martes, 13 de septiembre de 2016

Suspensión del descreimiento




“There is a wisdom of the head, and... there is a wisdom of the heart.”

Charles Dickens, Hard Times. 





      En uno de sus mundos imaginados fuera del mundo donde le tocó vivir, Dickens creó un personaje tan memorable como objetable y absolutamente creíble. En plena era del Utilitarismo de su Inglaterra victoriana, realizó un retrato extraordinario de los Tiempos Difíciles, los enmarcó entre las chimeneas humeantes de las fábricas industriales de una inexistente y distópica Coketown y les dio forma y color humanos en la figura del Señor Gradgrind, economista, hombre público y educador, fuertemente posicionado a favor de los hechos y en contra de la fantasía: 

“Pues bien; lo que yo quiero son realidades. No les enseñen a estos muchachos y muchachas otra cosa que realidades. En la vida sólo son necesarias las realidades. No me planteen otra cosa y arranquen de raíz todo lo demás. Las inteligencias de los animales racionales se moldean únicamente a base de realidades; todo lo que no sea esto, no les servirá jamás de nada. De acuerdo a esta norma educo yo a mis hijos y de acuerdo a esta norma hago yo educar a estos muchachos. ¡Hay que atenerse a las realidades, caballero!” 

Yo no sé Ustedes, pero yo sí conocí personas en el mundo fuera de los libros como el Señor Gradgrind, capaces de moler cualquier fantasía ("grind" significa "moler" en inglés, y no creo en la ingenuidad de Dickens a la hora de poner nombre a sus personajes): recuerdo a mi profesora de música del secundario, la vieja Schenone, quien insistía en la solemnidad musical, y que en sus clases nos daba para estudiar y recitar, de memoria y sin risas, la vida de los compositores célebres en lugar de permitirnos entregarnos a la fantasía de la música y del mero hecho de cantar, que, por cierto, hace tan bien como reír y educa casi más que estudiar. También me pasó de tener como compañero circunstancial de viaje a un señor que se negaba a entrar a los museos por considerarlos aburridos y fantasiosos, un tipo que parado frente a una obra de arte que los demás habíamos viajado miles de kilómetros para observar, te decía, encogiéndose de hombros: "¿Y tanto lío por este mamarracho?" 

También me ha sucedido conocer gente del otro extremo del espectro de la incredulidad: ya en alguna otra oportunidad he traído a colación a mi tía Juana, una mujer que cuando miraba Titanes en el ring por televisión creía que los tipos se mataban a trompadas. ¡Y cómo lo disfrutaba! Fue un consuelo para mí estudiar, varios años después de la muerte de mi tía, el perfil de la audiencia shakesperiana en tiempos del Bardo, que de entre las columnas del teatro isabelino poco selecto de aquellos tiempos, y a cielo abierto, le avisaban a los gritos pelados al protagonista de una tragedia cuando un villano venía con la daga en la mano a ensartarlo por atrás porque realmente creían en la fantasía en la cual estaban inmersos.

Sucede con la literatura, el teatro, el arte y el entretenimiento en general - y nos sucede a todos, en mayor o menor escala - que nos dejamos embaucar a voluntad por la ficción que nos propone el creador o el artista. No hay escape más placentero, más adulto y más necesario. Samuel Taylor Coleridge le puso un nombre a este fenómeno por el cual nos adentramos en el mundo de ficción que se nos abre al pronunciar la fórmula mágica "Había una vez" sin pedir a gritos la realidad que adoraba el Señor Gradgrind: "suspensión del descreimiento". El autor de fantasías tiene, a priori, un acuerdo tácito con el espectador o el lector, y espera que nuestra fe poética nos permita dejar de lado nuestra sensatez y juicio crítico por el rato que dure la ficción, y así nos traguemos encantados cualquier sapo encantado: que una casa está embrujada, que haya unicornios en el jardín, dragones en los techos y piratas que hacen desaparecer doncellas vírgenes de sus aposentos. Es decir que para disfrutar y dejarse llevar, para reír y llorar, para gozar y penar con un buen libro entre las manos o con el culebrón de las cinco de la tarde es menester suspender nuestro juicio acerca de la inverosimilitud de aquello que se nos plantea fantasiosamente como realidad. En otras palabras, hay que permitirse pecar de ingenuo para disfrutar del arte y la literatura, hay que permitirse aquello que esas personas como el señor Gradgrind, mi profesora de música o el pobre tipo que frente a una obra no ve más que un garabato, no se permiten, tal vez por el miedo adulto que representa la subversión a la que nos invita la fantasía artística: hay que poder y querer hacer a un lado la lógica de la cabeza, de los hechos - como un niño que juega a que es Superman y salta desde el balcón - y apelar a la lógica del corazón.

Para quienes escribimos es todo un desafío el ser creídos y creíbles, y resulta pura aventura el derribar las vallas de la realidad, moldearla a fuerza de golpes del cincel de la fantasía, y ganar la credibilidad y el respeto de quien nos lee. Yo no recuerdo mayor alegría en mis días de letras que la primera vez que me animé a inventar y fui creída, aunque esto no basta para suspender mi propio descreimiento con respecto a quien soy yo. El verdadero escritor es un artista que habilita el salvoconducto a la fantasía sin esfuerzo, un ser capaz de crear sobre la hoja en blanco un mundo donde no hay lugar para el férreo descreimiento, alguien cuyo destino es borrar de un plumazo el miedo a volar de quien aborda el mundo que chorrea de su pluma.



A boca de jarro

lunes, 5 de septiembre de 2016

Una amiga de café

Edward Hopper, "Chop Suey".



      Las mujeres hemos adoptado el ritual del café al liberarnos del confesionario al que mi abuela acudía a desprenderse del peso de aquellas acciones que creía pecaminosas por haber sido educada para sentirlas y asumirlas de ese modo. Tal vez no debería hablar tanto en pasado sobre esto último, en tren de confesiones... Supongo que Mercedes me citó en el café de la plaza este domingo que pasó lluvioso con la misma necesidad de ventilar sus cuitas que llevaba a mi abuela al altar lateral de San Antonio a esa misma hora del mismo día de la semana. Este pensamiento me acompañó todas las cuadras que caminé bajo una delgada lluvia helada en pleno mes de septiembre hacia el encuentro de mi amiga, y la imagen de la soledad vital de mi abuela - arrodillada en el reclinatorio del confesionario de San Antonio - se me vino patente a las pupilas al pasar por la puerta de la iglesia cerrada bajo candado a pesar de ser domingo.

Es posible que otras mujeres más modernas que mi abuela y que Mercedes hayan trocado al cura por el psicoanalista, aunque me temo que no por ser modernas han hecho gran negocio: el cura escuchaba, silencioso, les colgaba el cartel de pecadoras y les daba una penitencia que sólo las confirmaba en falta, así como el psicoanalista escucha, silencioso, les cuelga la etiqueta de neuróticas, histéricas, bipolares o depresivas a las modernas y las deja ir igual de condenadas, con un agujero en el bolsillo y sintiéndose aun más en falta. 

Una amiga de café es otra cosa. Una amiga de café no se animará a juzgarte ni a diagnosticarte - al menos no en tu cara - y mucho menos intentará que salgas de la charla de café con el firme propósito de cambiar, lo cual ya es un alivio, sobre todo si además de tomarnos un rico cafecito que nos vienen a servir a nosotras, que siempre lo servimos, tomamos en cuenta el hecho de que todas las intervenciones de curas y de analistas en el libro de la vida de todas las mujeres que conozco - incluyendo las hechas al libro de la mía - han respondido al afán de editarlo burdamente. 

Es posible que este pensamiento que finalmente me dejó al momento de encontrar a Mercedes en el café de la plaza sentada a una mesa alejada del ventanal salpicado por la lluvia este domingo sea de lo más complejo, tan fútil como femenino, pero, convengamos en que, al momento de poner el hombro y la oreja, me dejó en absoluta y desinteresada libertad, que es mucho más de lo que se puede decir a favor de los curas, los analistas y hasta de los editores, sobre todo en un domingo. Es muy posible, también, mal que me pese hoy lunes, que este café haya sido inútil para aliviar las penas de quien me lo convidó.

Mercedes es de esa gente que al presentarse no enrostra ni dobles apellidos, ni títulos obtenidos, ni número de hijos, ni marca de auto o de perfume. No es de esas minas que se ponen a averiguar con voz nasal en dónde trabajás, a qué se dedica tu marido, cuántos idiomas hablás o cuántos kilos te quedaron de más después del último embarazo para darte su amistad, no sé si me explico. Mercedes es al pan, pan, al vino, vino, y al café, azúcar. En eso somos parecidas, y creo que por eso nos hicimos amigas. Lleva como marca personal la capacidad de jamás olvidarse de un cumpleaños, no importa cuándo haya sido la última vez que te vio para recordarlo. En eso no nos parecemos. Es una persona que no necesita parecer para ser, y eso me hizo su amiga. Y a Mercedes le pasó algo parecido a lo que a tantos nos suele pasar cuando intentamos escribir el libro de la vida: siente que se quedó sin editor y entonces llamó a una amiga a ver qué le parecía.

Lo dejé, Fer, al final me animé y lo dejé me dijo, ni trágica ni triunfalista, pegándole un sorbo mocoso a su café. 

Los últimos años de la vida de Mercedes estuvieron marcados por los mocos y por la inquietud miedosa y culposa de vivir para salvar a los suyos, una inquietud que invade lo motriz y que he visto en mil mujeres: salvar a sus tres hijos de la indiferencia paterna y social, salvar a sus padres de los dolores y los horrores que les tocó enfrentar en el invierno de sus vidas y salvar a su marido de una brutal depresión que lo postró en el sillón del living frente al televisor, lo condenó a una obesidad tal que hasta le costaba vestirse por sí mismo y la condenó a ella a vivir sin una puta alegría de domingo lluvioso. Yo creo que hasta los cordones de las zapatillas le ataba esta mujer, aunque nunca me lo dijo. Y por esa inquietud sin tregua por salvar a todo el mundo, Mercedes se hundió a sí misma y casi se queda paralítica. Fue de empleo en empleo tratando de parar la olla, de médico en médico intentando apuntalar la vejez de sus padres y de sacar del pozo a su marido, de curso en curso para preparar a sus hijos para la vida adulta, y un buen día su espalda dijo basta al peso que le cargaba, literalmente basta. Empezó tratamientos con inyecciones que le reventaban el estómago, sesiones interminables de kinesiología y finalmente enfrentó una cruenta cirugía. Apoyada por su hermana y por sus contadas amigas, que somos antes de parecerlo, lenta y dolorosamente, salió adelante y volvió a caminar erguida.

—¿Y cómo te sentís con eso?

—Tengo mucho miedo, qué querés que te diga.... Miedo y culpa.

No encontré respuestas, consejos o defensas contra esos dos cretinos que arruinan todos los grandes finales de libro de la vida. Sólo se me ocurrió sentar a nuestra mesa de café a ese pensamiento intrusivo y femenino que me había dejado cuando la vi sentada y sola a la mesa lejos de la ventana, y se lo presenté, sin miedo ni culpa, sin dobles apellidos, sin títulos ni marcas, para que se hicieran amigos. La senté a mi abuela, sola en su soledad vital, al inservible cura, solo en su egoísmo, y lo senté al analista, solo en su autosuficiencia, pero no dejé a ninguno editar mi letra. Sólo me salió abrazarla y llorar con ella. El miedo a la condena y la culpa por no ser lo que los demás quieren que seamos se encuentra en el fondo de la taza de tantos cafés amargos que aprendemos a tomarnos que nada podría hacernos uno más igual de amargo en una tarde lluviosa de domingo. Al menos una cosa sí supimos hacer bien: el no editar la vida.


Edward Hopper, "Autómata".



A boca de jarro

martes, 30 de agosto de 2016

Una noche con Zafón






"Hubo un tiempo, de niño, en que quizá por haber crecido rodeado de libros y libreros, decidí que quería ser novelista y llevar una vida de melodrama. La raíz de mi ensoñación literaria, además de esa maravillosa simplicidad con que todo se ve a los cinco años, era una prodigiosa pieza de artesanía y precisión que estaba expuesta en una tienda de plumas estilográficas en la calle de Anselmo Clavé, justo detrás del Gobierno Militar. El objeto de mi devoción, una suntuosa pluma negra ribeteada con sabía Dios cuántas exquisiteces y rúbricas, presidía el escaparate como si se tratara de una de las joyas de la corona. El plumín, un prodigio en sí mismo, era un delirio barroco de plata, oro y mil pliegues que relucía como el faro de Alejandría. Cuando mi padre me sacaba de paseo, yo no callaba hasta que me llevaba a ver la pluma. Mi padre decía que aquella debía de ser, por lo menos, la pluma de un emperador. Yo, secretamente, estaba convencido de que con semejante maravilla se podía escribir cualquier cosa, desde novelas hasta enciclopedias, e incluso cartas cuyo poder tenía que estar por encima de cualquier limitación postal. En mi ingenuidad, creía que lo que yo pudiese escribir con aquella pluma llegaría a todas partes, incluido aquel sitio incomprensible al que mi padre decía que mi madre había ido y del que no volvía nunca."





        Para quienes amamos escribir, no hay sombras más largas ni más oscuras que esas rachas de días y días en fila en los que no sopla ni una gota del viento de la inspiración que nos lleva a soñar despiertos y en nuestra propia tinta. Cerraba un día más de esos en los que me siento como pluma sin tintero, y me fui a la cama con el libro de Zafón, uno de los mejores libros que he leído en mi vida. Me quedé dormida justo emergiendo del Cementerio de los Libros Olvidados. En mi denso sueño, me encontré a mí misma montada a mi modesta bicicleta de paseo sobre una gris avenida. Pedaleaba y pedaleaba, con toda bravura, intentando no ser alcanzada por una brillante e imparable motocicleta Kawasaki que, vaya Dios a saber por qué, me perseguía. Con esa lógica ilógica tan característica de los sueños, acometí una desesperada vuelta en u en plena autovía para, pedaleando al tope de mis fuerzas, irme a resguardar tras un guardarrail. Fue entonces cuando, logrando esconder mi bicicleta de mi propia vista, lo vi pasar a Zafón en esa Kawasaki platinada de ensueño a toda velocidad, con sus gafas puestas y a cara descubierta, como propulsado por el mismo viento. Ni falta hace decir que el tipo no me daba ni la hora. 

Sin ser una freudiana empedernida, se lo conté todo a mi hija, camino a su colegio la mañana siguiente, procurando elucubrar una básica interpretación de tan fugaz y vivo sueño. Queda claro que, desarmada por la belleza narrativa de La sombra del viento, padezco de un caso agudo de envidia creativa, y conste que no me considero una persona envidiosa. La figura de mi bicicleta contrastada con su potente máquina resulta por demás elocuente: el tipo me pasa por arriba y ni me registra... 

Había estado ojeando información y fotos del autor la tarde anterior al sueño, un rato antes de preparar la cena. Debo confesar que los autores de libros que logran meterse en mi cama también me entran por los ojos y por aquello que eligen contar de sus vidas. Me encontré con una cita acerca de su método creativo que, en el estado en el que me encontraba - enfundada en mi bata de franela y con las ollas a la espera de mi cita gastronómica vespertina sobre las hornallas - produjo una tremenda punzada de envidia en mis entrañas: 

"Mi método de trabajo está dividido por capas. Escribo como se hace una película, en tres fases. La primera es la preproducción, en la que creas un mapa de lo que harás; pero cuando te pones a hacerlo ya te das cuenta de que vas a cambiarlo todo. Luego viene el rodaje: recoger los elementos con los que se hará la película; pero todo es más complejo y hay más niveles de los que habías previsto. Entonces, a medida que escribes, ves capas y capas de profundidad, y empiezas a cambiar cosas. En esa fase es cuando empiezo a preguntarme: '¿Y si cambiase los cables, o el lenguaje, o el estilo?'. Ahí creo la tramoya, que para el lector ha de ser invisible: el lector ha de leer como agua, le ha de parecer todo fácil... Pero para que sea así hay que trabajar mucho."

Mientras picaba el ajo, las cebollas y el ají morrón para un risotto a base de sobras del almuerzo, no podía dejar de envidiar a alguien que evidentemente se divierte como forma de vida y que encima lo hace del mismo modo en que yo preparo la comida familiar. A esa hora del día, suele hacerse sentir un vacío en mi panza que pide alimento y una buena copa. Esa noche, en cambio, el vacío se sintió en mi alma, me llevó a la cama y sólo pidió tinta.








"Deshice el cuidadoso envoltorio en la penumbra del alba. El paquete contenía una caja de madera labrada, reluciente, ribeteada con remaches dorados. Se me iluminó la sonrisa antes de abrirla. El sonido del cierre al abrirse era exquisito, de mecanismo de relojería. El interior del estuche venía recubierto de terciopelo azul oscuro. La fabulosa Montblanc Meisterstuck de Víctor Hugo descansaba en el centro, deslumbrante. La tomé en mis manos y la contemplé al reluz del balcón. Sobre la pinza de oro del capuchón había grabada una inscripción.








 Daniel Sampere




Miré a mi padre, boquiabierto. No creo haberle visto nunca tan feliz como me lo pareció en aquel instante. Sin mediar palabra, se levantó de la butaca y me abrazó con fuerza. Sentí que se me encogía la garganta, y, a falta de palabras, me mordí la voz."



Carlos Ruiz Zafón, La sombra del viento.




A boca de jarro

lunes, 22 de agosto de 2016

Eleanor Rigby



    Entró al aula 3 del Pabellón Uballes para unirse a nuestra tercera clase de portugués apenas pasaditas las seis de la tarde de aquel viernes que parece que fue ayer, apoyada sobre su bastón con mango de carey y portando su libro nuevo bajo el brazo libre, vestida en una elegancia femenina e impertérrita y dejando a su paso una estela de un delicado perfume linguístico que me resulta tan familiar como irresistible. Iluminó su entrada triunfal con una sonrisa fresca, genuina, una sonrisa que denotaba años de clase llevados con mucha clase, y tuvimos todos la acertada sensación de que entraba con ella una brisa inesperada al aula y a nuestras vidas capaz de hacer algo mejor de una triste canción.





Nuestros ojos no dejaron de mirarla mientras su agilidad se contorsionaba para meterse de costado en uno de esos bancos incómodos que nos ponen a los alumnos como queriendo ahuyentarnos de aprender, y finalmente lo logró, sin perder un ápice de elegancia pese a su avanzada edad y su discapacidad motriz. Una vez sentados ella y su bastón, dijo en un simpático portuñol que se llamaba Eleonora Reyes, que tenía setenta y seis años y que era profesora de inglés. La profesora de portugués, Débora, pasó entonces a decir cómo nos llamaría a cada uno en su sonoro y sensual idioma, pero al llegar a Eleanora no pudo continuar con la ceremonia iniciática del bautismo. A Eleonora le brotó la profesora de inglés que siempre fue, y le dijo, decidida, que a ella le gustaba que sus alumnos y sus colegas la llamaran "Eleanor Rigby" por ser una fanática de Los Beatles. Quedó entonces establecido que todos seríamos quienes éramos en la lista, que seríamos a la vez alumnos de Débora y de Eleanor Rigby, y que esta señora iba a ser un trozo de poesía hecha canción entre nosotros. Y así fue, hasta el fin.

Hay algo en las profesoras de lengua que he conocido a lo largo de mis días que sin duda ha marcado mi destino. Tienen, por regla general, un andar tan sonoro como aquello que enseñan: llevan aros largos, muchos anillos y mil pulseras que van tintineando su presencia de semántica profunda a donde vayan. Son, por regla también, mujeres coquetas, que saben combinar los colores y las telas, que andan por la vida perfumadas - a sabiendas de ser olidas, escuchadas, miradas, odiadas y admiradas - y se les adivinan los buenos libros en las enormes carteras que portan cual bandera, una bandera itinerante de sus guerras ganadas con las palabras.

Cuando se emprende la empresa de aprender un nuevo idioma siendo una señora grande, luego de haberle dedicado años de tu vida a otro idioma que se ha convertido en algo así como un amante estable, lo que se desea aprender es algo más que una lista de estructuras gramaticales y palabras interesantes que generen un nuevo modo de comunicación y pensamiento, y eso es precisamente lo que Eleanor Rigby me vino a traer, apoyada en su bastón, sin siquiera ser la persona encargada de hacerlo. Lo que más me apena ahora es que se fuese de este mundo sin que yo se lo haya dicho en ningún idioma.

Aquel viernes nos adentramos en la primera unidad del libro en donde se nos interrogaba acerca de las motivaciones que nos habían llevado hasta ese pabellón frío a intentar aprender una nueva lengua a estas alturas de nuestras vidas, siendo, supuestamente, adultos ocupados. Todos dimos más o menos la misma respuesta: que nos atraía el idioma por haber viajado de vacaciones a Brasil más de una vez, que podía resultar útil para el trabajo, que nos gustaría entender algunas letras de canciones. Eleanor Rigby, en cambio, sentenció en perfecto portugués:

Eu quero ler a Pessoa em português.

Débora ríó. Eleanor Rigby la miró muy seria y agregó:

Así es como se me rieron en la cara tres viejas inglesas en el examen de ingreso al profesorado cuando yo les dije que quería leer a Shakespeare en inglés antiguo a mis diecisiete años , y acá estoy...

Mucho fue lo que Eleanor Rigby me enseñó. Un viernes de lluvia nos tocó como tema de discusión el futuro. Nos pasamos media hora chapurreando en portuñol acerca de esa ecuación incierta sobre la cual tanto nos gusta especular y anticipar, para bien y para mal. Penamos también: suele suceder que el alumno adulto principiante quiere decir mucho más de lo que en verdad puede decir en un idioma en el cual está condenado a hacer agua por largo tiempo. No fue el caso de Eleanor Rigby. Ella salió a nado por el ancho mar de banalidades aportadas por sus compañeros para desamarrar su certera profecía:

O futuro é muito curto.

Para el exámen final oral, que fue pautado de a dos, la suerte quiso que formara dupla con Eleanor - aunque yo ya no creo en la suerte. La consigna era preparar una breve exposición acerca de la rutina. Estos días, luego de haber recibido la noticia de su muerte, no puedo quitar de mi rutina un texto de Marina Colasanti - texto sobre el cual Eleanor Rigby basó su brillante exposición oral, dejándonos a la profe de portugués y a mí boquiabiertas. 

En homenaje a Eleanor y a todas las personas solitarias que tienen el don de hacer de una canción triste algo mejor, les comparto y les traduzco el siguiente fragmento de ese bello escrito:




Sé que la gente se acostumbra. Pero no debería.


(Marina Colasanti, 
escritora, traductora y periodista ítalo-brasileña)

"La gente se acostumbra a vivir en un apartamento interior y a no tener otra vista que no sea las ventanas de alrededor. Y como no tiene vistas, luego se acostumbra a no mirar hacia afuera. Y como no mira hacia afuera, luego se acostumbra a no abrir del todo las cortinas. Y como no abre las cortinas, luego se acostumbra a encender más pronto la luz. Y a medida que se acostumbra, olvida el sol, olvida el aire, olvida la amplitud.

La gente se acostumbra a levantarse por la mañana sobresaltado porque es la hora. A tomar el café corriendo porque va retrasado. A leer la prensa en el autobús porque no puede perder el tiempo del viaje. A comer un sándwich porque no hay tiempo para almorzar. A salir del trabajo porque ya es de noche. A dormitar en el autobús por estar cansado. A acostarse temprano y dormir profundo sin haber disfrutado del día.

(...)

La gente se acostumbra a esperar el día entero y escuchar al teléfono: "Hoy no puedo ir". A sonreír a la gente sin recibir una sonrisa de vuelta. A ser ignorado cuando necesitaba tanto ser visto..."








A boca de jarro



domingo, 7 de agosto de 2016

De ruido y de furia






   Fue Galeano el que salió con el cuento de que el mundo está hecho de historias y no de átomos, y creo que algo de razón tenía, porque a mí, por lo menos - dueña de una mente poco científica y con altos valores de cuentos en sangre - si no me explican el cuento de los átomos de manera clara, entretenida y asequible, casi que ni me lo creo. Yo me declaro, sin ningún orgullo, mujer de historias, de cuentos, antes que de átomos. 



Shakespeare, varios siglos antes que Galeano, inmortalizó con su pluma una sentencia que ha sido repetida y reciclada hasta el cansancio: 



"La vida es un cuento contado por un idiota, 
lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido." 

William Shakespeare, Macbeth, Acto V, Escena V.




Por su parte, Faulkner tomó prestados el ruido y la furia para hacer de las suyas en el mundo de los cuentos. La literatura es así, siempre lo ha sido y siempre lo será: un constructo que tiende a reciclar los materiales para extender el entramado de los cuentos cada vez un poquito más allá y, tal vez - por suerte, yo diría - más acá, y así ponerlos más a mano. ¿De dónde sacaba el Bardo inspiración para sus obras, de enorme éxito popular en aquellos días sin Internet, televisión ni radio? Pues de la taberna, no te quepa la menor duda, igual que lo hicieron Faulkner y Galeano. En verdad, podría decirse que la taberna se llevó a unos cuantos escritores a la tumba, aunque antes de matarlos los hizo eternos, pero eso es harina de otro costal, o quizás no, ya lo veremos. 




Por ahora, enfoquémonos en el hecho de que historias como la del moro Otelo, por ejemplo, formaban parte del bagaje cultural del europeo medio - cuando todavía ni algo como eso existía - que consumía mitos y leyendas a modo de entretenimiento. Desde la perspectiva moderna, que condena y combate ferozmente al plagio y resguarda la autoría por cuestiones comerciales, debería dirimirse seriamente quién plagió a quién. Así, Shakespeare, Verdi y Wagner entrarían en litigio por razón de Otelo, y un juicio como este resultaría tan divertido como para alquilar balcones, pero ellos no podrían ni creerlo. No eran aquellos gloriosos tiempos para el arte días en los que un genio se ocupaba celosamente de los derechos de autor: entonces se vivía bajo un cielo donde, como diría mi vieja, lo que estaba en España era de los españoles, y se practicaba ampliamente lo que hoy los literatos a sueldo han dado en llamar "intertextualidad".





¿Y a cuento de qué viene todo este cuento, te preguntarás a estas alturas del cuento? Esto viene a cuento de que una escritora muy amiga mía - a poco de cumplir los cincuenta y a quien le avergüenza que la llamen escritora aunque escriba - la han asaltado dudas con respecto a sus escritos. Le ha surgido la posibilidad, incierta pero tentadora, de darle trascendencia a lo que mejor hace a través de un concurso literario de cuentos, pero...

 ¿Te parece que participe? Yo creo que los míos no son cuentos...   me dijo, café por medio, llena de ruido y furiosas dudas.

Entonces se me ocurrió escribir para explicarle que sí debe participar de este concurso. Paso a explicarles, a ver si así, de paso, la convenzo y terminamos con este cuento.

Para toda esta gente a quien he nombrado más arriba, las etiquetas formales jamás importaron: escribían. Shakespeare escribió mayormente obras de teatro porque el teatro en su día era el reducto a cielo abierto donde la gente se divertía con cuentos. Tanto se divertían que algunos hasta se creían que lo que pasaba entre los actores no era cuento: creían que Lady Macbeth era una mujer, y no un hombre representando el papel de una lady, y creían que al final se suicidaba de verdad. Igual le pasaba a mi tía Juana cuando veía Titanes en el ring por canal 9 y creía que los tipos de veras se pegaban. Shakespeare - quien nada tuvo que ver con mi tía Juana - escribía cuentos en verso echando mano a las historias que se contaban en la taberna para deleite de todos sus espectadores y para congraciarse con sus mecenas y así ganarse la vida haciendo lo que mejor hacía. Y cuando pensamos en el deleite de estas gentes, no deberíamos asumir que ellos sabían que Shakespeare escribía en verso blanco, es decir, aplicando una métrica regular pero sin rima basada en el empleo y el abuso del infelizmente llamado pentámetro yámbico. Ni falta que les hacía. Esas cosas nos las hacen aprender a quienes estudiamos profesorado de inglés en la Argentina, a pesar de que tampoco nos sirven para nada. Marlowe ya había popularizado el blank verse antes que Shakespeare como modo de expresión sobre las tablas del teatro isabelino, pero le tocó a Shakespeare la mejor suerte de perpetuarlo por haber nacido con mejor oído y mayor maestría. Desde nuestra posmodernidad ecléctica y fetichista, podría decirse que tal vez Shakespeare tuvo más "duende" o más "ángel" que Marlowe. Aunque a una observación como esta, Shakespeare - con un vaso de vino en la mano y desde la barra de la taberna - respondería:

 — Dueños de sus destinos son los hombres. La culpa, querido Marlowe, no está en las estrellas...





A lo que voy es que no es necesario ajustarse a un cierto formato de manual de literatura para contar una buena historia, ni hay que saber de técnicas y formalismos para disfrutar de un buen cuento, y mucho menos es menester conocer los nombres más que bizarros de esas técnicas para aplicarlas: eso es puro cuento. Se escribe porque se nació para escribir, fundamentalmente, por hastío vital también y por necesitar de cuentos para soportar la vida por sobre todos los cuentos. La culpa sí está en las estrellas a fin de cuentas, y todo lo demás es cuento. Cuestión de nacer con estrella en vez de nacer estrellado: he ahí la cuestión. Shakespeare escribió cuentos usando la poesía como forma de expresión, Wagner y Verdi lo hicieron sobre un pentagrama, Faulkner escribió cuentos en prosa, en forma de "short stories" o novelas, y Galeano escribió inspirados y originales cuentos que hoy se consideran micros o relatos breves, y que resultan exitosos porque nos hemos llegado a creer el cuento de que ni para leer cuentos largos nos queda tiempo...

Por lo tanto, y para no aburrirlos ni cansarlos con este cuento, yo diría que mi amiga debería presentarse a concurso sin preocuparse si los suyos son cuentos, relatos, micros o simplemente textos narrativos. Lo que sí ella y todo escritor debería preguntarse ante todo es por qué escribe, y en caso de que la respuesta pase por el ruido y la furia, entonces le aconsejaría replantearse ir a concurso y hasta el mero hecho de continuar escribiendo. Sería importante, además, que se planteara seriamente si sus cuentos, o cómo se llamen, hacen mucho ruido o pocas nueces, es decir, si serán creídos porque son creíbles gracias a su destreza a la hora de contarlos, porque a fin de cuentos por ahí pasa el cuento de los cuentos. Y, por último, ella debería dejar el cuento de las etiquetas y los rótulos para los críticos y los psicoanalistas, que tanto abundan y que viven de catalogar libros y personas que luego, por fortuna, igual viven una vida que no es de cuento, sin ruido ni furia, más allá de los compartimentos estancos de las grises secciones de las bibliotecas y las librerías o que de las habitaciones aisladas del loquero en los que algunos se empeñan en meterlos, ya que es así como se ganan la vida. 

Los locos que aún hoy soñamos y creamos cuentos vamos todos a parar a la taberna para hacer más llevadera esta vida, para librarnos por un rato de todos los idiotas que insisten con los cuentos de ruido y de furia, para encontrarle algún sentido a este cuento que no es cuento y que es la vida, porque en eso, en eso nos va la vida.



A boca de jarro

jueves, 4 de agosto de 2016

Conjuro

Pintura de Ron Hicks


Con retazos de poesía hilvanada
intentaré bordarte algunos versos;
vos ya sabés, amor, no soy poeta,
y con agujas no llegaría lejos.
Pero es que quiero tocarte en el deseo, 
dibujarte una sonrisa en el ombligo
 para encender tu alma somnolienta,
 para atizarte a modo de exorcismo.


Voy a decirte estos versos al oído
empapando el repulgue de tu oreja,
procuraré obviar los sustantivos
y con verbos conjugar este conjuro:
vagaré por tu vientre vespertino
haciendo noche en el cuenco de tu boca,
beso a beso llegaremos a destino.


 No me pidas que la rima sea perfecta,
ni tampoco la medida: ¡no es lo mío!
Me doy por satisfecha si, por breve,
en vez de una, me leés dos veces.
Hoy sólo quiero hacer magia a carcajadas.
La alegría es la sal de cada día
y el sexo, su consumación salada.






A boca de jarro

lunes, 1 de agosto de 2016

Sueño de café

   


   Debe ser que, por defecto, yo no nací con el gen de la territorialidad que hace tan fuerte el ser porteño para, pongamosle, un tachero porteño, porque acá en Rosario me siento tan en casa como allá. Rosario se me hace igualita a Buenos Aires en los detalles que gratis se me abren en esta noche fría de invierno: en el viejo con su bastón, enojado con la vida por tener que apoyarse en el bastón, que va abriéndose camino por la vereda sucia pegándole bastonazos a las botellas vacías de Coca Cola sembradas a su paso por la barra de pibes de la esquina, que fuman porro y usan gorrita; en el señor a quien pasea su perro - porque es el perro quien pasea a su amo en este caso - que lo hace mear a medio metro de donde estoy sentada lo más tranquila, como delimitando territorio, y si no te gusta el perro, agua y ajo, porque en la urbe ante todo están los perros, y su mierda es el patrón de la vereda; y en las palomas, dueñas de los techos, y a estas alturas también de las veredas. 

A mí se me hace que Rosario y Buenos Aires empatan en la ausencia de Dios, en el cielo y más allá de las palomas, y en su carestía crónica de policías. Es posible que Dios se haya cansado de que acá no se le diera pelota, y entonces rajó para otros puertos a patear penales, como Messi.

Rosario se me hace igualita a Buenos Aires también en la hijoputez de sus colectiveros: pasa uno a toda máquina por calle Sarmiento y levanta una nube blanca y tóxica que saca a la vereda a los curiosos, como si una niebla londinense hubiese decidido cruzar el océano y cubrir la calle. Sale el metre del Savoy, se encoge de hombros, se rasca la cabeza de pocos pelos y me pregunta extrañado por la niebla. Ni bien le explico que fue un colectivero, se sonríe de costado, y entonces todo queda más que claro.

Despacito me voy en pos de un sueño, un sueño chiquitito y sencillito, como todo sueño de café. Suena el carillón del Palacio Fuentes, y siento que ya es hora de cumplirlo. Camino hasta Santa Fé y Sarmiento y, allí, lo veo, el mítico portón que da entrada valerosa al punto de reunión de intelectuales, locos, cuerdos, filósofos, políticos, quinieleros y estudiantes trasnochados de psicología. El Bar El Cairo. Tengo una cita a las ocho con el Negro, y me siento en su mesa de galanes a esperarlo. Ordeno mi cortado en jarrito, y el Negro me saluda tras el vidrio. Temblor de piernas, taquicardia y cholulismo... ¿Ahora qué hago, qué le digo, después de tanto tiempo soñando este momento...? Lo miro fijo, lo encaro y le largo : "Me cagué de risa con tus cuentos." Y Fontanarrosa, como es más un buen tipo que otra cosa, se da por bien pagado.






Un poco de historia....

Bar El Cairo


 "Inaugurado en 1943 en la planta baja de una casona, famoso por sus reuniones de artistas e intelectuales locales, nacionales e internacionales. Inmortalizado por el escritor rosarino Roberto Fontanarrosa en su libro "La mesa de los galanes" abrió su esquina en Sarmiento y Santa Fe, luego de que un voraz incendio hiciera peligrar el proyecto de reconstrucción allá por Mayo del 2004. Leyenda urbana por donde se lo mire, comenzó como un típico café, con mesas de billar, donde los hombres de la ciudad se juntaban para hablar de fútbol, política y mujeres. En la década del 70, tras ser remodelado, se convierte en un lugar donde un público de jóvenes intelectuales hacían del bar un punto de encuentro fundamental.


Fontanarrosa lo recordaba como "...un club, donde uno iba encontrarse con gente amiga. Muchos de los motivos de mis cuentos y muchos de los personajes ficticios que aparecen en mis libros están inspirados en las charlas que se daban con los muchachos en la mesa del bar". Una de las visitas más recordadas del lugar fue la de Joan Manuel Serrat, quien fuera acompañado una tarde por el negro Fontanarrosa."






El Negro Fontanarrosa



"De mí se dirá posiblemente que soy un escritor cómico, a lo sumo. Y será cierto. No me interesa demasiado la definición que se haga de mí. No aspiro al Nobel de Literatura. Yo me doy por muy bien pagado cuando alguien se me acerca y me dice: «Me cagué de risa con tu libro»"


Roberto Fontanarrosa




A boca de jarro

viernes, 29 de julio de 2016

Tres días, tres citas (III)

  


   Este poema brilla con luz propia, interpolado como fuera por el mismo Benedetti en su novela Gracias por el fuego, y da debida cuenta de uno de los grandes fuegos de este autor emblemático de las letras rioplatenses: el amor.



Les comparto lo que a mí modo de ver es la mejor forma de disfrutar de la poesía, la versión cantada, ya que, en palabras de Borges, "... el verso exige la pronunciación. El verso siempre recuerda que fue un arte oral antes de ser un arte escrito, recuerda que fue un canto". Así doy por concluida mi participación en este reto agradeciendo vuestra compañía en la lectura.






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