miércoles, 18 de abril de 2012

Yoismo



Hay algo que noté últimamente en mi manía de autoanalizarme que me hace sentir un poco como aquel personaje de la película protagonizada por Jack Nicholson, "Mejor imposible" ("As Good as It Gets", 1997), un escritor de novelas románticas que padece un trastorno obsesivo-compulsivo (T.O.C.), y se le pasa lidiando con sus obsesiones y buscando formas para eludir todo aquello que lo neurotiza. Se podría tratar de una obsesión que me lleva a intentar eludir, aunque mayormente sin éxito, a las personas que abusan del "yo" en su discurso todo el tiempo, personas con quienes la comunicación se limita a ser el receptor pasivo y paciente de un monólogo en el que predomina la palabra "yo". Es a la tercera o cuarta vez que lo escucho cuando empiezo a notar el parloteo de mi mente que me dice:  

— Aguantá, ya sabés cómo viene la mano.... 

Siento que mis hombros y mi cuello se contracturan, que suspiro, que mi vista busca eludirse, que me dan ganas de pararme y salirme de la escucha ante la primer excusa que se presenta, pero, por lo general, soporto estoicamente intentando consolarme con que sólo se trata de un rato de vez en cuando.


A veces son personas con quienes mi vínculo es circunstancial o esporádico. Podría obviarlas, aunque sería descortés y pasaría por antisocial. Prefiero escuchar, paciente pero doliente, el monólogo compuesto por la superabundancia del "yo" y hacer como que está todo bien. Otros son vínculos de años, que siempre han sido así, y ya sé que no cambiarán: ni las personas, ni su discurso ni el vínculo.


Y es que, en definitiva, lo que irrita es que en un discurso yoista no entra la dimensión del receptor, no se lo registra, el "yo propio" no cabe. Es un discurso tiránico que te exige escuchar y no da lugar a comentar o a compartir pareceres. No escuchan. Se sabe que no habrá interés genuino por escuchar tu aporte a la conversación, por mínimo que sea, que serás interrumpido con una oración que irremediablemente responderá al modelo "Yo....". Y es ahí donde atacan los síntomas de mi propia obsesión.


Intento entonces practicar formas de serenarme: respiración consciente, poner la mente en blanco, pensar en lo estrecho del "yo" de esta persona, en su necesidad de volcar su catarata yoista por falta de otros oídos donde dejarla correr, apelo a la empatía, a la compasión, pero no hay caso: termino cargada. Mientras más busco formas de serenarme y soportarlo, menos las encuentro. Mi mente no se silencia, sino que padezco en silencio. Entonces no es posible abordar la calma. Surgen los sentimientos y los reconozco. Y aunque intente no identificarme con ellos, allí estoy, con mi "yo propio" enmudecido e irritado.


El discurso se expande lo que dura el intercambio: "Yo", "mi día", "mi salud", "mi trabajo", "mis logros", "mi pareja", "mi perro", "mis hijos", "mi casa", "mi auto", "mis compras", "mi mundo"... Ellos se convierten en todo eso que nombran, son puro"yo".
 

Dicen los psicólogos que lo que más nos molesta de los demás es precisamente aquello de lo que padecemos nosotros mismos. Por eso intento por todos los medios forzarme a no hacer un uso excesivo del "yo" en mis conversaciones. Se hace una pausa mental en mi discurso antes de que emerja con fuerza, respiro, contengo... ¿reprimo? ¡No, no y no! No quiero un "yo" tan pobre que no registre, que no escuche, que no dialogue.
 

Es hasta peligroso quedar atrapados en las garras del "yo" sin percibir lo que les pasa a quienes están alrededor. Los ejemplos entre los poderosos abundan.  Así nos va. Y aunque seamos seres ordinarios, no hay nada más triste que sólo tener un "yo" como tema de conversación. Por eso, ahora que llegó la hora de ir dejando por hoy, hago silencio y les cedo la palabra.


A boca de jarro

domingo, 15 de abril de 2012

Facebook y la felicidad



Según un informe publicado en el suplemento Ñ del diario Clarín del 5 de marzo, los resultados de un estudio del mes de enero que presentó Cyberpsychology, Behavior and Social Networking determinó que cuanto más tiempo pasa la gente en Facebook, más felices considera que son sus amigos y más triste se siente en consecuencia. Parece que al enterarse de todos los eventos sociales de los que quedan excluidos y que sus amigos hacen públicos en sus muros, surgen en ellos sentimientos de ansiedad, tristeza o desencanto, un cocktail de emociones perturbadoras que los psicólogos norteamericanos han clasificado como FOMO,  "fear of missing out" o "temor de quedar afuera". Esto aparentemente hace que muchas personas opten por dejar de seguir a algunos amigos, lo cual los psicólogos también explican como un proceso clínico natural denominado teoría de la selectividad socioemocional.

Constaté la veracidad de este fenómeno escuchando una conversación en el ómnibus camino al trabajo días pasados entre dos jóvenes veinteañeros. Hablaban de un amigo de Facebook en común que deseaban evitar, pero que indefectiblemente terminaba participando de todas sus reuniones al enterarse de ellas a través de sus muros. Este pobre indeseable no parecía responder al tipo que encaja en el síndrome FOMO, sino más bien se me hace alguien que se resiste a quedar afuera a pesar de no ser formalmente invitado. Cabría preguntarse para qué se tiene de amigo en Facebook a alguien que resulta desagradable, pero eso es harina de otro costal. ¿O tal vez no?

Algo parecido le sucede a veces a mi hijo adolescente que, a través de sus actualizaciones de estado y publicaciones, busca humanamente ser aceptado con el "ME GUSTA" de sus pares, y se siente defraudado cuando esto no sucede. Ser testigo del calibre de los intercambios adolescentes en el muro de mi hijo fue un motivo de infelicidad que me llevó a plantearme salir de allí urgentemente. Pero persistí por un tiempo quitándolo de mi lista de amigos y asumiendo que tenerlo en ella había sido un error.


Al leer este informe, me resultó paradójico que lo que lleva a algunos a abandonar amistades en Facebook sea lo que en principio me impulsó a crear mi propia cuenta allí. Sentía que me estaba quedando fuera de algo nuevo y multitudinario y quise ver de qué se trataba. Confieso que siendo una inmigrante digital nunca lo entendí, no le tuve mucha paciencia ni puse mucho ahínco, aunque me hice de más "amigos" en esta red social de los que puedo contar en toda mi vida real. Lo cierto es que, sin entenderlo desde un principio y de modo experimental, acepté a unas cuantas personas que me ofrecían su amistad sin siquiera conocerlas, por genuina curiosidad acerca de los motivos que los llevaban a querer entablar una amistad conmigo. Terminé interactuando con unos pocos con quienes me vinculo en otros ámbitos que me resultan más enriquecedores y manejables, por lo cual finalmente tomé la decisión de dar de baja a mi cuenta.

Tal vez jugó el factor emocional en esto, debo admitirlo, que entonces sería explicable como un síndrome de NO-FOMA. Estimo que el detonante fue el pasearme por el muro de una persona que colgaba cientos de fotos en las que se le veía feliz, en sitios espléndidos y acompañada, lo cual me hacía sentir algo incómoda, ya que se trata de alguien a quien frecuento en otro ámbito y sospecho que se mostraba en fotos especialmente tomadas para lucir bien en Facebook por despecho. En realidad, la está pasando terrible por mal de amores, para los que resulto ser una oreja paciente y empática. Quizás la idea sea mostrarle a quien le hace sufrir el bocado que se está perdiendo. De algún modo, me sentí cómplice de una mentira. Ante cada cambio de imagen, producción fotográfica mediante, me daban ganas de comentarle "Pero ¿quién te entiende?", mientras otros le daban sus "ME GUSTA".

Además, mi muro se parecía bastante al muro de los lamentos, aunque nunca hice aportaciones del estilo: "Estoy triste porque mi hijo está enfermucho", cosa bastante frecuente. Nunca subí fotos más que la propia, que jamás actualizo (deberé plantearme seriamente cambiar de foto de perfil de una buena vez, porque la chica de esa foto ya no es más la misma), alguna que otra imagen favorita y enviaba los links de mis entradas del blog, amenizando de vez en cuando con algún aporte que me parecía interesante. Mi muro posiblemente fuese sumamente aburrido, sin eventos, sin nada jugoso para husmear.

Otros muros, sin embargo, me resultaban interesantes y nutricios. Pero generalmente eran los que cosechaban cientos o más de mil suscriptores, y entonces sentía que mi conexión original con aquella persona se diluía inevitablemente entre tanta gente, me daba temor quedar fuera de lugar al comentar ante desconocidos, y terminaba paseándome de muro en muro sin hacer mayor contacto. Tenía varias amistades con muros de un perfil más bajo, similar al mío, en las que me encontraba con intercambios más intimistas en los cuales sentía que no encajaba tampoco. Y debo haber hecho algún que otro papelón al irrumpir en muros ajenos...

Temo que resulta difícil resistirse a la tentación de convertirse en una especie de voyeur en Facebook, lo que en la jerga del mundo virtual se denomina lurker: alguien que anda examinando los muros ajenos sin contribuir activamente. Y es allí cuando realmente me sentía mal, no por andar husmeando, sino por la pérdida de tiempo y lo adictivo que el perderlo de esa forma resulta. Andar de muro en muro simplemente por curiosidad, sin que medie un intercambio, me parecía como espiar por la ventana para ver en qué andan mis vecinos, pero hacer como que no pasó nada cuando salgo a la puerta y apenas los saludo. No obstante, según las estadísticas, la aplastante mayoría de los usuarios de las redes sociales somos lurkers, y me atrevería a decir que como vecinos, lo somos también.


En definitiva, siempre me sentí fuera de Facebook, sea porque no aprendí a darle buen uso, sea porque superó mi inteligencia emocional al procesar los intercambios, o porque entré con expectativas distintas al resto de los 844.999.999 usuarios cuyas vidas tal vez sean más o menos felices gracias a su existencia. Mientras tanto, yo seguiré procurando mi felicidad en otros sitios. Espero que todos aquellos que me tenían de amiga allí sepan comprender, sobre todo, aquellos a quienes considero realmente amigables.

A boca de jarro

miércoles, 11 de abril de 2012

Huelga a los deberes


Si las madres lo hablamos en reuniones familiares, de amigos o en la puerta del colegio, no pasa nada. Somos unas histéricas quejosas. Ahora si la cosa viene en caja de perfume importado de Europa y Estados Unidos, sale nota en el diario y todos los especialistas locales lo comentan en los medios, se les da razón a los que saben. Es que nadie es profeta en su tierra...  Y no hay nada más persuasivo y contundente como un libro escrito por un graduado de una prestigiosa universidad norteamericana para darle credibilidad a un hecho cotidiano, a una verdad de perogrullo. Por eso con gusto me uniría a la huelga de los deberes que se lleva a cabo en Francia por estos días.

Los deberes son odiados por los niños en los primeros grados de la escuela primaria, tanto como por sus padres y por sus propios maestros, que deben corregirlos. Hoy los especialistas dicen que este odio no es infundado, ya que carecen de utilidad pedagógica, y contrariamente a lo que se piensa, traen más desventajas que beneficios.

Los beneficios pedagógicos de la tarea para el hogar están bajo la lupa en el hemisferio norte y se encuentran derrotados por la cantidad de efectos nocivos que generan:  agregar horas a la ya extensa jornada escolar de los niños, crear conflictos familiares a la hora de sentarse en casa a hacerlos, ponernos a los padres en el rol de profesores particulares, generar una injusta desigualdad entre quienes reciben ayuda de los adultos paternantes y quienes no a la hora de abordarlos y, sobre todo, reducir o simplemente anular el tiempo del que los niños disponen para hacer lo que deben hacer los niños, es decir, explorar el mundo, crear, hacer actividades recreativas que los conecten con la naturaleza, con su cuerpo, con el arte y la cultura sin ser evaluados y jugar.

Varias veces en este espacio dejé salir el humo de mi pava hirviendo al tener que a hacer de maestra de mis hijos pequeños ante la asignación de actividades absurdamente largas, mecánicas y aburridas bajo el pretexto que refuerzan el aprendizaje del aula. En verdad, los padres somos los verdaderos especialistas en el tema, los que hacemos malabares entre criar e instruir hijos cuando el colegio nos endilga esa responsabilidad que no nos compete y en muchos casos nos excede.

Hoy se escuchan voces que dicen que "La idea de que las tareas enseñan buenos hábitos de trabajo o fortalecen la autodisciplina y la independencia es un mito urbano." ¡Qué alivio verlo publicado en el periódico! Alguna vez, al expresar mi alarma frente a otras madres ante la pobre calidad y el apabullante calibre de lo que se le asignaba a mi hija cuando cursaba su tierno primer grado (que de tierno tuvo bien poco), una madre me respondió: "Mejor. Así se los prepara bien para la universidad." Lo cierto es que mi generación no hizo ni la mitad de todas las cosas que hacen estos chicos a contraturno, jugábamos y leíamos más, y no nos fue tan mal en la universidad. Mientras que los resultados que obtiene esta generación de chicos híperexigidos desde su más tierna infancia no demuestran que sepan más o que les vaya mejor en sus estudios secundarios y universitarios. Pero el mundo en el que viven no es el mismo, aunque nos empeñemos en que aprendan de la misma forma en que lo hicimos nosotros. Al menos, por fin se empieza a verbalizar la idea pedagógica subyacente que tantos ignoran: el tema no pasa por la precocidad en la demanda ni mucho menos por la cantidad o complejidad de lo que se les asigne, sino por la madurez y la unicidad de cada niño y el interés y la relevancia que se genere a través del aprendizaje.


A mayor volumen de tareas forzadas, menor parece ser el interés con el que los niños pequeños arremeten con ellas y con su escolaridad.  La escuela y la tarea se convierten en un mal necesario que todos acatamos por el deber ser. Hay libros publicados como el de Alfie Kohn, educador norteamericano autor de El mito de las tareas escolares, y los padres franceses agrupados en la Federación de Consejos de Padres y Alumnos de Francia (FCPE), están protestando a través de una huelga por la que decidieron no hacer los deberes por dos semanas. La FCPE quiere que todos los actores, incluidos los padres, los enseñantes o los directores de los centros, participen en la que denomina como "quincena sin deberes". Se trata de "reflexionar e imaginar otras relaciones familias-escuela y otros medios de comunicación distintos de los deberes y las notas, como lo hacen muchos enseñantes". En Francia una circular prohíbe desde 1956 encargar deberes escritos a los escolares de primaria, pero en muchos casos no se cumple. Creo que todos somos conscientes de que erradicarlos es misión imposible.

No es casual que esto suceda. Hacemos que los niños vivan sus vidas como adultos pequeños  a pesar de que como adultos no tenemos idea del mundo que les depara el futuro a esta generación de niños. Difícilmente podamos prepararlos apropiadamente para él.

Los adultos estamos desequilibrados, desenfocados, desorientados. Los niños pierden su equilibrio. En eso les va la calidad de su infancia y de sus más valiosos años formativos. Y a pesar de las voces que se vienen alzando a favor de cambios necesarios en el paradigma educativo, como las de Ken Robinson, Howard Gardner, quien introdujo el concepto de inteligencias múltiples, Richard Gerver, el catalán Eduard Punset, y, localmente, Susana Mahuer, psicoanalista especializada en niñez y adolescencia, seguimos acatando el adagio que reza: "La letra con sangre entra". 

Probablemente la cúpula educativa tome todo este planteamiento de serias implicancias a risa, como lo hizo el Ministro de Educación francés al enterarse de la huelga a "los trabajos forzosos fuera del horario lectivo" y seguiremos resignándonos a pensar que fortalecen buenos hábitos de estudio aún cuando hablemos de niños que todavía no pueden estudiar, sino aprender a través de experiencias formativas y significativas que respeten su identidad infantil y la realidad del mundo que los circunda. Mientras tanto, yo celebro una huelga al deber de hacer los deberes aunque la  pregunta obligada que le vaya a hacer a mi hija cuando la retire del colegio hoy, y la que resuena a la salida del colegio cada día después de "¿Cómo te fue?", sea necesariamente "¿Te dieron mucha tarea?". Desafortunadamente, estimo que estamos formulando las preguntas equivocadas.

A boca de jarro

domingo, 8 de abril de 2012

Vivencia de Pascua



"Se como el grano de trigo que cae en tierra y desaparece,
       y aunque te duela la muerte de hoy, mira la vida que crece."
                                                       Cántico de Misa.

Mi fe solía ser mucho más fuerte, menos miedosa, más ardiente. Estoy segura de que desde la cruz Él me entiende. A menudo transitamos por el desierto. Habrá que darle tiempo al tiempo.

De todos modos, para estas fechas me acerco al templo, participo de algunos ritos que me colman de paz y me invitan a la autoindagación. Además, este año me sirvió para conectarme más de cerca con la realidad que estamos viviendo como sociedad.

Había gente de distintas condiciones sociales allí rezando fervorosamente. Gente por las calles camino a la iglesia revolviendo la basura en busca de alimento o lo que sea. En la entrada al templo, escuché de refilón una conversación entre un cura muy carismático y una familia que le solicitaba la bendición especial, "Esa que Usted hace con los óleos", para un familiar de quien le dieron el nombre. El sacerdote los miró a los ojos, apoyó su mano sobre el hombro del hombre, y le dijo:

Amigo, ésto no es magia.

Más que nunca me parece que estamos ávidos de magia, esa magia que vamos a buscar equivocada pero humanamente a la iglesia para estas fechas. Estamos huérfanos de la mirada de quienes deberían pastorearnos, huérfanos de pastores.

Pero más allá del duro panorama que se nos presenta como país y como mundo, la vivencia de estos días es propicia para retrotraernos a nuestro paso por aquí hasta el hoy. Pascua es "paso", y la entiendo desde la fe y mi concepción de la vida como la compleción del ciclo Vida/Muerte/Vida en el que creo sin poder encontrarle explicación racional.

El Vía Crucis que pasó por la puerta de casa es parecido al balance que muchos hacemos a cierta altura de la vida adulta si nos hemos asumido como adultos concientemente. Miramos las estaciones de nuestra vida, las caídas, los logros, los errores, las traiciones, los tramos difíciles bien llevados, los sueños que se concretaron y los que quedaron pendientes, lo que podemos transformar por nuestro bien o lo que tenemos que soportar de nosotros mismos, y cargamos con todo ello tomando la decisión psíquica y espiritual de aceptar toda nuestra historia y asumir que cada parada nos hace nuevos, que no somos ni nunca seremos quienes proyectábamos ser a los veinte años ni el año pasado, pero aquí estamos, vivos. Hemos muerto varias muertes y nacido a una nueva vida cada vez hasta llegar aquí, y sobrevivmos si elegimos no estancarnos en la amargura y el desencanto, sino conectado con la vida a pesar y más allá de todo, sabiendo que lo que nos espera al final abre la puerta a la trascendencia, no en grande, sino de la que hemos sembrado con las pequeñas semillas que plantamos en tierra día a día.

Las estaciones de nuestro vía crucis vital pueden ser hitos, heridas que cicatrizan lentamente, bendiciones. Marcan un camino de crecimiento, de ascensión hasta alcanzar al ser que hoy somos. Son momentos transformativos y purificantes que implican un paso evolutivo en nuestro crecimiento personal. Ojalá nos demos un tiempo en medio de este mundo tan convulsionado para la introspección y el hallazgo del significado de nuestro paso por la vida y la huella que va dejando.

Les deseo una Pascua así.


A boca de jarro

jueves, 5 de abril de 2012

De lo bueno hay poco




"... el inesperado éxito de mis libros proviene, según creo, en última instancia de un vicio personal, a saber: que soy un lector impaciente y de mucho temperamento. Me irrita toda facundia, todo lo difuso y vagamente exaltado, lo ambiguo, lo innecesariamente morboso de una novela, de una biografía, de una exposición intelectual. Sólo un libro que se mantiene siempre, página tras página sobre su nivel y que arrastra al lector hasta la última línea sin dejarle tomar aliento, me proporciona un perfecto deleite. Nueve de cada diez libros que caen en mis manos, los encuentro sobrecargados de descripciones superfluas, diálogos extensos y figuras secundarias inútiles, que les quitan tensión y les restan dinamismo."
                                                                                                         Stefan Zweig

Hay pocos libros y películas  capaces de transportarnos a un nivel que nos transforma después de haberlos vivenciado. Pocos que después de su lectura o vista hagan que nada sea igual porque nuestro imaginario se impregna de sus creaturas como si hubiésemos tenido un vívido sueño al interactuar con ellos. De esos que nos dejan pinturas mentales de lugares a los cuales nunca hemos ido, que tal vez ni siquiera existen, con sus colores, sus ruidos y olores, o indicios de tiempos en los que jamás vivimos o que jamás fueron. De esos de los que nos convertimos en cómplices de por vida.


Hay pocos personajes que se nos hacen próximos, conocidos, amigos, como si habitaran el mundo real o a veces aún más íntimos que personas de carne y hueso que conocemos y tratamos. Hay pocas emociones con las que empatizamos profundamente, que nos hacen reír a carcajadas, llorar a lágrima viva, resonar en la pena, el miedo, la angustia, colmarnos de un ancho sentido de justicia poética, dicha, plenitud o que simplemente nos dejan pensando y abren las puertas de nuestra imaginación para seguir dibujando posibles finales alternativos, episodios que continúan con una trama resuelta años después. 



Nuestra vida y hasta nuestros sueños se enriquecen y se ennoblecen gracias a la calidad de tales obras, ya sea en forma de libro escrito o plasmadas en la pantalla del cine, aunque no nos hacen mejores personas, ni nos dan recetas para vivir mejor. Al contrario, muchas veces nos muestran el camino a la ruina, a la infelicidad absoluta, al abismo más oscuro. Y sin embargo, vibramos colmados de placer estético y en absoluta sintonía con la humanidad de lo que se nos despliega, a punto tal que lamentamos llegar a su fin por el temor a no encontrar ningún otro que nos conquiste y nos absorba con la misma intensidad, como sucede con los abandonos amorosos: tememos ser incapaces de volver a enamorarnos con la misma pasión.


Sucede, igual que con los amores, que la vivencia, el atractivo y la opinión es personal e intransferible. El que ha sido inigualable para uno tal vez sea totalmente prescindible para otro, el que viene con recomendaciones de bueno de alguien quizás resulte insulso y carente de atractivo para uno. Y pasa también que depende del momento de la vida en el que se cruzan en nuestro camino. Su trama debe llegar a la trama narrativa de nuestra propia existencia en el momento en el que  mejor encaja, y sólo así se entrelaza con ella.


Lo que la obra tiene para contarnos se liga a la masa de nuestra propia identidad y al relato de nuestra biografía. Como con los hechos de nuestra existencia, la memoria de esas obras colabora agigantando los detalles que dejaron las palabras o las imágenes por sobre los hechos que cuentan, y frecuentemente olvidamos giros del argumento en crudo aunque recordamos el eco de la esencia que nos hizo retenerlos. Queda el residuo del fluir discursivo del que somos lectores o espectadores, tal como queda el recuerdo de lo que fuimos protagonistas y que más tarde narramos a quien quiera escucharlo ajustando aquí o allá con la ayuda de la memoria y agregando una pizca de ficción sin ninguna maldad, sólo para hacer la narración más atractiva o digerible. 


El mundo seguirá girando igual tras habernos sumergido en una de esas obras que dejan huella, pero sabremos que existen otros mundos paralelos. Nuestra vida seguirá siendo la misma, pero percibiremos otras vidas en nuestro interior sin tener que asumirnos locos, sin tener que abandonar nuestro rincón de lectura favorito o la butaca del cine para ir a parar al sillón de un psicoanalista y confesar que hemos desarrollado algún trastorno mental.

Y me pasa cada vez con más frecuencia que no sé cómo encontrar escapes tan sanos. Será que he perdido el sentido del olfato. Ir en busca de un libro o una película del tipo que surte ese efecto de un antes y un después no me resulta tarea fácil. Me hundo en la desconfianza al entrar de cacería en las boutiques del consumo donde se exhibe en primera plana lo último, lo más vendido, lo snob, lo que se nos vende por bueno.


Estoy con ganas de toparme con un trago largo y fuerte de esos con la certeza de que lo que me depara se apoderará completamente de mí mientras lo ingiera a cambio de mi entrega incondicional al placer y la demanda de la aventura de autoindagación a la que me zambullo. Si saben de algún ejemplar capaz de surtir ese efecto, por favor avisen.


A boca de jarro

lunes, 2 de abril de 2012

La leyenda del pehuén errante


 A mi hijo mayor, que está cursando el segundo año de su bachillerato, le han dado a leer La leyenda del pehuén errante. A su edad, yo comencé a leer libros clásicos de literatura española y argentina regularmente en mis clases de Lengua y Literatura, pero ahora, a mi hijo se le ha solicitado un texto escolar en esta materia que sólo contiene extractos de libros y textos cortos como este. Los adolescentes de la generación de mi hijo en general piensan que leer es un plomo. Y ahora, que ha corrido la versión de que los libros que superan una cierta cantidad de plomo en tinta resultan ser tóxicos y por eso se habría restringido su importación, supongo que la idea quedará reforzada. 

 Hace treinta años hoy, cuando tenía también la edad de mi hijo, me levanté para ir a la escuela y me informaron que estábamos en guerra. Me llenó de perplejidad y angustia. No entendía. Sigo sin entender las guerras, y me llenan de pena las jóvenes vidas que allí se truncaron y perdieron.

 He leído esta leyenda con detenimiento. Estoy conectada con los cambios por los que está atravesando mi hijo adolescente, con el confuso rumbo de los destinos de mi tierra y con los árboles como metáfora de vida, desde lo estacional y lo vivencial. Es una narración simple, llena de poesía, que ofrece varios niveles de lectura. Intentaré transmitirla brevemente. 

 Cuentan los indios de la soberbia Patagonia argentina, que cierta vez una ñuke (madre india) al ver que llegaba el invierno y que su esposo Kalfü-Kir, el gran guerrero, no retornaba al calor de su hogar o ruca (choza araucana), rogó a su hijo que saliera a buscarlo por todo el valle y más allá de las montañas. El koná o joven, provisto  de alimentos y abrigos por su madre, inició la marcha a pesar de las nevadas que se avecinaban. En su camino por el frondoso bosque se encontró con un pehuén, una araucaria patagónica considerada sagrada, y como no podía seguir de largo sin hacerle una ofrenda colgó sus zapatos de unas de sus ramas. 




 Al proseguir su marcha dio con una tribu desconocida que después de recibirlo cordialmente, le robó todo lo que tenía y lo ató de pies y manos para que no pudiese moverse, dejándolo expuesto a la furia de las fieras salvajes. Su madre, que presintió la desgracia, salió a buscarlo, y en el camino encontró los restos de su esposo Kalfü-Kir, y como signo de duelo se cortó los cabellos que cubrían su frente. Luego prosiguió con la búsqueda del muchacho. El koná estaba a punto de expirar cuando de pronto vio en la lejanía a un pehuén y clamó en su angustia, " ¡Oh, si tú fueras mi madre, tú, noble árbol! ¡Ñuke, ven!"




 Fue entonces cuando el pehuén desgarró sus raíces de la tierra y se acercó al joven indio. Lo cubrió con sus ramas, lo defendió de las fieras con sus espinas, lo alimentó con sus frutos y aisló la nieve que caía sobre su cuerpo. Entre tanto, llegó la abnegada mujer y le desató las ligaduras haciéndolo revivir con sus caricias maternales. Agradeció ella al árbol su bondadoso gesto ofrendándole también sus zapatos. Entonces emprendieron el viaje de regreso, acompañados por el pino sagrado hasta dónde fue necesaria su protección. Cuando finalmente llegaron a su ruca, el árbol se detuvo allí con ellos y hundió sus raíces lentamente en el suelo donde se quedaría para siempre brindando su sombra y protección a ese hogar y dando como fruto nuevos brotes. Los ancianos de la tribu dieron al lugar el nombre de Ñuke, porque el hijo así había llamado al árbol en su agonía, y según se cuenta, este nombre fue cambiado al nombre de Neuquén. De las semillas desprendidas, los sabrosos piñones, crecieron árboles que como eran descendientes del árbol sagrado, se multiplicaron tan rápidamente que originaron densos bosques, todos nacidos del árbol madre, que recorrió todo el mundo o Mapu en busca del otro árbol: el pehuén macho con el que se sentía emparentado.





 Recordé al terminar de leer la leyenda junto a mi koná adolescente que en el jardín de mi casa paterna había una bella araucaria que plantamos luego de haber descubierto su esplendor en nuestro primer viaje a la Patagonia argentina. El árbol creció demasiado para nuestro jardín, y sus raíces resquebrajaban la pared medianera, por lo que se tomó la decisión de removerlo. Lloré el día en que sucedió como lloré el día en el que me informaron que estábamos en guerra. Tenía la edad que hoy tiene mi hijo, que por estos tiempos está comenzando a transitar un bosque que, si bien ha cambiado su paisaje, es el bosque que la humanidad ha tenido que atravesar siempre para crecer, exponiéndose a las inclemencias climáticas, a las fieras salvajes, a los maleantes al asecho y los reveses del destino errante. Dicen que los destinos guían a quienes los aceptan, pero arrastran a quien se les resiste. Habrá que aprender de esta madre india a confiar en el sagrado y sabio poder de la naturaleza hasta que por fin llegue el tiempo en el que dé sus frutos.





A boca de jarro

jueves, 29 de marzo de 2012

La poesía del árbol y sus raíces

Imagen de un pehuén, árbol "madre" y sagrado para los mapuches según La Leyenda del pehuén errante.


 Sergio Sinay, a quien reiteradamente he citado y tengo como referente en cuestiones de reflexión sensata y profunda de mi sociedad y de la vida misma, me ha regalado, en su nota en LNR del domingo 25 de marzo, el recuerdo de este poema que leí de adolescente en mi paso por la escuela secundaria sin entenderlo ni apreciarlo como lo hago ahora, desde el lugar de adulta en el que estoy plantada hoy:

SONETO
 
Si para recobrar lo recobrado
debí perder primero lo perdido,
si para conseguir lo conseguido
tuve que soportar lo soportado.
Si para estar ahora enamorado
fue menester haber estado herido,
tengo por bien sufrido lo sufrido,
tengo por bien llorado lo llorado.
Porque después de todo he comprobado
que no se goza bien de lo gozado
sino después de haberlo padecido.
 Porque después de todo he comprendido
que lo que el árbol tiene de florido
vive de lo que tiene sepultado
 
  Francisco Luis Bernárdez

 Por estos días, ha desmejorado la salud de un miembro de la familia que lleva años postrado, y, sin embargo, ha expresado que se sentía agradecido a la vida por haber permanecido vivo como raíz para disfrutar de lo que el árbol familiar le ha dado de florido. El precio ha sido soportar lo soportado, padecer lo padecido.

 Por estos días también, murió una mascota familiar. Yo jamás he tenido un perro en casa, así que sé muy poco sobre cómo viven y aún menos, sobre cómo mueren. Pregunté y me contaron: empezó a quedarse más quieta, a esconderse, a dejar de alimentarse, hasta que murió. Me impactó la sabia conducta del animal ante el fin de la vida: entregarse mansamente a volver a la tierra.

 Por estos días, además, han comenzado a caer las hojas de los árboles. Hay muchas hojas secas para recoger. Curiosamente, es una tarea doméstica diaria del otoño que no me pesa. Me conecta con el ciclo de la naturaleza que arremete con su curso, que renueva, que prepara, que apacigua y reconforta.

 La repentina llegada del fresco y el sol templado de otoño vigoriza, enraíza una rutina que hace a un fluir que se traduce en un sentir liviano a pesar de los vientos. 

 El momento en que me encuentro enraizada en la vida se me hace como el comienzo del otoño: un tiempo de sol tibio y cálido, una necesidad de estar y de ser protección y alimento para los míos, como una raíz.

 El poema y los hechos así hilvanados me muestran, una vez más, que se debe confiar en la perenne sabiduría de los ciclos de la vida y de la naturaleza. Me embarga la sensación de que somos parte de un entramado y estamos a buen recaudo, bajo un árbol enraizado que nos nutre y nos regala su sombra y su cobijo. Y que todo lo que hacemos, gozamos y padecemos, es nutriente para los brotes tiernos que se alimentan de nosotros, troncos y raíces subterráneas.


A boca de jarro

domingo, 25 de marzo de 2012

El miedo de quien escribe



"A menudo, escribir bien significa prescindir del miedo y la afectación. De hecho, la propia afectación (empezando por calificar de "buenas" determinadas formas de escribir, otras de "malas") tiene mucho que ver con el miedo." 
Stephen King,  Mientras escribo.



Rememoré a raíz de la película "Tan fuerte, tan cerca", ("Extremely loud and incredibly close"), un episodio de mi niñez del que sólo recuerdo el marco, mientras que el relleno lo han provisto mis padres, quienes me lo han relatado muchas veces en el curso de mi vida. Me veo pequeñita sentada en la camilla del consultorio de un médico de cabello entrecano que se me hacía mucho mayor que mi padre, que también es médico, y que me llevó a otro, derrotado en su conocimiento o entendimiento del mal que me aquejaba. Tengo una vaga impresión de haber reparado en ciertos detalles: la bata blanca y larga, una lúgubre sala con un ventanal entreabierto, cierto olor repelente, una estufa encendida, mi madre y mi padre hablando por mí. Eso es todo lo que queda del hecho en mi memoria, lo cual no es poco si tomamos en cuenta que tendría apenas  tres años.

Me cuentan que me había largado a hablar hacía un tiempo, que era locuaz y fluida, y que se admiraban de mi capacidad de expresión: claro, lo cuentan mis padres... Y de golpe, un buen día, amanecí muda. Me interorrogaban y no respondía. Permanecía silente. Y así pasaron algunos días, hasta que mi padre contactó al mejor pediatra de su conocimiento y me llevaron a la consulta, en la cual también me rehusé a contestar verbalmente. Sólo miradas y algún tímido gesto.

El pediatra los tranquilizó, les dijo que no es poco frecuente que ante una situación traumática, que puede ir desde una verdadera tragedia, que no había sufrido como aparentemente sí lo ha hecho el personaje enmudecido que interpreta Max von Sydow en el film, hasta una simple burla por algo que pudiese haber dicho, muchos niños e incluso adultos dejan de hablar. No es algo que sucede a voluntad, sino una respuesta psicológica a algún acontecimiento que nos lastima de un modo u otro cuando la herida sobrepasa el umbral de lo que se considera traumático por cada quien.

Nadie sabe a ciencia cierta, mucho menos yo, qué hizo que enmudeciera. Lo cierto es que a los pocos días comencé a hablar normalmente y nunca más paré, para terminar escribiendo a boca de jarro. Alguna vez, entre tanta psicología que leí de adulta tratando de entender mis emociones, descubrí que episodios de esa naturaleza resultan sentar precedente para otros por los que también he transitado, siempre tratando de comprenderlos y comprenderme, siempre procurando vencer al gigante negro del alma que los origina: el miedo. Leyendo llegué a la sabiduría de Krishnamurti, que dice que: "... sólo es posible no tener miedo si hay conocimiento de uno mismo. El conocimiento de uno mismo es el comienzo de la sabiduría, y ésta es el fin del miedo." Pero por más que lea, de eso estoy muy lejos, precisamente porque es el proceso mismo de pensar, conceptualizar, racionalizar, explicar, indagar, nombrar y verbalizar el miedo lo que más lo alimenta.

Últimamente me sucede que siento cierto miedo también al escribir, o a quedarme sin ideas para hacerlo como alguna vez me quedé muda. Temo que se convierta en algo forzado, temo encontrarme empantanada en terreno seco e infértil y ya no encontrar nada interesante para contar. Nadie más que yo lamentaría tanto la pérdida de esa capacidad que es un desahogo, un acto de creación que me recrea y me alivia, que me conecta con un gozo que me abstrae de realidades de las que necesito desconectarme a menudo para lograr soportarlas.


Los consejos que brinda Stephen King en sus memorias autobiográficas del arte de escribir, que venían recomendados de un taller de escritura, no me han resultado de mayor utilidad,  ya que lo mío no es ficción y jamás será escribir en el sentido que lo es para King y para otros afortunados dotados. Pero su mención del miedo y la afectación, así como el juicio de lo "bueno" y lo "malo", han hecho vibrar una cuerda de empatía que sospecho compartida por todo aquel que intenta comunicarse a través del peso de la palabra escrita. Porque según lo entiende King y lo entiendo yo misma, las palabras tienen peso propio. El miedo es la raíz de la mala escritura, y escribir bien se logra si se deja ir al miedo. El tema es no quedar aplastada por el peso de las palabras.

Sin embargo, para este escritor parece simple: "Las palabras crean frases, las frases párrafos, y a veces los párrafos se aceleran y cobran respiración propia.". Lo importante parece ser seducir a través de la acertada elección de las palabras, de la magia que genera la ilación en el propio oído de quien escribe ante todo, la honestidad y la veracidad de lo que se cuenta ("nadie puede escribir sobre lo que desconoce"), y la capacidad de encontrarse con el germen de una historia  y narrarla transmitiendo sentido y ligando con quien lee.

Así pautado, parece tan sencillo como columpiarse, y sin embargo cuando brota el miedo, puede resultar un tanto más complicado. Conectarse con el disparador que genera el acto de escribir implica estar en sintonía y abierto, escoger las palabras sin afectación, construir las frases y los párrafos que liguen, libre del temor de no llegar a fluir en el juego, es todo un desafío. Quien intente escribir deberá haber leído y leer copiosamente, de acuerdo a los axiomas del autor de Carrie, El Resplandor y Misery, entre otras tantas historias populares y exitosas que han dejado huella en sus lectores, y deberá escribir mucho, aunque esto no asegura que algún día llegará a ser bueno en el arte. Tal vez el miedo a nunca llegar a ser bueno sea lo que hay que dejar ir para encontrarse con el placer de escribir más allá de todo juicio, inclusive y muy especialmente, el propio.

A boca de jarro

miércoles, 21 de marzo de 2012

¡Quién pudiera encontrar el norte para llegar a Islandia!

Vista satelital de Islandia

Llegan noticias del norte sobre Islandia, tierra de hielo. Nos cuentan que va tomando temperatura luego de una crisis financiera en el 2008 que, según informa el periódico, fue causada por la ambición desmedida de sus banqueros y la ilusión de alcanzar una riqueza repentina. Esa película ya le he visto. El país nórdico casi choca contra el iceberg de la bancarrota total, de la que ahora resurge. Según la visión del periodista del diario El País John Carlin, este choque fue evitado gracias a un nuevo liderazgo dominado por las mujeres en casi todos los órdenes y guiado por un concepto clave: la sustentabilidad.

Ya hemos escuchado sobre esta idea hasta el cansancio, aunque los ejemplos de países que la ponen en práctica no abundan. Mientras tanto aquí, en el polo opuesto del mundo, los analistas políticos nos aseguran que hemos perdido el norte. Y, naturalmente, dan ganas de encaramarse al norte y encontrarlo. Según explica el autor del artículo que me ha dejado pensando el cambio ha llegado de la mano de las mujeres:

"Lo que ha ocurrido es que las mujeres se han hecho cargo del país y lo han arreglado. (...)
... esa mujer simboliza una tendencia en Islandia, o, más que una tendencia, una revolución, un golpe de Estado. Desde que se produjo la crisis, y como reacción directa y deliberada ante ella, las mujeres se han adueñado de las palancas del poder, y lo han hecho en los ámbitos que más importan, en los que más influencia se ejerce sobre el destino nacional: el gobierno, la banca y, en creciente medida, las empresas."

Una pequeña isla de apenas unos 320.000 habitantes que ocupaba el primer puesto en el Indice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas enfrentó la bancarrota poniendo al timón a una Primer Ministro mujer, lesbiana declarada, casada y con dos hijos: la primera mujer en la historia de Islandia en ocupar el cargo, Jóhanna Sigurdardóttir. También se resolvió la dimisión del Gobierno establecido, la nacionalización de la banca, la convocatoria de un referéndum que permitió a la población intervenir en las decisiones económicas más trascendentes, la encarcelación de los responsables de la crisis, la modificación de la constitución (llevada a cabo por los propios ciudadanos), y la Iniciativa Islandesa Moderna para Medios, destinada a proteger la libertad de expresión y de información.


Según da cuenta el artículo, marcadamente sexista en favor del poder femenino de planificar a largo plazo, enraizar medidas tendientes al bienestar y velar por el porvenir de los ciudadanos, lo que los islandeses han aprendido desde el 2008 es que, si desean construir, deben ser capaces de vislumbrar el futuro no inmediato, es decir,  los próximos 10 o 20 años, lo cual no parece un gran sacrificio: las mujeres y los hombres al poder hoy podrán disfrutarlo y de hecho ya lo están haciendo.


El ejemplo más visible de dónde ponen el acento a la hora de valorar su patrimonio es la culminación de la construcción de la nueva sala de conciertos de Reykjavik, símbolo de la nueva Islandia. Se trata del primer auditorio nacional de conciertos en la historia de un país con una tradición musical admirable, donde la compañía nacional de ópera representa por estos días La Bohème, de Puccini. La ministra de Ciencia y Cultura, Katrin Jakobsdottir, de apenas 36 años, acaba de reincorporarse de su licencia por maternidad de su tercer hijo, y fue  quien tomó la decisión de seguir adelante con este espléndido edificio de cristales refractarios cuando, al momento de irrumpir la crisis, sólo contaba con los cimientos. Y decidió solventar la obra con fondos públicos, haciendo recortes presupuestarios que implican que hoy la gente trabaje más y gane menos.

No me deja de asombrar la pulcritud: ¡no hay  basura en el piso, ni pintadas, ni rejas!

Por aquí la palabra crisis es moneda corriente desde que tengo memoria. Se nos prometen obras que jamás se ponen en marcha, como el tren bala, pero tenemos trenes que matan como las balas, y todo proyecto queda supeditado a la emergencia del momento, echándole la culpa al que estuvo antes y pasándole la pelota al que viene después. Y esto es cosa de hombres y de mujeres. ¿Cuál es el por qué de seguir adelante con la hazaña  islandesa que la señora Ministra esgrime? 

"En parte, porque había 600 personas involucradas en la obra, en parte, porque llevábamos 40 años hablando de construir una sala de conciertos para nuestra orquesta sinfónica y pensamos que, si no lo hacíamos ahora, nunca lo haríamos, pero también porque pensamos que no seguir con el proyecto daría a la gente la sensación de que se prolongaba la crisis." 

En los países nórdicos, tanto mujeres como hombres ostentan los más altos estándares educativos, producto de profesores rigurosamente capacitados que gozan de una alta estimación y prestigio social por su tarea. Se asumen como países pequeños que necesitan comunicarse, por lo que aprenden idiomas, sobre todo, inglés. Los adultos entre los 25 y los 64 años continúan formándose con algún tipo de curso, con la idea de la formación siempre ligada al progreso, y, como si todo esto fuese poco, son los mejores países para ser padres, con indicadores óptimos de salud y bienestar y con el derecho a permiso por baja maternal paga durante el primer año de vida del menor y 10 semanas de la baja reservadas específicamente para el padre. Los padres nórdicos pueden elegir entre usar un total de 46 semanas de permiso maternal pago, con un goce del 100% de su sueldo, o 56 semanas, con el 80% del sueldo. Y hablamos de sueldos del primer mundo...


Son países donde se concibe al Estado como al gran impulsor de la economía. El nivel de desarrollo económico mantiene el equilibrio del bienestar social con bajas tasas de desempleo. Además, el grado de compromiso social es muy alto, por lo cual le hacen frente a los estragos del capitalismo depredador con una concepción de modernidad cuyos baluartes son la cultura y la educación.

Existen también los lados oscuros: las mujeres encabezan las estadísticas de muertes por violencia de género, a pesar de ser líderes en la lucha por la igualdad de derechos; si bien los derechos en legislación de licencias por maternidad y paternidad son generosos comparados a los de otras latitudes, la tasa de natalidad es baja; Islandia acusa niveles de felicidad relativamente altos, pero también ocupa los primeros puestos en las cifras de suicidios, y tienen que tolerar bajísimas temperaturas y falta de luz por meses.

Así y todo, me hace ilusión la idea de vivir en un lugar como Islandia y regalarme una velada nocturna en el auditorio de Reykjavik, cuando parece reflejar el efecto de una aurora boreal, para disfrutar del arte de La Bohème. Mientras tanto, seguiremos viendo como aquí, ni mujeres ni hombres en el poder encuentran la fórmula para resurgir de las cenizas como el Ave Fénix, porque hemos perdido el norte.


A boca de jarro

domingo, 18 de marzo de 2012

Un rompecabezas




Se pasó el mes de enero armándolo. Lo devoraba. Lo abstraía del despido que había dejado atrás y de la incertidumbre del trabajo que había conseguido. Intentaba hacer con las piezas lo que querría hacer con su vida, que había quedado como un rompecabezas que alguna vez había tenido las piezas firmes en su lugar pero se lo habían pateado. Tenía que empezar de nuevo. En eso estaba. Si hay algo que no le falta es tesón, una feroz obstinación por salir adelante ante cualquier embate.


Cuando apretó el calor, le llegó el turno a las piezas más difíciles: las negras. Sólo se podía guiar por las formas. El color y el diseño ya no auxiliaban. Pero siguió adelante, bajo el fresco del aire acondicionado, en la horas más tórridas de la tarde o después de cenar, cuando le costaba conciliar el sueño de tanto cavilar.

Para esta etapa se ponía una lámpara sobre lo que estaba armado: requería más precisión y concentración. Y era cuestión de prueba y error con muchas piezas. Con las últimas se dejó ayudar. Le dio satisfacción verlo terminado habiendo permitido que se metieran varias manos en el plato.


Ahí quedó. Lo encoló y falta enmarcarlo. Lo quiere para encabezar su nueva oficina. Se lo habíamos regalado cuando estaba buscando un trabajo de día completo, pero no lo empezó hasta que lo encontró.

Está bien elegida la imagen: mirar las cosas desde esa perspectiva te da otra visión. Los que saben de arte dicen que aquí hay puro dominio de un dibujo preciso, minucioso y realista, con una composición que responde a la Ley renacentista de la Divina Proporción. Los tonos ocres de la parte superior, de la piel y la madera, contrastan en perfecto equilibro y armonía con los azules de la límpida bahía, el típico paisaje de Port-Lligat que se convierte en un motivo recurrente en la obra de Dalí. Son mis colores favoritos. Elegimos a Dalí también para él.

La figura de Cristo brilla en la oscuridad de un abismo sobre la tierra. La luz crea un espacio  a la vez íntimo y expansivo, la masa de nubes espesas sirve de intermedio entre los pescadores, que faenan el puerto con total naturalidad, y el Cristo iluminado en la negrura, cuyo rostro se nos niega. En este Cristo no hay rastros de sangre ni heridas ni el menor atisbo de dolor. Desde su cruz irradia una extraña serenidad. Tal vez por eso lo escogimos para él:  un Cristo que con su sacrificio no se expresa como trágico, sino que nos permite encontrar algo de paz. Dalí escribió sobre esta obra: "Quiero pintar un Cristo que sea una pintura con más belleza y alegría que nunca antes haya sido pintado". Y sin saberlo, eso fue precisamente lo que quisimos regalarle.

Se la pasó así suspendido, como el Cristo, en el aire todo un año. Ahora tiene el rompecabezas armado nuevamente. Sin embargo, se lo ve entristecido. Perdió tanto más que el trabajo: se desorientó, se desarraigó, se cansó de empezar de nuevo con el nudo en la garganta sabiendo que puede llegar a pasarle lo mismo y que, a medida que pasa el tiempo, los años le juegan cada vez más en contra. Fue lo que salió después de tanto buscar. Dice que tenemos que alegrarnos de tener trabajo, pero no se lo ve alegre.

Ilumina Zygmunt Bauman con respecto al trabajo en Modernidad Líquida, que leí por y para él:

"Los puertos seguros para amarrar nuestra confianza son pocos y están alejados unos de otros, y la mayor parte del tiempo ella flota vanamente a la deriva a la búsqueda de un muelle a salvo de las tormentas."


Bauman apela a la metáfora de la liquidez, pero cuando se dedica a analizar el paradigma laboral de nuestros tiempos, echa mano a la figura del juego. Intentar rearmar el rompecabezas de la vida es como adentrarse en un juego de azar.

"... estar en el mundo ya no produce la sensación de un encadenamiento de acciones lógicas, consistentes y acumulativas, que están atadas a la ley y responden a ella, sino que empieza a parecerse más a un juego en el que "el mundo exterior" es uno de los jugadores y se comporta como tal, sujetando las cartas contra su pecho. Como en todo juego, los planes para el futuro tienden a ser transitorios, versátiles y volubles, sin un alcance que exceda las próximas jugadas."

Más que nunca se nos ha hecho carne la sensación de lo transitorio y prescindible en nosotros. Como en un juego, nos movemos jugada a jugada, y el futuro se convierte en piezas que habrá que intentar colocar en su debido lugar cuando lleguemos a esas alturas del juego.

Nuestra noción del futuro y nuestra cabida en él es comparable a la imagen del laberinto, en el cual el trabajo y el resto de la vida humana están fragmentados en episodios cerrados en sí mismos:

"Hay que ocuparse de un obstáculo por vez; la vida es una secuencia de episodios. Los caminos de la vida no se enderezan a medida que los recorremos, y una curva bien tomada no es garantía de que la próxima nos resulte igual."


Su leitmotiv siempre ha sido: "Cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él." Condice con esta visión de Bauman sobre nuestra realidad. Y sin embargo, no parece haber puentes a la vista. Sólo tenemos un muelle. El puerto ahora somos nosotros, el uno para el otro. Antes, cuando nuestros amarres se nos hacían firmes y confiables puertos, no estábamos tan fuertemente amarrados el uno al otro. Cosas que pasan después de los naufragios de un despido.

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