martes, 5 de noviembre de 2013

Primavera poco florida



"Los cambios en la vida de las personas vienen, en ocasiones, por caminos
 tortuosos e imprevistos. No se les reconoce en primer momento y su 
conmoción sobre el espíritu es considerada como un cataclismo emocional."


        Isabel Martínez Barquero, Aroma de vainilla, II.3, Edición Kindle, Amazon.es

 Esta primavera ha llegado poco florida. No es casual. Ha habido cambios profundos, de raíz, y creo que, tal como refiere esta cita de una autora que se me hace exquisita como el aroma de su novela, que no logro terminar por el inmenso cansancio que me embarga y una marcada falta de energía vital, los estados del alma no coinciden siempre con el calendario y parece que nada quiere florar en mi vida.

Me encuentro en un estado de conmoción e introspección ante el abandono de aquello que se me hacía familiar y seguro, aunque infructuoso en los últimos tiempos, y al mismo tiempo se adueña de mí una perplejidad y un grado de agotamiento paralizante ante una realidad de la cual no puedo siquiera hablar porque tengo miedo y me han ganado por cansancio, esa es la verdad. La tarea de recuperar imágenes que se perdieron por haber sido atacada al abrir esta boca de jarro se me hace pesada, aburrida y dolorosa. Ya nada parece ser lo mismo que antes, ni tan siquiera la esperanza de que la tierra donde abrí mi jarro y donde planté mi árbol alguna vez cambie. Será por eso que ni siquiera le encuentro sentido a la crítica. No hay oídos dispuestos a escuchar, manos limpias para enmendar, rostros confiables capaces de dar la cara por los males perpetrados, aunque siempre hay cuerpos enteros empeñados en seguir revolviendo el pasado para encontrar muertos que demonizar, un pasado que se me hace tan oscuro como el hoy en muchos aspectos.

Tampoco me siento acompañada en mi sentir por mis propios compatriotas: cualquier cortina de humo que se nos ponga por delante, como un velo para no ver más allá, vale para encontrar tema interesante del cual ocuparse: el fútbol, los crímenes del momento y demás yerbas. Nuestros noticieros se han pintado de amarillo. Pero el amarillo es un color que no me va: yo sigo soñando con la transparencia del agua pura, y eso sé bien a estas alturas que no abundará mientras viva. Es posible que en el fondo de las formas siga siendo una empedernida idealista.

Me aparto entonces de la humana compañía, de las últimas noticias, y me refugio en mi jardín. Allí  hallo un reflejo de la conmoción doliente de este cataclismo emocional que ha dejado arrasado a mi espíritu. Mis plantas con su árbol padre ido ya tampoco son las mismas. Parece que ellas lo extrañan como yo y están florando lentamente en esta primavera fría. Algunas, las enredaderas, trepan hacia las alturas sin tutor, desbordando sus macetas, como en busca de la protección que les concedía el árbol. Pronto tendré que plantearme qué hacer con todas ellas sin su cobijo de sombra, porque cuando pega el implacable sol del verano sobre mi jardín, no queda planta ilesa. Antes al menos encontraban cierto alivio bajo el follaje del ficus. Le doy vueltas al diagrama del jardín, cambio macetas de lugar, pero todo es en vano: soy yo la que no encuentra su lugar en este paradigma y así no logro volver a poner mi jardín en forma.

Bajé de la terraza una preciosa camelia y se apestó, perdiendo lastimosamente por todo el suelo pedregoso del jardín la promesa de capullos tiernos que no habían siquiera abierto. Le hice caso al experto de dedos verdes nuevamente y la fumigué, a ella y al jardín entero, con un líquido pestilente, vestida como un cirujano en pleno quirófano, pero parece que fue peor, para ella y para todas las demás. Se quedó flaca la pobre camelia y se le cayeron todas las hojas viejas y muchas nuevas, cosa que suele presentarse como un patrón de conducta en las mujeres que duelamos en mi familia: nos consumimos en pocos días y se nos cae el poco pelo que tenemos.

Los otros días volví al vivero del barrio en busca de más pensamientos para alegrar todo un poco, ya que hasta la pintura de la pared se está descascarando con tanta humedad acumulada. El experto me aseguró que no son plantas de estación, y sin embargo son los pensamientos los que siguen floreciendo en mi jardín urbano. Lo mismo pasa con el ciclamen. Se supone que ya no es tiempo de que dé flor. No obstante, quedó uno en pie, que sobrevivió mi ausencia por el viaje, y está cargado de pimpollos a punto de nacer. Por suerte frondó el ombú bonsái que le obsequié a mi padre cuando le rogué que viajara conmigo a España. Desde su sabiduría de anciano se negó rotundamente, respeté su decisión y su árbol está mejor que cuando se lo regalé. Lo mismo sucedió con unas orquídeas salvajes que vinieron del jardín de la casa de mis suegros, y que al dar flores brillantes por sobre la sequedad que las une al tronco donde llegaron a casa contrastan con la negrura del hollín detrás de la parrilla, como indicando que es tiempo de escuchar a los ancianos que han habitado este jardín argentino toda su vida y, a pesar de todo, siguen siendo fecundos.

Las porteñas jóvenes y sensuales visten shorts y musculosa para salir a la calle. Yo he dado vuelta al placard y a mis bibliotecas pero sigo llevando las mismas prendas y los libros reservados para este tiempo de cambio me siguen esperando en los estantes nuevos. No hay caso, es tal como dice siempre mi compañero de vida: no es cuestión de vestirse por calendario sino por lo que indica el termómetro. Y el termómetro del alma me dice que esta es una primavera destemplada y poco florida.



A boca de jarro

viernes, 1 de noviembre de 2013

Día de Todos los Santos




En días como hoy, hasta el más pintado los recuerda. Ellos están siempre presentes, todos los días de todos los años, pero si llueve como si el cielo llorara y si es Día de Todos los Santos, es inevitable no traerlos a la memoria que nos han dejado en su paso por la vida.

Nuestros muertos nos acompañan desde donde quiera que sea que creamos que están. Más allá de toda creencia, ellos nos habitan, somos prolongación de sus vidas, fruto vivo de ese árbol que nos ha sido dado y del que somos rama, flor y semilla, como ellos lo fueron antes que nosotros y otros lo serán cuando llegue el temido día de nuestra partida.

El misterio de la enfermedad y de la muerte, sea la de nuestros seres queridos o sea la propia, nos angustia y nos embarga a todos. El hombre posmoderno, quizás mucho más que otros, se cuestiona el por qué del sufrimiento y de la muerte sin encontrar respuesta. No existe filosofía alguna para explicar este humano misterio: sólo se puede esbozar una teoría especulativa que a nadie conforma. Es inútil en días como hoy, en los que se debaten dolores profundos del alma, angustiantes desamparos, penas y congojas existenciales áridas o yermas, enfrentarnos al sentir que la muerte despierta en nosotros intentando acallarlo con un manojo de frases hechas o un bastión de argumentos teóricos. Lo único que cabe en días como este, en mi modesto entender, la mejor respuesta ante la más acuciante de todas las preguntas humanas, es la ausencia absoluta de respuesta: el silencio ante el misterio, el dejar fluir la pena, el cederle paso al duelo. La actitud que tomo hoy es asumir mi propia pobreza de argumentos y respuestas, e intentar obrar a través del gesto, de la ternura y de la presencia silenciosa. Como dijo alguna vez un hombre que entregó su vida al servicio de los enfermos en un hospital de Buenos Aires, hoy más que nunca:

"No caigas en la tentación de los curas que cuando no saben qué decir hablan mucho."

Hoy es día de silencio en nuestro corazón. Tal vez encenderé una vela para recordar a mis muertos desde la luz con la que iluminan ellos mi paso por esta vida, sin entender por qué se fueron o por qué un día he de irme yo. Hoy es un día en el que siento que ellos están conmigo de maneras sutiles e inefables y así me aman, desde sus gestos invisibles más que desde sus actitudes y palabras en vida.

Si de algo sirven los días como hoy es para recordarnos que la muerte es parte de nuestra condición, que la finitud envuelve y cala hondo en nuestra existencia, que el día en que llegue a tocar la puerta, no podremos decir que no sabíamos nada de ella, porque ella anda siempre rondándonos, oscura y misteriosa, delimitando la frontera de nuestra frágil humanidad.

Causa un enorme dolor aceptar el hecho de que la muerte no llega cuando queremos, ni como queremos, que resulta muchas veces desprolija, ingrata y cruel. Lo único que se puede hacer ante esta enorme desdicha es aceptar sus inapelables reglas de juego e intentar encontrarle sentido a la partida que nos propone la vida, sin que la sombra del miedo y la rebeldía ante nuestro destino último nos conduzcan a un jaque mate: el de la impotencia y la ira por sabernos mortales. De todas formas, es mucho más fácil decir que poner en juego toda esta enorme sabiduría, por eso hoy es un día para meditar.

El mensaje que ofrece la vida todos los días, y tal vez hoy de manera explícita y especial, es que a pesar del misterio que no comprendemos, es mucho lo que se puede hacer desde acá, aún sin esperar ni creer en un "más allá", un "más allá" que no tiene por qué resultar una promesa paradisíaca ni una condena tortuosa al no ser. Podemos simplemente intentar aceptarlo como un merecido descanso tras una larga peregrinación, que, como tal, ha sido fructífera e intensa, más allá de cuánto hemos andando y de dónde y cómo nos hemos visto obligados a dejar de andar.

Acompaño hoy con el alma a todos aquellos que atraviesan el dolor de la muerte, y duelo también con todo mi ser, como lo hacen las plantas de mi jardín bajo la lluvia que no cesa, al árbol que al fin murió y me dejó sin su cobijo y el verdor de su compañía, que creía eternos, como suele pasarnos a todos con aquellos seres a quienes amamos de verdad.

A boca de jarro

martes, 29 de octubre de 2013

Boutiques de libros




Anduve visitando librerías estos últimos días, buscando libros para enviarles a mis sobrinos patagónicos y averiguando sobre los de Alice Munro para adquirir algún ejemplar para mí. Me resulta inevitable, antes de ingresar a estas boutiques de libros porteñas, pararme frente a la vidriera para echar un vistazo a lo que allí se exhibe y, sobre todo, a los precios, que cada día espantan más por acá. Ha sido una experiencia muy interesante ya que me ha llevado a descubrir personajes muy dignos de conocer y a aprender de ellos.

La primera vez fui de corrida a una librería que abrió no hace mucho en mi barrio. Buscaba libros para colorear y clásicos de la literatura infantil. Encontré lo que buscaba rápidamente y a un precio razonable, tomando en cuenta que para un niño un libro es un juguete más que un objeto de culto, como lo es para mí. Mis sobrinos, como lo hicieron mis hijos, harán sus dibujos sobre los ilustraciones impresas, su madre les leerá el breve texto a pie de página, y terminarán destrozados, libro y madre, porque los dibujos llegarán a las paredes y los libros perecerán todos pisoteados sobre el piso, indefectiblemente.

Al cerrar la operación en caja, no puedo evitar entablar conversación con el librero. Tiene un ejemplar de Alejandro Casona sobre el mostrador, junto a su atado de cigarrillos y su encendedor plástico. Estaba marcado con un señalador vistoso, y aún parada de frente y viendo el título al revés, reconocí el ejemplar que leí en mi adolescencia: Prohibido suicidarse en primavera, una pieza de teatro de la que guardo el recuerdo de los versos de Santa Teresa que la encabezan:

"Ven, Muerte, tan escondida 
que no te sienta venir 
porque el placer de morir 
no me vuelva a dar la vida". 

Cualquier lector que esté leyendo semejante clásico de la literatura española en plena primavera porteña merece conversación. Nos ponemos a intercambiar opiniones, le pregunto el precio del ejemplar de Casona y luego no puedo con la indignación que me brota. Todos los libros expuestos en la vidriera salen por lo menos el doble, y ninguno de sus autores le llega ni a los talones a Casona. Pero así es la industria del libro, aquí y en todo el mundo. Coincidimos en que algunos de los libros más vendidos deben ser escritos por escritores fantasmas. Somos así de desconfiados los porteños para estas cosas: defecto de bicho orillero. Extiende el brazo a un estante más alto, saca a relucir un bello y breve libro de su autoría y me deja sin habla, porque caigo en la cuenta de que estoy hablando con un escritor. Le confieso mi afición por escribir y nos entendemos. Pero me voy descorazonada del local. Es una pena que tanto escritor aficionado e ignoto, aunque talentoso, no logre traspasar la barrera de los cien ejemplares que paga por publicar y que termina repartiendo entre amigos y familiares.

Días más tarde, voy a la calle Corrientes por trabajo. Reincido en varias librerías, ahora en franca cacería de algún ejemplar de Alice Munro. No hay caso: todo agotado. Ya sobre la hora de ir a hacer lo que tenía que hacer, entro a un local que sólo tiene buenos autores en la vidriera, como suele suceder en las vinerías, donde se exhiben los buenos vinos y licores para enganchar al cliente. Sin tiempo que perder, me mando directo al señor librero. Lo mismo: no queda ninguno, entrarán con la próxima tanda de importación. Pregunto para orientarme, y nuevamente me sorprende la respuesta del experto en la materia:

- "Yo leí ocho títulos de Munro. Es una narradora excelente. Pero se los llevaron todos cuando le dieron el Nobel."

Es por lo menos interesante analizar el efecto post Nobel en el boom de ventas de un buen autor, en este caso una escritora prolífica definida como "la maestra del relato breve contemporáneo" y "la Chéjov canadiense". Pero a mí Alice Munro me interesa, más que por ser buena escritora y Nobel, por el hecho de que se trata de una ama de casa que se dedicaba a escribir tanto como a limpiar, cocinar y maternar, y aún así llegó a trascender en su aventura en las letras.

La Revista Ñ publicó varias notas sobre esta escritora canadiense y extraigo algunos datos que me resultan inspiradores: 

"En una entrevista que concedió al New Yorker, la escritora canadiense Alice Munro dijo: “Durante años y años pensé que mis relatos sólo eran tentativas para escribir la Gran Novela, pero descubrí que lo mío eran las narraciones breves”. La circunstancia doméstica que la llevó a ajustar la extensión de sus escritos a la duración de las siestas de sus hijas no le impidió convertirse en una de las más grandes escritoras en lengua inglesa –autora de doce colecciones de cuentos y una novela–, varias veces candidata al Nobel."

En mayo de este año, Alice Munro anunció que dejaba de escribir para dejar de sufrir con las siguientes palabras, que tomo de la misma fuente en otra de sus entregas:

“Me siento un poco cansada, pero agradablemente. Tengo una sensación agradable de ser como cualquier otra persona”, le dijo a The New York Times. Agregó, sin embargo: “También significa que me he quedado sin la cosa más importante en mi vida. No la cosa más importante. La cosa más importante era mi marido, y ahora se han ido los dos. 
(...)
Sobre su computadora, en su departamento en Nueva York pegó un Post-It que decía: “La lucha con escribir se ha terminado.” En una entrevista, también con The New York Times, dijo: “Miro ese apunte toda las mañanas y me da una gran fortaleza.”

Es un éxito escribir y llevar una vida normal paralela, es un éxito sentirse como cualquier otra persona siendo premiada y alabada a nivel mundial, el no terminar en la hoguera de las vanidades del escaparatismo y del cholulismo de los medios que indagan sobre los detalles íntimos de la vida de un escritor para convertirlo en un producto masivo, y es un gran éxito no terminar publicando sólo para satisfacer las demandas del mercado. Por algo Salinger pasó a la historia con una sola novela.

Le confieso a este librero, fanático de la Munro, tanto como yo lo soy de Salinger, que la quiero leer porque soy una ama de casa con el sueño de escribir, sueño que me quita horas de sueño, y que deseo aprender de su técnica. Circunspecto, categórico y contundente, como todo buen porteño, el librero me mira por encima de sus anteojos y declara:

-"La técnica no se aprende. Eso se trae de fábrica."

Los otros días me encontré con una frase hecha, de esas que circulan por todos lados en las redes, de autor desconocido y sacada de todo contexto, que hacía referencia al "éxito" y a la envidia y la crítica que despierta en los demás por "haber llegado a algo". Y cuestiono estas frases hechas, porque las he oído mil veces en boca de seres que deberían alentar los sueños y los proyectos personales de quienes aman, ya que el éxito no reside en llegar a ningún lado ni en despertar la envidia de nadie. El éxito pasa por concretar esos sueños más allá de lo que suceda, más allá de ser criticado o alabado, recompensado por la sociedad de consumo o totalmente ignorado por ella. El éxito no pasa por figurar en las vidrieras de las boutiques de libros: pasa por hacer realidad un anhelo personal en medio del cuestionamiento del valor de ese hecho en pos de su trascendencia para uno mismo y el crecimiento personal que conlleva, desde las trincheras de una cocina doméstica, entre ollas y cucharas, en medio de la limpieza cotidiana - tal como escribo esta reflexión poco exitosa para lo que el mundo considera "éxito"-, ajustándose a los tiempos de lo que resulta prioritario para cada ser humano en particular, como lo ha hecho Alice Munro y tantos otros cuyos nombres jamás figurarán en los escaparates de las boutiques de libros.

A boca de jarro

martes, 22 de octubre de 2013

De dones y anatemas



Poema de los dones, Jorge Luis Borges, 1960.


 (Fragmento)




Nadie rebaje a lágrima o reproche 

esta declaración de la maestría 

de Dios, que con magnífica ironía 

me dio a la vez los libros y la noche. 




De esta ciudad de libros hizo dueños 

a unos ojos sin luz, que sólo pueden 

leer en las bibliotecas de los sueños 

los insensatos párrafos que ceden 




las albas a su afán. En vano el día 

les prodiga sus libros infinitos, 

arduos como los arduos manuscritos 

que perecieron en Alejandría. 



(...)



Algo, que ciertamente no se nombra 
con la palabra azar, rige estas cosas; 
otro ya recibió en otras borrosas 
tardes los muchos libros y la sombra. 

¿Cuál de los dos escribe este poema 
de un yo plural y de una sola sombra? 
¿Qué importa la palabra que me nombra 
si es indiviso y uno el anatema? 

Groussac o Borges, miro este querido 
mundo que se deforma y que se apaga 
en una pálida ceniza vaga 
que se parece al sueño y al olvido.

Como una alumna adulta de Literatura me voy a adentrar en este fragmento de este poema de Borges, pero sin profesora, manual ni interpretación de crítico literario alguna. Así me enseñaron a hacerlo, así lo hago. Sólo desde el sentimiento y con alguna herramienta a mano. 

Me conmueve Borges cuando se niega a que se rebajen sus inagotables dotes de poeta y su amor infinito por los libros al reproche de su ceguera, eco del de John Milton, a quien admira. Es una declaración de maestría en el arte de las letras que le ha sido dada por Dios, ya que él mismo admite que de Dios procede toda maestría. Y sin embargo confiesa que le resulta irónico que el mismo Dios que le dio los libros, el afán de aventurarse hasta el alba para leerlos y de escribirlos tan bellamente, le dio también la noche, la oscuridad de no poder leer aquello que lo alimenta y lo que da como alimento a los demás. A pesar de su incapacidad de ver, se hace dueño de los libros con sus ojos sin luz. Admite lo ardua que le resulta esta empresa pero sale triunfal del buen combate. Reconoce que es aquello que no se nombra y que atribuimos al azar lo que rige estas cosas, eso que hoy llamamos destino: se refiere a su enfermedad. Y cuando habla de un otro, tiene en mente a Groussac, a quien nombra en el poema, por haber sido, igual que él, severo y duro en su crítica de la sociedad de la cual formó parte, carente del don de la sonrisa complaciente y políticamente correcta y no vidente. Luego de una vida prolífica y una labor en las letras sobresaliente, Groussac es operado de un glaucoma en 1926, queda totalmente ciego y finalmente muere a los 81 años.

La pregunta retórica acerca de la autoría del poema es contundente en la respuesta: es el don el que escribe desde las sombras, sea Borges o Groussac. No importa el nombre: "es indiviso y uno el anatema". No es sencillo abordar las implicancias del significado de la palabra anatema: creo que Borges, tal como lo hace Shakespeare en su obra, abarca todas sus connotaciones, que conoce bien gracias a su insaciable sed de saber. Anatema según Wikipedia era para los griegos una ofrenda a los dioses, aunque con el correr del tiempo devino en una maldición a la exclusión, a la amputación de un miembro, al destierro, al exilio, a la ignominia. 

Salvando todas las distancias con estos grandes de la cultura de todos los tiempos, todos y cada uno de nosotros recibe ciertos dones y ciertas limitaciones. Lo importante no es lo que se recibe como don o limitación, sino qué se hace con eso que nos es dado y cómo se usa y se da como fruto para lograr elevarse por sobre este mundo gris "que se deforma y que se apaga en una pálida ceniza vaga que se parece al sueño y al olvido."

Días pasados me encontré por casualidad con un alma afín: Javier Bellina, autor del blog Memorias de Orfeo. Me cautivó primero con una reflexión personal de apertura que hace sobre el oficio de escribir en una entrada sobre el Nobel de Literatura 2012, Mo Yan, un escritor chino a quien desconocía y que según Javier Bellina se destaca por su sencillez, es decir, por qué dice, de qué temas habla y cómo lo hace. Es eso, según Bellina y en mi modesto entender, lo que nos atrapa de un escritor, sea chino, inglés, francés, español, peruano o argentino. Bellina dice:


"Mo Yan escribe sobre lo que todo el mundo ve y vive, la vida cotidiana, lo que ha visto y sentido cuando vio y vivió. Este ser humano de ojos rasgados y piel amarilla conoce la condición humana, escapa a los estereotipos.

(...)


La sencillez se trabaja, necesitas saber con precisión de nanómetro qué quieres decir y con qué palabras, giros,  frases, signos de puntuación, tiempos y modos verbales, actitudes y emociones. Hay ciertas precisiones e intenciones en lo que quieres decir, y no digo que lo sepas con puntos y comas sino que poseas el estado de ánimo que te permita estar conectado con el momento en que estás conectado..."



Desde esa conexión leo este poema de Borges, a quien el Nobel le fue negado por cuestiones que no vienen al caso. Borges escribe aquí sobre lo que todo el mundo ve y vive: las grandes pasiones y los amores de su vida, los dones que como tesoros recibimos, la enfermedad, los demonios internos que intentamos exorcisar, nuestras luces y sombras, la muerte, el sentido de la trascendencia de la vida humana, el uno y el otro, el yo plural, la autoría de la maestría, lo irónico que resulta que se nos den ciertos dones y que otros se nos nieguen, las batallas vitales para superar esa enfermedad que a todos nos toca en algún tramo del camino o que nos acompaña de por vida, como fue su caso, y sobre cómo se vive con esa ironía que encarnamos sin terminar de entender y que "ciertamente no se nombra con la palabra azar".

Hay ojos a los que la visión les es negada pero que son capaces de ver más allá, de romper todos los moldes y que, desde sus iluminadas sombras, echan luz sobre las grandes verdades atemporales que a todos nos ocupan. En esa mirada que se eleva por sobre sus propios límites y que es capaz de hacer ver a otros ojos videntes pero carentes del don de mirar más allá de donde los ojos pueden ver reside el valor eterno de estos nombres grandes de la Literatura de hoy y de todos los tiempos.

Habrá más sobre Javier Mellina y sus Memorias de Orfeo porque es mucho lo que siento que tenemos en común. En esta ocasión le agradezco la inspiración, cierro con la cita que me atrapó inicialmente de esta entrega en particular y se las dejo para pensar y, si les apetece, comentar:

"Si un autor ha ganado el Premio Nobel de Literatura es que es importante. El universo de lo escrito con ansiedad literaria es amplio, abarca a todos esos autodefinidos escritores y a sus demonios internos. Hay ganancia secundaria si aparte del acto de la creación, del orgasmo interior, de la sensación de integridad y plenitud, además te ganas los frejoles con eso. En la práctica escribir es lo que haces cuando no trabajas, y la chamba el precio a pagar por ser humano: Se trabaja, después se escribe, la vida es justamente transar con esas cosas."

¡GRACIAS, JAVIER BELLINA!


A boca de jarro

jueves, 17 de octubre de 2013

A mis alumnos




  Hoy, a esta hora precisa, es la segunda vez que se encuentran con que no estoy al frente de nuestra clase de los jueves. Ya no volveré al instituto ni tampoco a la enseñanza, al menos en lo inmediato. Las razones son de índole personal. Algunas las conocen y otras las irán conociendo a medida que vayan creciendo y se enfrenten con las realidades del mundo laboral que nadie puede ni debe enseñarles.

 Quiero que sepan que mi vida este año ha dado un giro trascendental. Sobre algo de esto ya les he hablado. Soy y seré docente hasta la muerte, y agradezco todos estos años de enseñanza, porque la que más aprendió de ellos fui yo. Créanlo, por favor, no es una frase hecha ni un cumplido. Me conocen y saben que soy sincera y que no la voy de amiga de mis alumnos. Es la pura verdad.

  Saben también que me lancé a la aventura de la escritura y que voy detrás de un sueño incierto. También estoy dando mis primeros pasos en un trabajo voluntario de acompañamiento de los enfermos desde la absoluta gratuidad que me hace muy feliz y para el cual me voy a capacitar con profesionales diversos el año próximo. Esto me plenifica tanto como lo ha hecho la docencia durante más de veinte años. Y para llevarlo adelante hace falta hacer espacio y tiempo, hay que trabajar duro, aprender mucho, leer y tener el alma abierta, serena y dispuesta: vuelvo a hacer una alumna como Ustedes, y eso me entusiasma.

  Dicen los que estudian el devenir de la vida de las mujeres contemporáneas que muchas de nosotras a la mitad de la vida cambiamos radicalmente de rumbo para retomar sueños truncos o para embarcarnos en aquellos que no nos animamos a concretar a la edad en la que se toma la decisión de una profesión, la que hoy tienen Ustedes. También sucede que a esta edad se puede descubrir una nueva vocación: algo de eso me pasó. Ojalá todo este cambio me encuentre en la mitad de mi vida, porque en esto no hay garantías, y hubo golpes en estos años pasados que me lo hicieron ver muy claro.


 Yo he intentado en cada uno de nuestros encuentros enseñarles algo más que inglés. Espero que les sea de utilidad en la vida. Como alumna he tenido la enorme fortuna de tener profesoras que me marcaron a fuego. Es mi más profundo deseo haber sido para Ustedes algo de lo que esas Maestras a quienes les estaré eternamente agradecida fueron para mí.

 Lamento haber dejado el curso a tan pocas semanas de su culminación, pero estoy segura de que todo lo que hemos trabajado juntos dará buenos frutos y de que lograrán alcanzar la meta que se han propuesto con éxito. Les dejo algunas frases inspiradoras de regalo que me enseñó un joven, Javier García, de quien me hice seguidora en Google+, y que me acompañó con sus frases haciéndome de maestro durante todos estos largos días de trance entre una vida que dejo y otra a la que me lanzo sin divisar ningún puerto seguro. La vida es eso, queridos alumnos: navegar las aguas a pura intuición y siguiendo el llamado del corazón, que cambia como la marea de acuerdo a la fuerza de la luna.

 Mi viejo tiene ya 76 años y lo visito menos de lo que quisiera por falta de tiempo. El otro día, en medio de la confusión, la angustia y el insomnio que me produjo tomar esta determinación, mi papá, un cardíaco caminante, me envió un mensaje de texto a mi celu, parafraseando la letra de una canción que canta alguien que quizás Ustedes no conozcan: Joan Manuel Serrat. En esta canción, Serrat se inspira en un poema del gran poeta español Antonio Machado, y dice:

"Caminante no hay camino
se hace camino al andar."

 Su mensaje decía algo que me gusta aún más que la bella y honda frase de este inigualable poeta, tal vez porque viene de mi padre:

Caminante no hay camino
se hace vida al andar...


 Como también escribió Machado en otro poema que hace ruido en esta primavera, A un olmo seco (una obra), les digo:
   
"Mi corazón espera
también hacia la luz y hacia la vida
Otro milagro de la primavera."

 Sigamos esperando hacia la luz y haciendo posible nosotros mismos otro milagro de primavera. Los guardaré en el recuerdo y en el corazón mientras haga mi propia vida al andar. Les deseo lo mejor y les comparto las frases de mi joven maestro, autor del blog Entre Llamas


¡Gracias, maestro Javi!



  A boca de jarro: Fer

martes, 8 de octubre de 2013

Incertidumbre






"Viajar no es tan sólo moverse en el espacio. Es acomodar el 

espíritu, predisponer el alma y aprender de nuevo."

                                                                          José Ortega Y Gasset


 Iba a escribir la historia que desenterré en Asturias, la de mis abuelos maternos, pero en estas últimas madrugadas empezaron a soplar vientos de incertidumbre sobre mi tierra que me mantienen en vela. Me fui de viaje para encontrarme con mis raíces y así lo hice, pero también me sirvió para darme cuenta de dónde vengo, dónde vivo y cómo vivimos los argentinos.

 Todo viaje conlleva un movimiento del alma, parafraseando la cita que abre esta reflexión incierta. Mi alma se salió de su eje al viajar, y al volver ya nada se ve desde el mismo ángulo, aunque hay líneas convergentes que se plasman en mi historia y en la de aquellos que me precedieron en mi árbol genealógico. Mis abuelos asturianos se aporteñaron mucho más que mis abuelos gallegos. Venían del trabajo y se instalaron en una Argentina que les ofreció más trabajo. No dejaron riquezas en sus pueblos. Dejaron parientes que fueron acribillados frente a sus ojos por ser anti y no pro. Y acá les pasó parecido: se encontraron con el paradigma que aún nos gobierna, y que siempre ha planteado la misma antinomia: anti o pro. Lo sigue haciendo hasta hoy.

  Mi viejo siempre dice que el general le permitió hacerse médico en una universidad pública y de excelencia, y sin él al poder sus padres inmigrantes jamás podrían haber estado orgullosos de su hijo, el doctor. Pero también dice que estamos enfermos de un cáncer social que nos divide hace décadas, y que lo que se viene ahora es la metástasis, y ya va por los 76. Mi abuelo asturiano sufrió agravios y ataques por hablar mal del general en su almacén, y se lo dieron vuelta los muchachos bravos de entonces una noche que mi mamá aún recuerda con terror, el mismo que siento yo hoy cada vez que salgo a la calle o cuando se va mi hijo mayor solo y de noche a estudiar, calzado con unas zapatillas de marca, ninguna extravagancia, las que le compramos a fuerza de trabajo, y un celular en la mochila para que esté comunicado con nosotros, ya que todos sabemos que sólo por sacarte cosas como estas en cualquier calle de mi ciudad te matan, y los delincuentes, que entran en la espiral de pobreza, violencia y criminiladidad porque tienen pocas opciones viables y dignas de supervivencia, entran por una puerta y a los pocos días salen por la otra. Cuando se acude a la policía por estos casos que se repiten a diario, ellos mismos admiten que poco pueden hacer al respecto: están peor armados para enfrentar al delito que los propios criminales. Si los identifican y los van a buscar a sus guaridas, por todos bien conocidas, quedan marcados ellos y pierden ellos la vida por el magro sueldo que se les paga cuando, al ser excarcelados estos extraviados, se cobran la revancha. Hoy por hoy, a la nieta de ese noble y digno asturiano de férreos principios, que mandaba unos dineros que no le sobraban a España para ayudar a los que se quedaron allá penando, le pasa algo similar: se la juega cuando se anima a escribir de estas cosas desde un blog porque se lo pueden dar vuelta, un blog que es el equivalente actual al mostrador del almacén de mi abuelo en la década del 50. En términos de libertad de expresión, estamos empatados, él y yo.

 La delicada situación de salud de nuestra mandataria, enfrascada ahora en un hermético silencio, no hace más que generar la misma incertidumbre que sintieron mis abuelos cuando se embarcaron para venir a hacer la América y tuvieron que vivir en un país escindido. La señora se pegó un golpe en la cabeza en agosto, un golpe del cual no estábamos bien informados, como tampoco se nos informa con claridad y veracidad sobre los índices de pobreza e inflación o sobre qué va a pasar si ella no puede seguir al timón de este barco que perdió el rumbo hace rato. El golpe que se pegó es la metáfora más acertada para ilustrar cuán enajenada estaba en su burbuja de ambición, corrupción, impunidad y poder. Se dio de cabeza contra la realidad que ella misma se niega a aceptar. Su mayor mal, estimo, es haberse mentido a sí misma, es el no poder aceptar una posible derrota, aunque la enfermedad, tal como la viudez, ayuda a ablandar corazones. Yo deseo que la enfermedad le sirva como una lección de humildad y que se reponga prontamente, ya que nos hemos quedado acéfalos.

 La señora se dio de cabeza con la realidad que todos vivimos y padecemos a diario: la de la destrucción sistemática de la clase media, la de la alarmante inseguridad a la que nadie pone coto, la de la devaluación lastimosa de nuestra moneda, la de la falta de inversión y recursos para hacerle frente a lo que le queda por delante, la realidad del autismo de un gabinete que ni siquiera se reúne, que hace fotos para la campaña basadas en el montaje, ya que ni para la foto se juntan, y la realidad innegable del hartazgo de un pueblo que hasta se cansó de cacerolear porque era ninguneado además de desoído en su justo reclamo.

 El genral murió y nos dejó a Isabel. La señora se somete a una delicada operación y nos deja en manos de un  hombre bajo graves sospechas de corrupción, que está dando claras muestras de ineptitud para ocupar el cargo que ella misma le ha asignado. Como en la época del general, no hay oposición fuerte que proponga una coalición que nos saque de este brete. Por suerte no quedan ya militares que vayan a dar un golpe. Sólo tenemos incertidumbre, ayer como hoy, a caras de una elección a fines octubre.

 Hoy Clarín dice que la cirugía que se le practicará es "de rutina y de bajo riesgo", de acuerdo con la opinión de todos los especialistas que salieron a hablar en los medios. Pero ella nos ha dicho un millón de veces que Clarín miente... ¿A quién le creemos los argentinos hoy? 

 Yo les doy las gracias a mis abuelos asturianos y gallegos que me enseñaron a pensar sobre la política a base de información y opinión, a trabajar decentemente para mantener a mi familia y para aportar mi granito de arena para construir una nación digna, a no robar, a hacer buen uso de mis libertades como ciudadana y a acostumbrarme a vivir con la incertidumbre, apoyándome en la fe en el Dios al que encomiendo mi destino y el del mundo. La incertidumbre es la única certeza con la que parecen contar nuestros pueblos. 





"De pronto recordé que había soñado con eso: Un laberinto asfixiante en el que por más que caminara siempre estaba en el mismo lugar. Algo me atrajo, quizá la incertidumbre o mi propio miedo, y me largué a correr hacia cualquier parte."
           
Osvaldo Soriano, escritor y periodista argentino y marplatense, (1943-1997), autor de notables obras tales como Triste, solitario y final (1973), No habrá más penas ni olvido (1978), Cuarteles de invierno (1980), A sus plantas rendido un león (1986), Una sombra ya pronto serás (1990), El ojo de la Patria (1992) y La hora sin sombra (1995).


A boca de jarro

domingo, 29 de septiembre de 2013

Al Viveiro de mis abuelos paternos


 ©A boca de jarro: Fotografía e información familiar
Todos los derechos reservados


Si yo fuese diestra en el don de la poesía
escribiría galanes versos
para plasmar la hermosura
de ese Viveiro que añoraron
toda una vida desde mi rincón de América
cuando debieron abandonarlo
escapándole a la vergüenza
de la miseria de unas guerras
que jamás comprendieron ni perdonaron
Ustedes, Abuelos, a su ascendencia,
que es también la mía:
hoy lo siento más que nunca.

Toda la fina hidalguía
de esa Galicia de la que fueron dignos hijos,
la que cantaba y vibraba en tu dulce voz, Maruja,
hija de los montes y de las rías que desnudan los secretos
que hallaban refugio en el pecho de Jesús, que te amó a primera vista,
siendo un apuesto habanero, varón de mundo,
que se rindió con hombría ante el fulgor de tu verdura,
de tus curvas hispanas y de tus ojos color esmeralda,
con su historia de huida de una absurda guerra en el extranjero,
la he visto por fin reflejada es esas gruesas arenas
y en las mansas rías que menguan con la marea
en cada atardecer bajo las estrellas, cómplices de tu singular belleza.



En el Cementerio de Altamira
me encontré con lo que queda de mi ancestros en Viveiro: 
Don Juan Latorre Capón,
músico destacado del pueblo y hoy olvidada leyenda,
a quien aún recuerda algún viejo que entabla amable conversación
con su bisnieta para conducirla hasta su tumba en primera fila
sobre el monte, sin el blanqueado de las de su alrededor.
El padre que abandonó a su familia
para unirse a la cocinera Emilia
y ser fuente de tu vergüenza, Abuela, y el motivo de tu pueblerino pudor,
yace allí junto a tu hermana Paz, que fue a morir 
asistida por las Madres Concepcionistas,
siendo la única que regresó al terruño 
a entregar sus días sobre el suelo que a todos les dio la vida.




Si yo fuese poeta diestra, Maruja,
hoy te diría con más justicia cuánto te quiero,
cuán orgullosa estoy de ser tu nieta argentina,
cuánto te agradezco por haber dejado todo aquello,
para haberte hecho a la mar, huérfana de toda riqueza,
y darles así un porvenir de solvencia y dignidad a tus tres hijos,
habiendo perdido a tu primogénito en el camino 
en las garras de una cruel enfermedad,
una herida que llevaste como mejor supiste, 
aferrada a la Virgen de los Dolores, imagen negra,
que te acompañó a la luz de la felicidad 
y bajo el yugo oscuro del trabajo cotidiano
al quedarte sola, sin tu Landro, sin tu esposo, sin tus callejas 
y tus amadas playas de la infancia,
sin tus misas en Santa María, sin procesión, sin tu ventana de cara a tus rías,
sin tus Castelos, sin tu Monte San Roque y sin el sabor en tus labios de la sal del Cantábrico.





Allí te encontramos radiantes y extasiados ante tanta belleza
tus frutos argentinos, que cruzamos de nuevo el océano en busca del color de tus ojos,
del timbre singular de tu voz que cantaba a todos los Santos que con sencilla devoción venerabas.
Todo nos lo trajimos en tres piedritas de la cima del Monte San Roque, donde descansas tú, que eres polvo,
junto a las cenizas del hombre que me brindó la honradez y el honor de mi apellido, Paz,
la mejor herencia que me han sabido legar, y que vive en el presente momento
en el que escribo estos torpes versos sin el don de la poesía
pero con toda la intensidad del amor que me dio la vida;
una vida que no cesa de buscar algún sentido trascendental
que la haga seguir dando fruto a través de la adorada palabra,
de la mirada profunda sobre el misterio de la existencia
y de la humana hondura de las raíces que moldean su identidad.

Allí en Viveiro, Abuelos, ha quedado un pedazo de mi alma,
en la cima de sus montes, en el río que discurre a través de bosques densos
y azuladas praderías perfumaditas de pino y altaneros eucaliptos bajo el brillo de la luna.
Tú, Maruja, nos contabas entre lágrimas tus recuerdos de ese medieval pueblo
y de cómo ese hombre apuesto, a quien sólo amé a través de las historias
de mi padre, que lo lloró amargamente porque se lo llevó la muerte a deshora
sin que sus nietos pudieran conocerlo y amarlo como merecía,
un gallego decente y trabajador que jamás volvió a reclamar su riqueza
y vivió en la Argentina una digna pobreza que hacía brillar tu limpieza.
Yo no heredé el don de la cadencia musical del músico Don Juan,
ni tampoco el mérito de la poesía de Pastor Díaz:
sólo logro escribir pobres versos a ese Viveiro que quiero como parte orgullosa del árbol de mi familia.





A boca de jarro

viernes, 6 de septiembre de 2013

La histora de mi árbol hoy (III)



 Mi jardín es una escuela de vida, muerte y resurrección. No hay libro mejor para hacerse jardinero que el que se lee en los árboles y las plantas, hijos de la Madre Naturaleza. Sólo el jardinero que riega y cuida a sus plantas las conoce por su nombre, las llama, les toca la raíz para nutrirlas de amor, se mancha con su savia, y a veces, en el afán de cuidarlas, las expone también al dolor, a la enfermedad y hasta a la muerte. Esto lo sabe el jardinero porque a él le sucede igual que a sus plantas, pero son sus plantas, con sus pestes, sus muertes y sus resurrecciones, quienes se lo recuerdan constantemente. Es menester recordar que como llegamos un día, nos vamos, que enfermamos, que a veces en el intento de sanar o fortalecer, malogramos a algún ser viviente sin querer, que el dolor es parte de la vida y que todo esto es un hondo misterio que nos excede y para el cual no existe explicación racional alguna. Hay que aprender el arte de la humildad para aceptar y abrazar al misterio sin entenderlo y sin siquiera cuestionarlo. Y el buen jardinero poco a poco lo va aprendiendo.

  Estoy muy pendiente de mi árbol. He hecho de todo con él. Consulté con los expertos, lo podé, le cambié el sustrato, lo fumigué, y parece que todo esto le ha hecho más mal que bien. Y no era mi intención prolongar una agonía que podría habérsela obviado al pobre árbol pegándole un buen hachazo cuando se enfermó. Yo deseo que reviva con la entrada triunfal de la primavera, pero parece que él no da más con su alma. Y se me viene mi abuela asturiana a la cabeza, que decía sabiamente: "Julio los prepara y agosto se los lleva". Se ve que tenía razón mi abuela. Ella se fue un agosto frío y gris, antes de la primavera, allá por el 85. Pasó una larga estadía en casa y ya no nos conocía. Mi mamá la atendía como a una hija pequeña y desvalida: la levantaba de mi cama, que ocupó por varios meses, mientras que a mí me mandaron a dormir al living comedor, la llevaba al baño, la vestía, le daba la comida, la sentaba en el sillón de la cocina, la bañaba como podía, le lavaba el pelo, le cortaba las uñas, la miraba en silencio, a veces lloraba y otras tantas puteaba, maldecía y le pedía a Dios por favor que se la llevara pronto, cosa que le dio culpa cuando justo la mañana en que iba a internarla en un geriátrico de la vuelta de casa porque ya no podía más con ella, se le murió como un pajarito sentada en el inodoro del baño principal de la casa chorizo, que menos mal que era grande. Nunca escuché a mi mamá quebrarse en un llanto partido en un grito tan desgarrador como aquel que dio ese día, un 11 de agosto. Mi viejo nos echó de la cocina a mi hermana y a mí, y nosotras nos quedamos abrazadas, sintiéndonos chiquitas y temblorosas en nuestra pieza, sentaditas las dos sobre mi cama toda deshecha y tibia todavía, refugiándonos en el calor donde había dormido por última vez mi abuela.

  ¿Por qué tuvo que sufrir así la pobre y noble asturiana? ¿Por qué mi vieja tuvo que cargar con semejante fardo y encima sentir culpa cuando pasó lo que tenía que pasar? ¿Por qué a mí, en mi último año de secundaria, cuando estaba decidiendo mi futuro y necesitaba acompañamiento, me tuvieron que desterrar de mi lugar en mi casa para dárselo a mi abuela? ¿Por qué nos desconocía y se ponía agresiva con nosotros, su única familia? ¿Por qué se murió en el baño en brazos de su única hija devenida en su madre por esos meses eternos, y no dormida, para ahorrarnos a todos ese garrón? No sé. Nadie lo sabe. Pero las preguntas siempre quedan, hasta que por fin un día ves que pasa en las mejores familias, que otros la pasan peor todavía, y pensás que dentro de todo la tuviste fácil. Pero no se siente fácil cuando la estás pasando.

  Hoy me pasa lo mismo con mi árbol. Estoy pendiente de él todo el día, hasta me quedo despierta hasta tarde para acariciarlo, hablarle, susurrarle cosas lindas, darle fuerza, pero no quiere o no puede frondar. Mi esposo ha llegado a hacer una incisión en su empalidecida madera, que se siente fría y muerta, para ver si había verde en el interior de su corteza e intentar darme esperanza. Y el verde está. Sin embargo cada día cuando cae el sol, a esa hora del crepúsculo que huele a angustia por ser el heraldo de la muerte del día, pierdo otra vez el verdor de la esperanza y me voy. Me voy por ahí a dar una vuelta, a distraerme con alguna compra, con alguna tarea mecánica, con alguna canción, con las plantas sanas y fuertes de la terraza. Todos le escapamos al dolor.

 Y al volver a la cocina para preparar la cena, enciendo las luces de mi jardín urbano para extenderle el día a mi árbol de manera artificial, para darle calor, lo riego más que a las otras plantas y lo observo con angustia a través de mi ventana. En casa me dicen que estoy demasiado pendiente, que me involucro demasiado, que al fin y al cabo es un árbol y que se tiene que morir algún día. Pero a mí me parece que como lo he plantado, lo he cuidado, lo he mudado cuando tuve que hacerlo, lo he engalanado para las navidades familiares, lo he usado de escondite de regalos para mis hijos y sobrinos chicos y he ido a celebrar mis alegrías y a llorar mis penas bajo sus ramas cargadas de hojas, lo que hago es simplemente lo que se debe hacer. Nunca es demasiado hacer a la hora de dar amor y cuidados a un enfermo, ¿no? 

  Han llegado hasta a darme un buen reto delante del árbol mismo, diciéndome que tanta cosa le podía hacer peor, que así yo le generaba una dependencia tóxica y egoísta de cuidados paliativos, que tenía que dejar guiarme por los caminos de la Naturaleza, que no siempre coinciden con los deseos propios. Yo la verdad no los entiendo cuando me dicen todo eso. ¿Que saben ellos de mi árbol? Ellos hablan desde afuera, y los de afuera son de palo. A mí eso se me hace tibio, cómodo, hueco, diría casi desalmado. Pero si hasta son capaces de aparecerse con otro árbol para sacarse al muerto de encima, porque no hay nada peor que un muerto en vida.

  Lo que más me duele es irme de viaje a encontrarme con mis raíces y dejarlo solo acá entre las otras plantas sanas o sanadas y resucitadas por mis propios dedos verdes. ¡Pobre árbol! ¿Quién le va a dar charla? ¿Quién le va a hacer compañía y prodigarle contacto físico, caricias y miradas, aunque sea por unos días, como lo hago yo? A nadie en el mundo le importa tanto este árbol como a esta boca de jarro. Y de tanto hablar del árbol enfermo y de lo que debe hacerse, sólo para defenderme de los comentarios que se sienten como bofetadas a mi sensibilidad de jardinera, ¿saben lo que me pasó? Me enfermé yo. Nada grave esta vuelta, por suerte. Una simple faringitis. Pero créanme que es recurrente. Siempre que me voy de boca por defender lo que considero mis principios más nobles y férreos, mis ideales de amor y vida y mi dignidad de jardinera dedicada, me pesco una faringitis y me quedo muda por unos cuantos días, para alegría de unos cuantos que me conocen y me soportan. Cosas de la enfermedad que siempre viene a darnos una lección de silencio frente al misterio que significa y de humildad frente al sufriente, aunque no seamos capaces de entender o siquiera aceptar el misterio que a todos no envuelve y nos revuelve.



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