A mi hijo mayor, que está cursando el segundo año de su bachillerato, le han dado a leer La leyenda del pehuén errante. A su edad, yo comencé a leer libros clásicos de literatura española y argentina regularmente en mis clases de Lengua y Literatura, pero ahora, a mi hijo se le ha solicitado un texto escolar en esta materia que sólo contiene extractos de libros y textos cortos como este. Los adolescentes de la generación de mi hijo en general piensan que leer es un plomo. Y ahora, que ha corrido la versión de que los libros que superan una cierta cantidad de plomo en tinta resultan ser tóxicos y por eso se habría restringido su importación, supongo que la idea quedará reforzada.
Hace treinta años hoy, cuando tenía también la edad de mi hijo, me levanté para ir a la escuela y me informaron que estábamos en guerra. Me llenó de perplejidad y angustia. No entendía. Sigo sin entender las guerras, y me llenan de pena las jóvenes vidas que allí se truncaron y perdieron.
He leído esta leyenda con detenimiento. Estoy conectada con los cambios por los que está atravesando mi hijo adolescente, con el confuso rumbo de los destinos de mi tierra y con los árboles como metáfora de vida, desde lo estacional y lo vivencial. Es una narración simple, llena de poesía, que ofrece varios niveles de lectura. Intentaré transmitirla brevemente.
Cuentan los indios de la soberbia Patagonia argentina, que cierta vez una ñuke (madre
india) al ver que llegaba el invierno y que su esposo Kalfü-Kir, el gran guerrero, no retornaba al calor de su hogar o ruca
(choza araucana), rogó a su hijo que saliera a buscarlo por todo el valle y más allá de las
montañas. El koná o joven, provisto de alimentos y abrigos por su madre, inició la
marcha a pesar de las nevadas que se avecinaban. En su camino por el frondoso bosque se encontró con un pehuén, una araucaria patagónica considerada sagrada, y como no podía
seguir de largo sin hacerle una ofrenda colgó sus zapatos de unas de sus ramas.
Al proseguir su marcha dio con una tribu desconocida que después de recibirlo cordialmente, le robó todo lo que tenía y lo ató de pies y manos para que no pudiese moverse, dejándolo expuesto a la furia de las fieras salvajes. Su madre, que presintió la desgracia, salió a buscarlo, y en el camino encontró los restos de su esposo Kalfü-Kir, y como signo de duelo se cortó los cabellos que cubrían su frente. Luego prosiguió con la búsqueda del muchacho. El koná estaba a punto de expirar cuando de pronto vio en la lejanía a un pehuén y clamó en su angustia, " ¡Oh, si tú fueras mi madre, tú, noble árbol! ¡Ñuke, ven!"
Fue entonces cuando el pehuén desgarró sus raíces de la tierra y se acercó al joven indio. Lo cubrió con sus ramas, lo defendió de las fieras con sus espinas, lo alimentó con sus frutos y aisló la nieve que caía sobre su cuerpo. Entre tanto, llegó la abnegada mujer y le desató las ligaduras haciéndolo revivir con sus caricias maternales. Agradeció ella al árbol su bondadoso gesto ofrendándole también sus zapatos. Entonces emprendieron el viaje de regreso, acompañados por el pino sagrado hasta dónde fue necesaria su protección. Cuando finalmente llegaron a su ruca, el árbol se detuvo allí con ellos y hundió sus raíces lentamente en el suelo donde se quedaría para siempre brindando su sombra y protección a ese hogar y dando como fruto nuevos brotes. Los ancianos de la tribu dieron al lugar el nombre de Ñuke, porque el hijo así había llamado al árbol en su agonía, y según se cuenta, este nombre fue cambiado al nombre de Neuquén. De las semillas desprendidas, los sabrosos piñones, crecieron árboles que como eran descendientes del árbol sagrado, se multiplicaron tan rápidamente que originaron densos bosques, todos nacidos del árbol madre, que recorrió todo el mundo o Mapu en busca del otro árbol: el pehuén macho con el que se sentía emparentado.
Recordé al terminar de leer la leyenda junto a mi koná adolescente que en el jardín de mi casa paterna había una bella araucaria que plantamos luego de haber descubierto su esplendor en nuestro primer viaje a la Patagonia argentina. El árbol creció demasiado para nuestro jardín, y sus raíces resquebrajaban la pared medianera, por lo que se tomó la decisión de removerlo. Lloré el día en que sucedió como lloré el día en el que me informaron que estábamos en guerra. Tenía la edad que hoy tiene mi hijo, que por estos tiempos está comenzando a transitar un bosque que, si bien ha cambiado su paisaje, es el bosque que la humanidad ha tenido que atravesar siempre para crecer, exponiéndose a las inclemencias climáticas, a las fieras salvajes, a los maleantes al asecho y los reveses del destino errante. Dicen que los destinos guían a quienes los aceptan, pero arrastran a quien se les resiste. Habrá que aprender de esta madre india a confiar en el sagrado y sabio poder de la naturaleza hasta que por fin llegue el tiempo en el que dé sus frutos.
A boca de jarro
Al proseguir su marcha dio con una tribu desconocida que después de recibirlo cordialmente, le robó todo lo que tenía y lo ató de pies y manos para que no pudiese moverse, dejándolo expuesto a la furia de las fieras salvajes. Su madre, que presintió la desgracia, salió a buscarlo, y en el camino encontró los restos de su esposo Kalfü-Kir, y como signo de duelo se cortó los cabellos que cubrían su frente. Luego prosiguió con la búsqueda del muchacho. El koná estaba a punto de expirar cuando de pronto vio en la lejanía a un pehuén y clamó en su angustia, " ¡Oh, si tú fueras mi madre, tú, noble árbol! ¡Ñuke, ven!"
Fue entonces cuando el pehuén desgarró sus raíces de la tierra y se acercó al joven indio. Lo cubrió con sus ramas, lo defendió de las fieras con sus espinas, lo alimentó con sus frutos y aisló la nieve que caía sobre su cuerpo. Entre tanto, llegó la abnegada mujer y le desató las ligaduras haciéndolo revivir con sus caricias maternales. Agradeció ella al árbol su bondadoso gesto ofrendándole también sus zapatos. Entonces emprendieron el viaje de regreso, acompañados por el pino sagrado hasta dónde fue necesaria su protección. Cuando finalmente llegaron a su ruca, el árbol se detuvo allí con ellos y hundió sus raíces lentamente en el suelo donde se quedaría para siempre brindando su sombra y protección a ese hogar y dando como fruto nuevos brotes. Los ancianos de la tribu dieron al lugar el nombre de Ñuke, porque el hijo así había llamado al árbol en su agonía, y según se cuenta, este nombre fue cambiado al nombre de Neuquén. De las semillas desprendidas, los sabrosos piñones, crecieron árboles que como eran descendientes del árbol sagrado, se multiplicaron tan rápidamente que originaron densos bosques, todos nacidos del árbol madre, que recorrió todo el mundo o Mapu en busca del otro árbol: el pehuén macho con el que se sentía emparentado.
Recordé al terminar de leer la leyenda junto a mi koná adolescente que en el jardín de mi casa paterna había una bella araucaria que plantamos luego de haber descubierto su esplendor en nuestro primer viaje a la Patagonia argentina. El árbol creció demasiado para nuestro jardín, y sus raíces resquebrajaban la pared medianera, por lo que se tomó la decisión de removerlo. Lloré el día en que sucedió como lloré el día en el que me informaron que estábamos en guerra. Tenía la edad que hoy tiene mi hijo, que por estos tiempos está comenzando a transitar un bosque que, si bien ha cambiado su paisaje, es el bosque que la humanidad ha tenido que atravesar siempre para crecer, exponiéndose a las inclemencias climáticas, a las fieras salvajes, a los maleantes al asecho y los reveses del destino errante. Dicen que los destinos guían a quienes los aceptan, pero arrastran a quien se les resiste. Habrá que aprender de esta madre india a confiar en el sagrado y sabio poder de la naturaleza hasta que por fin llegue el tiempo en el que dé sus frutos.