martes, 22 de diciembre de 2015

Desahogo antinavideño




        Te escribo porque ya no aguanto más la Navidad. No aguanto más esto de tener que celebrar porque lo dicta el calendario. No soporto estos días de calor pastoso en Buenos Aires, cuando la gente se pone más loca que de costumbre en tiempos que, se supone, son de paz, te cuerpea alevosamente por la vereda, te tira el auto encima por la calle para llegar más pronto a no sé dónde, llena los centros comerciales, hace cola en todas partes y para todo, compra todo tipo de artículos de lo más innecesarios hasta de noche, escucha música de lo más pedorra a toda hora, manda salutaciones con brillitos cuando ni se acordaron de tu existencia en todo el resto del año y te invita a reuniones donde lo único que se hace es comer y chupar como si llegara el fin del mundo. 

Yo ya estoy avivada hace rato, ya sé que vos no existís, pero es un tiempo en el que hacemos de cuenta que estamos todos contentos, que nos cae bien todo el mundo, que somos todos buenitos, así que permitime que haga también de cuenta que vos sos real, que vivís en el Polo Norte y que vas a leer esta carta. Permitime este desahogo antinavideño por un rato aunque más nos sea. En las últimas semanas me tuve que fumar tres fiestas de graduación al hilo: la de "egresaditos" de mi sobrino, que terminó la sala de cinco, la de mi hija menor, que terminó la primaria, y la de mi varón grande, que egresó de la secundaria, aunque todavía debe un par de materias. Todas las celebraciones son espantosamente predecibles y cortadas por la misma tijera. Arrancamos con las banderas de ceremonia y los aplausos para los abanderados entrantes y salientes, desafinamos el himno, nos tragamos los discursos alusivos y los videos lacrimógenos que dan cuenta de lo mucho que van creciendo los chicos y lo viejos que nos vamos poniendo nosotros - que ni figuramos en ellos - y seguimos aplaudiendo hasta que el último diploma puramente simbólico ha sido entregado. Todo esto con treinta y cinco grados de calor y siempre en los mismos patios mal ventilados del colegio. Ya no me dan más ni las manos, ni los pies, ni la paciencia para festejos. Ni hablar de la billetera...

Hace un mes que recibo llamados a horas extrañas de parte de mi vieja y de mi suegra a ver con quién vamos a pasar las fiestas. ¿Con quién va a ser, digo yo, con el embajador de Bélgica? ¿Y qué toca este año: vitel toné, matambre o nos matamos con un asado en medio de la ola de calor? ¿Celebramos en mi departamento de tres ambientes, o mejor, si te parece, en tu casa, por si se corta la luz como el año pasado y nos quedamos sin aire y sin ascensor? ¡Basta, por favor, ya basta!

Anoche mi hija me dejó una extensa misiva con sus pedidos navideños sobre la mesa de luz: vos me dirás de dónde saco la guita yo para comprarle un secador de pelo con iones y turmalina (¿¿??), un epilady de última generación, un palo para selfies, un par de anteojos de sol Ray Ban originales y un celular de quince lucas. ¿Y a mí quién me va a regalar algo, eh? ¿Cuándo voy a ligar yo? Te digo lo que yo quisiera para las benditas fiestas: un pasaje de ida a cualquier parte, donde corra un poco de aire fresco, por favor, una habitación con una heladera llena, para evitar el supermercado hasta el dos de enero, de ser posible, unas buenas pelis que no sean navideñas, y un par de libros de esos que no tuve tiempo de leer en todo el año. Y de yapa te pido que me lo mandes a mi esposo, que hace quince días que no lo veo: no hace más que ir de reunión en reunión.





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A boca de jarro 

jueves, 17 de diciembre de 2015

La peluda

      


       De todas las chicas de mi cuadra, Isabel, que vivía en el conventillo de enfrente de mi casa, tuvo como sino ser "la peluda". Yo tenía expresamente prohibido meterme en ese conventillo, pero la fascinación que ejercían esas seis habitaciones de alquiler en una casa chorizo en pleno Villa Devoto - una detrás de la otra, con entrada por el frente y por la vuelta, más un patio cubierto en común - era irresistible. En la pieza que daba al frente vivía una familia de morochos de la que ya no sabíamos por qué número de hijo iban. Nos hacíamos el plato a la hora de la siesta espiándolos desde la terraza. Era la hora en la que llegaba quien suponíamos era el padre de los pibes de regreso de sus changas matutinas, siempre cargando un bolso negro, enfundado en una campera de cuero negra, aunque fuese pleno verano, y calzado. Era un tipo oscuro, con los ojos inyectados de sangre, un andar cansino a la vez que firme, olor a vino tinto desde temprano y capaz de hacer que sus ruidosos escupitajos volaran por sobre el asfalto y le dieran justo en el medio del parabrisas al auto de mi viejo. Su hijo mayor, Hugo, también andaba armado a sus diecisiete años, y un día mi viejo se pudrió de que le jugara a la pelota con todos los muchachones del conventillo justo en la puerta de su consultorio a la hora de la consulta y llamó a la cana. Cuando llegó el patrullero y el cana más enchapado peló la 45 y les reventó la pelota de cuero de un culatazo, lo único que nos salvó fue estar espiando desde la terraza, porque Hugo se sacó de tal manera que empezó a los cohetazos limpios: tres tiros al aire se mandó, antes de que salieran todos rajando por el largo pasillo del conventillo y se dispersaran para marear a la yuta una vez que emergieron por la vuelta. Jamás los agarraron - ni siquiera tenían la menor intención de hacerlo, convengamos - pero era obvio que el cabrón que había llamado a la policía había sido mi viejo, así que nos hicieron las mil y una como venganza. Para empezar, sembraron las veredas y la calle de clavos miguelitos para reventar las gomas de nuestras bicicletas y las del auto de mi viejo, y, para coronar, nos volaron el buzón de un petardazo la noche de primero de año. Desde entonces, no se hablaba de otra cosa a la mesa que no fuese lo peligroso que era Hugo y, por extensión, el conventillo. Y así fue como quedó sentenciado en casa que ni se nos ocurriera ir a visitar a Isabel, que solía invitarnos a todas las chicas a la hora del mate con las tortas que cocinaba su madrina para vender en la estación de tren y que compartíamos en el patio del conventillo con más hambre de ver que de comer.

Isabel era pura dulzura: un metro setenta de dulzura pueblerina. Una tarde de lluvia nos había contado que ella era adoptada, que su madrina era en realidad la mujer que la había criado y la había traído de Corrientes - donde sus padres la habían abandonado al nacer - a vivir a la Capital. Hablaba con un acento suave y colorido, aspirándose las eses y marcando bien las elles, tenía los dientes grandotes y se le juntaba un hilito de saliva a los costados de la boca que se reventaba en una burbuja al hablar. Pero lo que más nos llamaba la atención a todas las chicas del barrio eran sus renegridos y tupidos bigotes. Los varones le hacían bromas crueles y la llamaban "la peluda", pero Isabel era tan tierna como sufrida, la pobre: encogía sus hombros huesudos, se le subían todos los colores y se sonreía, como aceptando ese destino en el cual no tenía ni arte ni parte. Cuando jugábamos a la mancha, sus axilas despedían un olor intenso y amargo, y aunque siempre usaba remera o vestido con mangas, se adivinaba un chivo generoso.



Aquellos días fueron inolvidables. Corría un verano de cielos diáfanos y tardes eternas, de bicicleteadas alrededor de la manzana - que era nuestra - y de incursiones intempestivas a la casa abandonada de la esquina. Tal como habíamos pedido en nuestras cartas, los Reyes Magos nos trajeron una pileta plástica celeste, con forma de riñón, y la dejaron en la terraza. Hubo gran fiesta de inauguración en casa y todas las chicas fueron invitadas. Era la primera vez que nos veíamos los cuerpos en traje de baño. Isabel se negó a quitarse la remera para meterse al agua, explicando que su madrina le había dado órdenes de cuidarse del sol. Sus largas piernas mostraban los signos del paso reciente de la maquinita de afeitar, exhibiendo cortes y granitos irritados, con los poros abiertos como un fruto maduro y oscuro. Cuando llegó la triste hora de concluir el festín acuático para tomarnos una merienda, nos repartimos para cambiarnos entre el lavadero y el bañito de arriba. Enormes se abrieron mis ojos al notar, en la penumbra, apoyada contra la puerta, la espalda de Isabel, toda cubierta por una espesa línea de largos pelos negros que se perdía dentro de su bombacha. Nunca supe si me vio mirarla con tal asombro porque jamás me animé a decirle nada al respecto: era dos años mayor que yo y un amor de chica. Esa noche - luego de confesar mi visión ante mi mamá y mi hermana con algo de risa - las palabras maternas se hicieron oír desde la más férrea empatía:

- La naturaleza es muy sabia, hija. Si las mujeres tenemos pelos, alguna función deben cumplir...

No tuve oportunidad de compartir las conclusiones pueriles que sacamos con mi hermana acerca de la función del vello corporal femenino con la más interesada, "la peluda". Días después de la inauguración de la pileta, su madrina decretó que Isabel ya estaba demasiado grande para salir a jugar a la vereda con nosotras, que mejor se pasaba las tardes estivales encerrada en el patio del conventillo, dándole a la otra máquina, la de coser - a la que también había nacido destinada sin tener ni arte ni parte - y así, de paso, le daba una mano a la madrina - que nada tenía de hada -para juntar esos pesitos que ayudaban a evitar el inminente desalojo.






El Conventillo - Edmundo Rivero

A boca de jarro


lunes, 14 de diciembre de 2015

Una vida más o menos hervida







"Dejé de comer a los quince años, ¿sabe usted? A los quince años empecé a alimentarme, a ingerir lo estrictamente necesario para ir tirando, verdura hervida, carne hervida, pescado hervido, vida hervida... Y todo por amor, que ya es triste, lo imbéciles que podemos llegar a ser las mujeres, pero es que aquella tarde, yo no sé si usted lo entenderá, pero aquella tarde, jugando a la botella, yo creía que me moría, que me moría de pena, y de asco, y de ganas de Andrés..."


Almudena Grandes, Modelos de mujer, "Malena, una vida hervida", 
(Relato parcialmente autobiográfico), Buenos Aires: Tusquets Editores, 2012.




      A los trece años dejé de comer yo, sí Señor Juez. Hoy puedo culpar sin culpa alguna a la alegría por todas mis penas. A los trece años, volvía yo de la escuela pasada la una y media de la tarde, y mi almuerzo consistía en una ensalada y una naranja. Dos veces a la semana tocaba una hamburguesa para acompañar la ensalada y una tostada de pan integral. Los sábados era el festín del pescado, que me daba asco porque habíamos disectado uno medio pasado en el laboratorio de ciencias, y los domingos, pollo hervido con verduras hervidas y un poco de arroz hervido, para poder pasarlo. Abandoné la Coca Cola junto a las muñecas y la reemplacé - no sin resquemor y con mucho dolor - por agua de la canilla. Dejé las cenas a la mesa y en familia por una manzana que me comía escondida detrás de un libro metida en la cama, bien lejos de la heladera y de las sobras que quedaban en el horno. Cursaba el primer año del bachillerato en mi colegio de monjas, y todas mis compañeras ya habían desarrollado y se pasaban las tardes midiendo sus pechos, su cintura y sus caderas frente al espejo, mientras yo seguía siendo una nena regordeta y temerosa, siempre queriendo encajar y complacer, que estudiaba historia como loca para levantar el mal concepto que debía tener de mi persona la profesora que me llamó a dar lección un día que había pedido que "leyéramos" el tema, y yo - confiada en la palabra adulta como era - lo había leído nada más, lo cual me valió un tres como debut y un buen reto con papelón público incluido en el aula de primero bachiller.

-¡A ver, qué se cree usted, señorita! Cuando se le dice que debe leer, lo que debe hacer usted es estudiar. Usted ya está en la secundaria, por favor.

Estaba en la secundaria, me trataban de "usted", pero señorita no era. Cada vez que iba al baño a hacer pis, me fijaba si había algo rojo en mi bombacha, pero nada, nada de nada. Mis pechos eran una tabla rasa, y sólo destacaba en mi cuerpo infantil una cara redonda como la luna, un par de botones marrones como ojos y una panza que me apoltronaba desde los nueve años - el año en que abandonamos la casa de mis abuelos maternos con ellos adentro para vivir en un inmenso caserón, hecho que hizo bastante infeliz a mi mamá, aunque colmara mi infancia de felicidad y la anclara a un territorio vasto y entrañable, coronado de amistades por vez primera. Ahora que lo pienso, eso de estudiar en lugar de leer, eso mismo pero a la inversa, lo aprendí tan a fuego a mis trece años que lo apliqué al hecho de comer: cuando era cuestión de comer, yo hacía como que comía, pero me quedaba con un hambre feroz, como si tan sólo hubiese leído el menú de una carta, y ese hambre que quedaba dentro de mí lo sublimaba estudiando - como toda buena gorda traga.



En cuestión de meses, me convertí en un palo vestido y medio andrógino que andaba por ahí sin saber bien quién era. Mi mamá me llevó una tarde a la peluquería a la cual ella concurría e hizo cortar mi larga cabellera para transformarla en una melena estilo Colón, que haría resaltar mi adquirida delgadez insípida y rectilínea enfundada en nuevas prendas raras. Las fotos de esa época las tengo escondidas junto a otras más tempranas que dan cuenta de rollitos indeseables que asomaban por los costados de un traje de baño rojo furioso que se fue en una fogata de San Pedro y San Pablo en la esquina de mi casa. Lo de la quema o el desprendimiento de prendas - en forma de donación a la parroquia más cercana -  ha sido una constante en mi vida desde aquel traje de baño. Todas fueron prendas que llegaba a detestar al vérmelas puestas en fotografías tomadas sin permiso y en contra de mi propia voluntad. Cuando lograba bajar algunos kilos para entrar en ropas más amigables y atractivas, me deshacía de ellas como en un rito de purificación expiatorio, para arrepentirme al tiempo, cuando me ponía encima todos los kilos penosamente rebajados de vuelta.

Así fue como a lo largo de mis días he vivido una vida más o menos hervida como la de la Malena de Almudena, o bien una vida al horno de esa gordura consentida por rachas, una vida pendiendo siempre del hilo de un yo-yo. Hasta la fecha, me he puesto miles de veces a dieta y he leído decenas de libros sobre el tema sin dejar de verme siempre gorda. Algunos de esos libros se centran en el disbalance entre ingesta y consumo de energía, como si de hacer cuentas se tratara este asunto de comer y de vivir; otros, en cambio, ahondan en los ribetes emocionales y psicológicos de las personas gordas: el sobrepeso y el exceso entendidos como refugio de una debilidad emocional de la cual se percibe una necesidad irrefrenable de protegerse embutiendo. Lo cierto es que hoy he visto mi cuerpo reflejado en un espejo ajeno, más hostil y más certero que el propio, y me he vuelto a ver gorda, o - mejor dicho - me he vuelto a asumir gorda. Nunca se deja de serlo en verdad: puede haber tiempos de remisión, de control, pero la condición latente siempre se presiente, siempre está presente. Es tan sólo cuestión de empezar a comer en lugar de alimentarse y ahí viene.

Resulta por lo menos paradójico que los tiempos más felices y más plenos de mi vida - justo cuando algún logro extraordinario que envisiono desde lo más gordo de mis entrañas de soñadora sin remedio parece estar a punto de caramelo - han estado signados por ese descuido libre de melancolía que da paso a la alegría y que invariablemente trae consigo un odioso y fastidioso sobrepeso. Mi gordura, he concluído, por fin, frente a ese espejo juez a quien se lo he hecho saber en voz bien alta, es producto de mi alegría, es lo que me quita la cara de acelga hervida que tanto gusta en esta época. Y lo más curioso que me sucedió hoy, al ver mi cuerpo desnudo frente a ese impiadoso espejo, fue encontrarme al otro lado con los ojos indulgentes y amorosos de mi abuela, una gorda alegre y gallega, a quien hoy me encontré viva y plena del otro lado del espejo, toda ella, mi abuela: en mis brazos, en mis pechos, en mi vientre, en mis caderas, en mis piernas, en mis espaldas y en mis venas, hastiadas de una vida más o menos hervida de tantas dietas.




A boca de jarro

jueves, 10 de diciembre de 2015

Pesa


   En un intento desesperado por evitar lo inevitable ya, me bajé del bondi repleto y me tomé un taxi. Los autos iban nariz con cola por la avenida bajo una garúa fría y fina. El tachero notó lo desencajada que estaba mi cara por el espejito retrovisor y, para aflojarme, me hizo el viejo chiste del helicóptero que deberíamos tener los porteños para no llegar tarde a todos lados.

- Hoy no me salva ni el Tango 01, le digo...

La mera referencia que rozó a la señora bastó para que el tipo le bajara el volumen a la radio, se acomodara en el asiento y se despachara a gusto y sin temor. Con esa soltura que concede la universidad de la calle, apoyó su grueso antebrazo sobre el asiento vacío y siempre reclinado del acompañante y, mirándome fijo con ojos de lince, condensó en una frase su visión del gobierno saliente:

- Ni se caliente, señora. No pasa nada. ¿Sabe qué? Se afanaron tanta pero tanta guita que dejaron de contarla y la empezaron a pesar, y a nosotros nos sigue pesando cuando llegamos tarde a trabajar: ¿se dá cuenta cómo son las cosas?



A boca de jarro

lunes, 30 de noviembre de 2015

La visitación

Mosaico en la fachada de la Iglesia de la Visitación






     Fui a visitarla con un rosario de frases hechas y poco convencimiento. ¿Tendría ganas de recibir visitas? Yo, en su lugar, no las tendría. Hay tanto morbo en los ojos que visitan a veces. Iba sentada en el asiento del acompañante mirando a un costado, pensando, recordando, y me secaba las lágrimas, tratando de esconderlas, como ahora haría ella con la mitad de su cuerpo. 

Se me vino aquella mañana gris, camino a la maternidad, el día que nació Juan. Yo había soñado con un día de sol. Había soñado con salir con todo en orden y listo, pero no había podido ser, y una lanza de angustia indecible me atravesaba la garganta por tener que acatar al destino tal como se había presentado. Pedí expresamente que no viniera toda la parentela hasta que estuviese repuesta, con la presión estabilizada, pero no hubo caso. La primera en caer fue mi suegra, y recuerdo bien - para mi mal - la incomodidad que me causaron sus ojos impiadosos escudriñando mi cuerpo tajeado y cosido, grueso y fofo, un cuerpo que albergaba un alma anestesiada y que todavía parecía paralizado luego de tantas horas de manoseo en el quirófano. Al menos en esos casos está la promesa del bebé recién nacido que hace que las heridas sanen más pronto, pero para ella no hay aliciente. Hay mutilación y un miedo que no cesa.

Recordé el cambio repentino en su voz al teléfono cuando arrancó con el tratamiento. Además del pelo, había perdido en náuseas aquellas notas cantarinas que hacían que me dieran ganas de hablarle. Se negaba a que la visitara, y negaba lo que todos sabíamos desde nuestra impotencia: que se salteaba sesiones, que demoraba en levantarse del escondite en el que había convertido su cama hasta pasado el mediodía, que ya no cocinaba y que había tapado todos los espejos de la casa con sus pañuelos de colores.

El hospital era tan deprimente por dentro como pintaba de afuera, y de las manchas de humedad en las paredes de los pasillos se desprendía esa vaharada - mezcla de acaroina y comida de enfermo - que me aflojaba las piernas. Sobrepuesta a mi aprehensión primitiva, caminé hasta la habitación 405. La puerta estaba entornada y la habitación, en penumbras. Sonaba de fondo el eco de pasos perdidos, el seseo de algunos televisores encendidos y el bullicio de la hora de la visita. Repasé rápidamente la lista de frases que había pensado decirle, resoplé y toqué a la puerta. La encontré tumbada de cara a la pared. Se dio vuelta lentamente, en un intento por disimular la dificultad de incorporarse, y sus ojos se salieron de unas ojeras infinitas y se fundieron con los míos, haciendo que estallaran las lágrimas en mil pedazos. Algo se sacudió dentro de mi seno.



A boca de jarro


viernes, 27 de noviembre de 2015

Florece el cactus


En el silencio
la lluvia tumba el jarro:
hoy soy verano.

En mi jardín ya
las flores se marchitan,
florece el cactus.

Hecha una pena,
enferma, callejera,
llegó su planta.

Sobre las piedras
heridas del pasado
habrán sanado.

Melancolía,
que todo lo cubría,

 la he arrancado.

La luna nueva
anuncia desde el cielo
un tiempo bueno.


Julieta Venegas - Buenas Noches, Desolación (Official Video)



A boca de jarro


martes, 24 de noviembre de 2015

La puta de las camelias



"¿Se puede ver algo más triste que la vejez del vicio, 
especialmente en la mujer?"
Alejandro Dumas, "La dama de las camelias".



     Parecía que para esa piba no había nada más importante en la vida que casarse, y casarse portando un ramo de camelias. Al menos eso repetía todo el tiempo cuando la conocimos de chica. En el barrio la apodamos "la puta de las camelias", y no nos equivocamos. Ayer se subió justo al vagón de subte en el que venía sentada de vuelta a casa. Es increíble lo que pasa en un ambiente cuando ingresa una puta: se abren las aguas. Los hombres se alzan, se les incendia todo, desde el pantalón hasta las orejas, y las mujeres nos repartimos entre entornar los ojos hacia el techo, como pidiendo al cielo clemencia, y comernos a la mina con los ojos de la envidia que nos despierta un ejemplar de nuestra misma especie y, en este caso, de la propia cosecha, que se animó a pasarse tan salvajemente de la raya. ¿Cómo habrá hecho para tener semejante culo, las piernas más largas, tan turgentes esos pechos, si esta era el adefesio del barrio? Y pensar que yo estuve en la fiesta de casamiento de esta piba cuando se casó con el mecánico de la otra cuadra, el pobre cornudo que le hizo dos hijos, el único boludo que no se dio cuenta a dónde iba a ir a parar el ramo.







Mario Benedetti "Nunca veas a una puta"
- El Lado Oscuro del Corazón




A boca de jarro

viernes, 20 de noviembre de 2015

El arte de escribir



No es más que mi declaración de honestidad
el arte de escribir:
"Esto es lo que hago
y lo hago porque sí."


Escribir es
una reverencia de mañana
a las palabras,
de pie, junto a mi ventana.

Es buscar sin encontrar
la salida al laberinto de mi espejo.



Es abrir mi corazón,
dejarlo sangrar,
purgar todo cuanto bulle ahí dentro.

Es conjugar los colores de la paleta de mi alma
para plasmarlos sobre un papel en blanco.


Escribir es no editar el sueño
de encarnar mi propio sueño.


Es mentir por ser honesta
con mis cielos imposibles
y con todos mis infiernos.

Escribir es para mí
 como querer hacer música siendo sorda,
como intentar pintar sin tener manos,
o desear leer con ojos siendo ciega,
es conectar con esa voz invisible
que, despierta, 
se me hace sueño.

Y es buscar, sin diccionario,
 traducir la voz del viento.








"... yo sigo tu luz aunque me lleve a morir, 

te sigo como les siguen los puntos finales 

a todas las frases suicidas que buscan su fin. 

Igual que el poeta que decide trabajar en un banco, 
sería posible que yo, en el peor de los casos,
le hiciera una llave de judo a mi pobre corazón 
haciendo que firme, llorando, esta declaración: 

Me callo porque es más cómodo engañarse. 
Me callo porque ha ganado la razón al corazón,
pero pase lo que pase, 
y aunque otro me acompañe, 
en silencio te querré tan sólo a tí."









A boca de jarro

martes, 17 de noviembre de 2015

La edad de las orquídeas

  




    La última gran adquisición de Grace es una orquídea que consiguió de rebaja en el vivero del barrio una tarde calurosa de domingo. Según le dijo el joven empleado que se acercó amablemente a informarla, viéndola tan embobada con ella, las orquídeas también tienen edad. Necesitan completar todo un ciclo vital para poder dar flor. Sería justo decir que es al florecer por primera vez cuando una orquídea entra a la edad adulta: es así de injusta, también, la vida de una orquídea. Y si bien el follaje de una orquídea puede resultar interesante, lo que la hace realmente valiosa es, naturalmente, su flor, que - como toda injusta belleza - vive apenas unas semanas. 

El atento muchacho - muy buen mozo, por cierto - pasó luego a adentrarse en los secretos iniciáticos del cultivo de las orquídeas domésticas que hacen que florezcan: que el riego, que la luz, que las temperaturas y la humedad, que los fertilizantes. Los cuidados deberán ajustarse, también, a la especie de orquídea que tengamos entre manos. Grace quedó debidamente advertida de que alguien que decide cuidar de una orquídea como esa debería a su vez prepararse para cuidarla debidamente. En el vivero se dictan cursos los jueves por la noche para principiantes y avanzados en el arte. No hacía falta que el joven le dijera nada de todo aquello, tan gracioso y pintoresco como su camisa, abierta tres botones por los que no asomaba ni un sólo pelo. Grace ya había notado cómo tienen a todas las pobres orquídeas en ese vivero, bajo luces especiales, rodeadas de termómetros, clavadas a tutores, bajo el soplo de vida artificial de ventiladores y calefactores encendidos a través de las estaciones y siempre adentro. ¿Estos chicos jóvenes realmente creerán que hace falta tanto remilgo para llegar a viejo?


Bastaba con saber leer su mirada de maestra jardinera para jurar que se la iba a llevar a casa en el preciso momento en el que posó sus ojos a través de sus anteojos sobre esa preciosa flor amariposada que luce tan como ella, que no le importaba nada que esa única flor se cayera a los pocos días o que tomara casi un año más de cuidados intensivos intentar que floreciera de nuevo. A una forzada jubilada a quien le hicieron tirar la toalla antes de su mejor floración no la iban a venir a amedrentar con la edad de las orquídeas. Ella mejor que nadie sabe cuál es el valor de una orquídea, sabe que una orquídea vale más por ser quien es, por todos los inviernos internos sin flor soportados en sus días, que por sus flores, y que nunca se la debería rebajar por eso. Ella mejor que nadie sabe del arte de cuidar de lo que queda cuando se decide que una orquídea ya pasó su mejor momento.









A boca de jarro

viernes, 13 de noviembre de 2015

Del color de las hortensias

"Paisaje con niña y hortensias", Alfredo Ramos Martínez
        

      Ayer me volví a topar con esos ojos que, según todos decían, eran del color de las hortensias. Me volvieron a escapar una vez más. Yo nunca reparé demasiado en el color de aquellos ojos, y mucho menos en las hortensias que mi madre y mi abuela nos tenían prohibidas en el jardín donde jugábamos de nenas. 

-¡Hortensias en esta casa, no, válgame Dios!- solía decir mi abuela. -Las hortensias causan el desamor. Os vais a quedar para vestir santos.

-Se van a quedar solteras- nos traducía mi vieja, con toda santa paciencia. 

Yo jamás lo creí cierto. Más allá de la belleza de sus ojos, para mí, la nota principal de aquel mirar que ayer me esquivó otra vez, después de tantos años, era la transparencia que un hombre le arrebató una madrugada cualquiera, cuando murió la adolescencia. Así que mejor hubiésemos tenido hortensias para quedar solteras. Ella fue mi mejor amiga, la que jugó en mi jardín, la que fue conmigo a la escuela, la que iba conmigo a bailar, la primera que me defraudó en la amistad, y la primera que se casó mal después de que sus ojos perdieron lo que yo veía en ellos.

La nuestra era una amistad muy típica entre féminas: confianza y competencia en dosis parejas. Éramos compinches y, al hacernos mujercitas, salíamos a bailar con el arreglo de que nuestros padres se turnaban para ir a buscarnos. En el colegio nos sacábamos chispas para quedarnos con la bandera, y en el baile estábamos pendientes de cada levante y llevábamos la cuenta, en una libreta rosa, de nombres, fechas, teléfonos y marcas personales de cada pretendiente. La última entrada en ese anotador la hice yo, de eso no me olvido más. Ese pibe, que cayó en el baile una noche a la hora de los lentos, ya, de entrada, no me gustó nada para ella. Carlos. Era bastante mayor que nosotras, morocho, grandote, alto, con un vozarrón profundo, labios gruesos, y usaba una esclava de plata en la muñeca izquierda que me parecía de un gusto espantoso. Ella se enloqueció con él, decía que era su gran amor, pero a mí me daba mala espina.

Una noche que habíamos quedado en que mi viejo nos pasaba a buscar por la esquina del boliche a la una, como siempre, no la pude encontrar por ningún lado. Recorrí baños, reservados, barra, pistas, pero Alejandra se había esfumado. Vencida y dubitativa, me fui a casa y conté lo poco que sabía de Carlos. Hasta entonces, él había sido un secreto entre las dos, más que nada por el tema de su edad, según decía ella, y porque "ya sabés cómo se pone la vieja...." Estaba a punto de darme una ducha antes de irme a dormir, cuando sonó el teléfono en la cocina. Era su madre, preocupada por la hora.

-¿Y Alejandra dónde está? 
-No tengo idea. - la forzada respuesta. 
-Mirá, Fernanda, que me defraudás. Yo confiaba en que vos la traerías a casa de vuelta. Seguro que sabés dónde y con quién puede estar. Pensalo bien.

La verdad dolía porque sólo la conocía a medias. No pude hablar. Me puse pálida y me temblaban las piernas. En ese tiempo de la vida, traicionar la lealtad en la amistad es lo peor que te puede pasar. Debería haber imaginado que otras cosas más brutales y más horrendas tenían cabida en este mundo de mierda, un mundo que para mí, hasta entonces, era bastante puro y pequeño. Me arrancó el tubo mi vieja, le largó el nombre prohibido, sin reparo alguno, y le escupió que quien tenía que cuidar de Alejandra era ella, que a mí me dejara en paz, que era una nena, y que "Buenas noches, señora". No pude pegar un ojo. ¿A dónde se habría ido? ¿Se habría fugado con ese tipo, como pasaba en las películas? ¡Qué desgraciada, cómo me había hecho quedar, a mí y a mis viejos! ¿Tanto por una calentura?

Aquel lunes me la encontré, como era de esperar, antes de la formación, en el patio de la escuela. No la dejaban faltar ni que fuese el fin del mundo. Y yo sentí que lo era. Se la notaba descompaginada y algo maltrecha. Sus ojos parecían distintos, sin brillo, vacíos de sueños y hasta hinchados de llorar. Pude imaginar el escándalo en su casa, pero nunca que todo había pasado por la fuerza. Me acerqué tímidamente, antes de que vinieran con cuentos todas las demás, pero se dio media vuelta y no volvió a hablarme nunca más. Restaban apenas unas semanas para recibirnos.

Ayer, cuando me la encontré, me costó reconocerla. Lleva el pelo corto y algo rojizo, y el rostro retorcido como en una mueca. Imagino que jamás pudo superar lo que le pasó aquella noche de domingo. De Carlos supe que se separó después de que se cansó de que le pegara estando ya casados y con hijos. Sus ojos me rehuyeron, pero alcancé a notar que poco y nada queda en ellos del color de las hortensias. 



A boca de jarro

martes, 10 de noviembre de 2015

Baños de diseño



En mi próxima vida, no quiero pensar. ¡Quiero diseñar! Ya lo decía Steve Jobs, que de esto sabía algo: "Estamos aquí para dar un mordisco al Universo, sino ¿para qué otra cosa podemos estar aquí?" Eso es. En mi próxima vida, quiero pegarle, no un mordisco, un tremendo tarascón al Universo. Definitivamente, en mi próxima vida voy a tener un baño de diseño, por lo menos para no mear fuera del tarro a la hora de contestar las preguntas de mi hija adolescente.





Es que el otro día me sorprendió con una pregunta tan posmoderna que me hizo caer en este anacronismo de pensar. Asaltada por esa inquietud de vanguardia que la caracteriza siempre que damos una de nuestras vueltas al perro, a la antigua, me preguntaba cómo eran los baños de mi escuela. Mi respuesta, ahora que me doy cuenta, fue paupérrima, muy siglo XX:

-Los baños de mi escuela eran baños. Tenían una puerta, inodoros pequeños en la primaria, más grandes en secundaria, ventanitas altas, como respiraderos, una pileta para lavarse las manos y un espejo todo salpicado.

Debo confesar que su tren de pensamiento me apabulló una vez que lo pillé. Para la generación de mi hija, un baño no es simplemente un baño: un baño es un objeto de diseño. Mi hija nació en una casa con más de un baño, por lo tanto, ha tenido la chance desde muy chica de compararlos. No se trata ya de un único espacio compartido por el grupo familiar ni de ese sagrado lugar al que acude tanta gente... A Dios gracias, mi hija ignora también la cruda realidad de tantos millones de seres humanos que aún hoy, en la era del diseño, no cuentan ni con baño ni con casa. Para los adolescentes de su generación y de su condición social, la cruda realidad pasa por el sushi. Y los baños son poco menos que sitios turísticos, aptos para dar rienda suelta a la creatividad y al buen gusto, y así dejar en ellos mucho más que aquello que dejan los valientes. Son sitios donde se debe dejar una huella personal, pero a la luz de las velas aromáticas, con aceites esenciales, sales de baño y en una lengua foránea.






Inevitablemente, mi respuesta iba a frustrarla y hacer que se encendiera como una lámpara de diseño.

-El diseño es el pensamiento hecho visión, Má.

- ¿Y se puede saber de dónde sacaste eso vos, che?

-¡Ay, Má, por favor! Eso lo sabe cualquiera. Lo postearon en Instagram el otro día.




Eso lo sabe cualquiera... Tristemente cierto. Las frases de diseño arrasan en las redes un día cualquiera. Hoy hay pensamientos, citas, libros, tipografía y autores de diseño. Hay sillones, mesas, camas, blanquería, accesorios decorativos, vajilla, cocina y hasta mates de diseño. Con decirte que este pasado Día de la Madre no tenía ni puta idea de qué regalarle a la vieja - que afortunadamente, aun siendo jubilada argentina, no necesita nada -  y entré como por un tubo: ¡un mate de diseño!




Hay celulares, ordenadores, tarjetas, comidas, parejas y cuerpos de diseño. Así como la liquidez inundó la solidez de los vínculos en nuestra era - generando relaciones en las que los individuos se consumen uno a otro sin llegar a fusionarse, diluyéndose en su esencia amorosa so pretexto de escaparle al compromiso y al vínculo maduro, profundo y responsable - de la misma manera se está abriendo paso a una corriente en la que sólo flota la imagen. Y la imagen se crea, ya no para satisfacer una necesidad humana, sino para crear la necesidad. ¿Se entiende o es muy de diseño? Es que en mi época, digámoslo, lo que flotaba era otra cosa. Ahora nos parece que el mate qualunque ya no sirve para tomarse unos buenos verdes. Hace falta tener un mate de diseño. Y el baño ya no es solamente un baño, es "el cuarto de baño"- ojo al piojo - y ya no nos basta para hacer nuestras necesidades, ni siquiera en el colegio, hija mía. Es preciso contar con un receptáculo agradable que observe la armonía cromática incurriendo en la iconolingüística y - de ser posible - que respete también las leyes del feng shui para lavarse los dientes y darse una duchita rapidita antes de irnos a dormir. Así seguro que no era el baño de mi escuela, qué esperanza. Eso sí: que al baño lo siga limpiando Magoya o, en su defecto, Má.






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