse en los probadores, y  casi con temor, consultábamos los nuevos precios de toda la mercadería. 

Una mujer preguntó el valor de un pantalón de gabardina gris para su hijo varón. Cuando la vendedora se lo sopló bajito, la buena señora se llevó las manos a los ojos, se los cubrió, luego los abrió y se encontró con mi mirada, tan desconcertada y resignada como la suya. Estamos gastando más que el doble que hace un año en nada más que la indumentaria que los chicos necesitan para comenzar el año escolar, y ya nos entendemos con apenas una mirada de desolación, aunque todavía no hemos siquiera pasado por las librerías.


Así fueron pasando los días. Volvíamos a casa con hambre y cansados de tanto andar, un poco fastidiados por la humedad y los mosquitos, que no nos dan tregua por estos días. Me ponía a hacer las gratas tareas de la casa y la comida, y caía rendida sobre el sofá ya hacia el fin de la jornada. Encendía el televisor para distraerme un poco de tanta realidad, y me encontraba con las noticias de todos los días, que sin duda no ayudan en lo más mínimo a encontrar eso que andaba buscando desde el principio de la semana.


En los noticieros locales, además de las noticias de rutina y el pronóstico meteorológico, estuvieron pasando un bloque diario de imágenes de los Juegos Olímpicos de Invierno 2014, que se llevan a cabo en la ciudad rusa de Sochi. El favorito localmente parece ser una disciplina a la cual de deporte le veo bastante poco, aunque 
 según todos los expertos que salen a opinar por televisión , se trata de una actividad muy arraigada en lugares como Escocia, Canadá y los países nórdicos. Le llaman curling, y consiste en empilcharse de primera para deslizar una especie de pava pesada sobre el hielo, mientras otros dos participantes, que asisten al lanzador, barren la superficie sobre la cual se desliza la bola de veinte kilos para que llegue más lejos que las que arrojan sus competidores. Es como una versión del tejo que los jubilados juegan en las plazas, los clubes y las playas argentinas, siempre que pueden irse de vacaciones, y en musculosa y alpargatas.

Ver este tipo de actividad por televisión me producía un sopor olímpico tal que ya no pude lograr encontrar aquello que había empezado a buscar a principio de la semana. Dicen que el deporte favorito de los argentinos es la queja, y es muy posible que tengan razón, a pesar de que motivos no nos faltan. Finalmente, entendí por qué tantos rusos se han dedicado a visitar mi blog durante esta última semana. El curling debe aburrirlos tanto como le aburre a esta argentina quejosa que no logró encontrar la inspiración que estuvo buscando toda la semana para escribir otra entrada mas que esta. Esperemos que regrese pronto por el bien de todos.


A boca de jarro

jueves, 13 de febrero de 2014

En el umbral de la sombra

Banda Municipal 1904. Director Baldomero Latorre Capón


Es curioso como los sedimentos que deja un viaje se van reordenando como un juego de puzzle que es el que se fue a destino a tratar de terminar de armar, aún tiempo después del regreso. Cuando me fui a la tierra de mis abuelos paternos, esperaba encontrar algunas piezas que no estaban del todo bien colocadas en el entramado del mapa familiar. Había ciertas leyendas flotando que tenía que comprobar por mi misma para determinar de dónde vengo y quiénes fueron esos seres que me trasmitieron la vida, y que siempre creí que explican en gran parte quién soy. Me habían advertido que no iba a encontrar todo lo que buscaba, aunque lo que sí encontré justifica ampliamente el haber viajado. Pero intuyo que las piezas de algún modo nunca se van a terminar de acomodar. Siempre se está en el umbral de la esencia identitaria, siempre asoma la sombra de quien se podría haber sido y no se es, y es así como el viaje continúa.

Durante años pensé equivocadamente que la estatua de ese caballero en pleno casco histórico de Vivero era la de mi bisabuelo, Juan Latorre Capón, primer director de la Banda Municipal de esa ciudad y director de la Banda de Exploradores, cuyo fallecimiento quedó documentado en un recorte que conservo del Heraldo de Vivero del 25 de enero de 2002 réplica de una extenso obituario fechado el 5 de agosto de 1933 —,  dedicado a la muerte de este "Músico completísimo y maestro de varias generaciones, pues aunque no era de Vivero, llevaba unos 33 años dedicado en esta ciudad a la enseñanza, y rara era la casa en donde no haya discípulos del finado."


Plaza del Ayuntamiento de Vivero

Lo que encontré en su lugar fue un monumento al poeta, periodista y destacado político vivariense, importante exponente del Romanticismo y del movimiento denominado Rexurdimento, Nicomedes Pastor Díaz. Y lo que imaginaba ser la batuta de mi bisabuelo era en verdad la pluma de este excelso poeta gallego obsesionado por el amor, la muerte, la soledad y la belleza natural de su tierra natal y del mar. Al informarme sobre Pastor Díaz, llego a descubrir su influencia sobre otros poetas, como Gustavo Adolfo Bécquer, a quien sí conocía. Pero el mayor hallazgo al que me conduce la pluma de Pastor Díaz es a la honda belleza de la poesía de Rosalía de Castro, nacida en Santiago de Compostela en 1837, y considerada   a la par de Bécquer  como "la precursora de la Modernidad e iniciadora de una nueva métrica castellana".

Más allá de los escasos datos biográficos y los detalles íntimos de una vida,  me impactan dos poemas escritos por esta mujer. Y los comparto como corolario de una búsqueda identitaria en la cual seguiré hurgando en el umbral de la sombra.



"Meditación en el umbral"

No, no es la solución
tirarse bajo un tren como Ana de Tolstoy
ni apurar el arsénico de Madame Bovary
ni aguardar a los páramos de Ávila la visita
del ángel con venablo
antes de liarse el manto a la cabeza
y comenzar a actuar.
Ni concluir las leyes geométricas, contando
las vigas de la celda de castigo
como lo hizo Sor Juana, no es la solución
escribir, mientras llegan las visitas,
en la sala de estar de la familia Austen
ni encerrarse en el ático
de alguna residencia de la Nueva Ingalterra
y soñar, con la Biblia de Dickinson, 
debajo de una almohada de soltera.
Debe haber otro modo de que no se llame Safo
ni Mesalina ni María Egipciacia
ni Magadalena ni Clemencia Isaura.
Otro modo de ser humano y libre.
Otro modo de ser.



"Negra Sombra"

Cuando pienso que te fuiste,
negra sombra que me asombras,
a los pies de mis cabezales, 
tornas haciéndome mofa.

Cuando imagino que te has ido,
en el mismo sol te me muestras, 
y eres la estrella que brilla,
 y eres el viento que zumba.

Si cantan, eres tú que cantas, 
si lloran, eres tú que lloras,
y eres el murmullo del río
y eres la noche y la aurora.

En todo estás y tú eres todo, 
para mi y en mi misma moras,
ni me abandonarás nunca
sombra que siempre me asombras.





Rosalía de Castro: Negra Sombra




A boca de jarro

viernes, 7 de febrero de 2014

Acompañar desde el silencio

Se habla demasiado. Hay demasiado ruido que se confunde con comunicación. La verdadera comunicación es estar presente con los sentidos atentos a cada gesto y cada detalle para saber escuchar el ruido del silencio cuando los justos reclamos no son escuchados y para prestar la oreja atenta ante la queja, ante el dolor, ante el sufrimiento y ante la muerte de nuestros semejantes.

Cuando acontecen sucesos como los de estos últimos días, abundan en los medios personas que salen a dar explicaciones técnicas y a mostrarnos la cara más espantosa y siniestra del dolor. Se intenta dilucidar por qué pasó lo que pasó, o cómo podría haber sido evitado, cuando el hecho es un hecho consumado, y por el momento queda acompañar desde el silencio a quienes han sido víctimas y a sus familiares.

Se podrían hacer mil lecturas. Podría decirse que el incendio es la metáfora más cabal del fuego que nos está consumiendo y que no hay voluntad de apagar.

Los bomberos voluntarios que han dado sus jóvenes vidas para apagar un incendio en pleno barrio de Barracas son un ejemplo de lo que muchos ciudadanos ignotos hacemos cada día: levantarnos temprano cada mañana, ponerle el cuerpo al día, venga lo que venga, continuar trabajando, aun frente a una sensación de absoluta precarización. Ellos la expusieron y la perdieron.

Fuego y lluvia que no terminó de aplacar las llamas, imágenes dantescas que perturban el sueño y nos hunden en la angustia y la desesperanza. Me uno en un abrazo solidario a todos aquellos que seguimos adelante sin más palabras que las que nos dicta el silencio.



A boca de jarro

sábado, 1 de febrero de 2014

Sábado es...

Madonna en los ochenta

Allá por la década de los ochenta, en mis intensos años de adolescencia bolichera, había un jingle de Coca Cola en los medios locales que decía así:

"Sábado es,
sábado es, 
ya la ciudad, 
vibra otra vez.
Vení a bailar, 
 te vas a divertir.
 Coca Cola le da
 más vida a tu vivir..."

Llegó febrero. Es justo y necesario dejar este oscuro enero atrás. Cortes de luz, olas de calor, maroma económica... Encima estuvimos pintando en casa, y me tocó limpiar como una descosida. Así es que hoy me zambullo en el túnel del tiempo y me voy a bailar, como hacía en aquellos sábados de los ochenta. ¡Quién pudiera volver el tiempo atrás, para no amargarse, para sólo pensar en que "Las chicas sólo quieren divertirse"! Increíble cómo todavía suena esa canción.

Me causa algo de sorpresa y mucha nostalgia que mis hijos me hagan subir el volumen de la radio cada vez que pasan una de aquellas canciones que me aprendí de memoria en los ochenta. Ahora, muchos adolescentes la van de "ochentosos", pero lo cierto es que los verdaderos sobrevivientes de los ochenta somos nosotros.

Por entonces, no andábamos con celulares, no nos comunicábamos por Facebook, ni WhatssApp, y cuando quedábamos para encontrarnos el sábado por la noche, era para salir, no para una sesión de Skype o un juego interactivo online. Toda nuestra vida rodaba en torno del baile del sábado por la noche en la disco, para lo cuál arreglábamos personalmente y con la debida anticipación. No había mensaje de texto que nos salvara si, a último momento, no nos dejaban ir al boliche.

Nos pasábamos la semana practicando las coreografías de Madonna para abrir la noche en la pista, como en aquellas películas que nos marcaron a fuego, "Flashdance" y "Footloose". Los mejores bailarines se subían a bailar sobre los parlantes, y cuando se largaba, echaban una capa de humo espesa que me dejaba medio ciega y olía al talco de mi abuela. Bajo la luz blanca se cruzaban las primeras miradas, ya que en aquel tiempo, los varones te sacaban a bailar. Las damas entrábamos gratis porque éramos el gancho para los caballeros. Nada de pogo en la pista, ni de bailar entre amigos. La más fea planchaba, y la linda, o la que sabía cómo disimular, ligaba. Justicia poética a rajatabla.

El momento más esperado de la noche eran los lentos. Se apagaban las luces, cambiaba el ritmo, se hacía un expectante silencio y corría una especie de aire fresco sobre la pista. Era el momento más esperado y temido. Si no pintaba el levante, sólo te quedaba la barra y un trago largo con  las chicas para digerir el bajón. 


Y para que nos fuéramos a casa todos contentos llegaba la tanda de lo que dimos en llamar "rock nacional": Serú Girán, Los Abuelos de la Nada, Soda Estéreo, Los Twist, Raúl Porchetto... Pensar que nuestro himno, allá por el 85,  era aquel tema de Miguel Mateos, en el que todas las voces se unían como en un coro de cancha:


"Pero venga lo que venga, para bien o mal,
tirá, tirá para arriba, tirá.
Si no ves la salida, no importa mi amor,
no importa. Vos tirá. "

Seguiremos tirando para arriba por no aflojar.




Cyndi Lauper - Girls Just Want To Have Fun


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