jueves, 7 de junio de 2012

El viaje de Ray Bradbury

Ray Bradbury en el Planetario de la Ciudad de Buenos Aires, Argentina, en 2001, para la inauguración de la  27ª edición de la Feria del libro de Buenos Aires.

Seguramente no pasará a la historia como un grande de las letras, pero sin dudas su poder de imaginar posibles escenarios y de llevar a sus lectores con él en un viaje cósmico que apunta directo a la esencia humana seguirá vivo. El autor de Fahrenheit 451 y Crónicas marcianas falleció a los 91 años el martes en su casa de Los Ángeles tras una larga enfermedad. Con su muerte, se pierde a uno de los más famosos escritores del siglo XX, quien según El País dispone de un cráter en la luna en su honor y pidió que sus cenizas fuesen esparcidas en el planeta rojo.

Fiel a la idea del self-made man, Bradbury fue un escritor absolutamente autodidacta. Debido a dificultades económicas, no pudo asistir a la universidad y aprendió del oficio y arte de escritor de los grandes a quienes admiró: William Shakespeare, Julio Verne, H.G.Wells y, sobre todo, de Edgar Allan Poe, que marcaría profundamente el camino literario del entusiasta joven Bradbury. Y respondiendo al sueño americano devenido a veces en pesadilla, fue testigo crítico del cambio que propulsó la revolución tecnológica que llevó al hombre a pisar la luna, y nos hizo concientes de los peligros detrás de los prodigios de los avances que traen como consecuencia la posibilidad de descuidar el alma humana. 


Crónicas Marcianas lo catapultó a la notoriedad como autor de ciencia ficción, aunque personalmente él sentía que ese no era un rótulo apropiado para su obra, pues siempre se consideró un narrador más próximo a la fantasía: "La ciencia-ficción es una representación de la realidad. La fantasía es una representación de lo irreal", decía. No obstante, admitía que Fahrenheit 451 sí se trata de una novela de ciencia ficción, la obra por la que siempre será recordado y en la que describe un futuro que cada vez nos parece menos descabellado en el que los libros desaparecen, salvo en la memoria de los revolucionarios. Escrito en plena Guerra Fría, resaltaba los males de un Estado totalitario y el título hace referencia a la temperatura a la que el papel se inflama y arde. Quemar libros en esta genial distopía se presenta para las mentes estrechas como la solución a la angustia existencial del hombre y la erradicación de toda desigualdad y distracción de aquello que hace que no funcionemos como ciudadanos eficientes y sumisos. Además, es una bella alegoría del poder perenne de los palabra escrita sobre las mentes indomables que los memorizan para no perderlos.



Todos los años leo al menos un cuento corto de Bradbury con mis alumnos. Generalmente elijo "Bordado" ("Embroidery")  incluido en la colección  El sonido del trueno y otras historias (2005). En esta historia se presenta a tres mujeres, de quienes no tenemos mayores datos ni descripción, en su intento por continuar con su rutina habitual de labores hogareñas y bordado conjunto mientras el mundo que las rodea está a punto de estallar de manera apocalíptica. La historia está ambientada en algún pueblo de los Estados Unidos, aunque no hay una pista certera sobre la ubicación real. El epicentro del escapismo y la resistencia a creer que ha llegado el fin que la humanidad misma ha propiciado a través de la experimentación nuclear que se anuncia como agujas en el aire parece ser una casa aislada, rodeada de campos y prados, que se refleja en el diseño que bordan  las señoras hasta que se funden, figura y humanidad, en el fuego de una explosión que arrasa con todo.

Debido a su brevedad y a todo lo tácito de la escueta narración que juega con el factor tiempo, no les resulta de fácil comprensión a los adolescentes del siglo XXI, por lo que este año decidí cambiar y leímos "El hombre" ("The Man"), de una colección de dieciocho cuentos publicada en 1951 bajo el título El hombre ilustrado (The Illustrated Man), el libro favorito del nieto del autor que activamente se conectó en Twitter con los fans para homenajear a la figura de su abuelo por estos días. En este cuento, un grupo de exploradores del espacio aterriza en un planeta para encontrar que la población vive en un estado de permanente felicidad. Tras una investigación, descubren que un visitante misterioso estuvo entre ellos. La descripción adicional conduce a dos astronautas a creer que este hombre es el Mesías. Uno de ellos decide pasar el resto de sus días en el planeta, disfrutando de aquel estado de perfecta iluminación. El capitán Hart, en cambio, hombre escéptico y testarudo, continúa su travesía en su nave espacial, persiguiendo al hombre misterioso, siempre un paso detrás de él, nunca lo bastante rápido como para alcanzarlo. Otros miembros del equipo deciden permanecer en el planeta para lograr vivir en paz y, al entender que sólo encuentra quien deja de buscar, son recompensados con el hallazgo de que "el hombre" permanece allí donde ellos eligieron quedarse.

Con Bradbury el viaje siempre es del espacio exterior y la máquina del tiempo que el corazón del hombre desea conquistar y manipular a su antojo al núcleo de su propia esencia, esa que es la que le resulta más remota y desconocida que las estrellas. Siempre resulta un desafío enriquecedor en el aula y en la vida. Él fue quien ilustró mejor que nadie para mí, a través de otra historia interesantísima, "El sonido del trueno" ("The sound of thunder"), que el simple aleteo de una mariposa puede cambiar el mundo y, por consiguiente, todos los eventos en el viaje de la vida.


A boca de jarro

lunes, 4 de junio de 2012

El Ministerio de la Verdad



"El Ministerio de la Verdad — que en neolengua se le llamaba el Miniver — era diferente, hasta un extremo asombroso, de cualquier otro objeto que se presentara a la vista. Era una enorme estructura piramidal de cemento armado blanco y reluciente, que se elevaba, terraza tras terraza, a unos trescientos metros de altura. Desde donde Winston se hallaba, podían leerse, adheridas sobre su blanca fachada en letras de elegante forma, las tres consignas del Partido:

LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA."

George Orwell, 1984. 



¡Qué bofetada el diario de ayer! Fuertes sospechas de corrupción en la cúpula gubernamental, inflación en ascenso, cepo cambiario, dólar paralelo a $5,10 y esta película que ya la vimos, cae la economía en casi todos los rubros, la industria pone un freno, los containers detenidos en la aduana, el panorama de un semestre complicado, el déficit fiscal que costeamos a fuerza de impuestos, la economía familiar que acusa un deterioro, "el peor momento para levantar la cabeza", posibles desbordes de las villas que ahora el gobierno intenta controlar, el campo en paro, intolerancia y agresiones en actos políticos, robo de autos: el delito más sangriento, la crisis en Europa contada por quienes la sufren...

¡Paren: me quiero bajar! Quiero sacar boleto para irme a algún lado y no sé a dónde, ni cómo, ni con qué. Ya se escuchan los cacerolazos otra vez. A veces desearía haber nacido con ese gen que me faltó, ese que le permite a tanta gente evadirse de la realidad que aparece en la primera plana de los diarios, que se ve y se palpa en las calles que se caminan a diario, que les permite lograr una alegría genuina y hasta duradera con los pases milimétricos y los goles descomunales de Messi, con el triunfo de la selección argentina o la espectacular luna llena que nos acompaña en la noche porteña. ¿Cómo harán? ¿Será que soy hiperrealista, o simplemente amarga, pesimista, siempre conectada con la cara oscura de la luna? ¿O será que ellos son escapistas, o simplemente optimistas innatos, positivos, capaces de vislumbrar esperanza y luz donde otros sólo vemos sombras?

¿O será tal vez como profetizaba el genial Orwell y algunos deslizan, toda una manipulación de la información para dominarnos, para controlar nuestras mentes y nuestras vidas, para ponermos la pata encima y sacar provecho del lavado de cerebros y el sometimiento? ¿Cómo será? ¿Qué será?


¿Será que habrá que practicar el arte del Doublethink, lo que el mismo Orwell describe como el acto de aceptar simultáneamente dos creencias contradictorias como correctas y posibles?

Leo en 1984, sin poder dejar de identificarme con el protagonista, Winston:

"La Policía del Pensamiento lo descubriría de todas maneras. Winston había cometido — seguiría habiendo cometido aunque no hubiera llegado a posar la pluma sobre el papel — el crimen esencial que contenía en sí todos los demás. El crimental (crimen mental), como lo llamaban. El crimental no podía ocultarse durante mucho tiempo. En ocasiones, se podía llegar a tenerlo oculto años enteros, pero tarde o temprano lo descubrían a uno."


Creo que debería dejar de leer el diario los domingos, de ver los noticieros en la semana e inclusive olvidar que alguna vez leí a Orwell. Abandonar el Ministerio de la Verdad de una vez por todas...  Algún día me descubrirán cometiendo el crimen mental, padre de todos los crímenes: en efecto, algunos ya lo han hecho.


A boca de jarro

miércoles, 30 de mayo de 2012

Ausencias que iluminan



Hay lugares y personas que uno concibe como parte del país propio, que no es más que un pequeño territorio que ocupa el espacio que se cubre con la mirada y con los pasos que andamos a diario. Ellos hacen a la identidad de ese lugar con el que nos identificamos y que sentimos como el terruño. Esa geografía se ha ido modificando a través de ciertos cierres a lo largo de los últimos meses y esto nos ha embargado de nostalgia a grandes y chicos en casa. Se siente como una carencia que genera un duelo que estamos procesando.

Primero faltó sin previo aviso una mañana el diariero de la esquina, un personaje que le daba vida y color a su puesto y a nuestra cuadra. Su presencia era una lumbre que acompañaba desde antes de la salida del propio sol. Su voz fuerte, gruesa, callejera, se escuchaba desde la cama y su rostro, cansado y marcado por tantos madrugones y mañanas a la intemperie, era un encuentro obligado cada mañana de domingo con la llegada de los únicos diarios que compramos en la semana y que nos damos el  gusto de leer en familia alrededor de un desayuno en pijama que se hace lujosamente largo.


Luego decidió apagar sus luces para no volver a encenderlas el pizzero de en frente de casa. Fue una gran pena y los chicos no se resignan y siguen ilusionados con que va a volver. Le daba sabor a nuestros fines de semana, aroma a cebolla frita y pan recién horneado a la vida de nuestra calle y digna prestancia de buena gente, un laburante de fin de semana y feriados, el Mariscal de la Pizza, cuya cercanía era envidiada por medio mundo de este que es nuestro pequeño, significativo, entrañable mundo.

Su luz se apagó porque perdió a su compañera y ya no quiso o no pudo seguir alimentándonos, imagino que por falta de alimento propio. Digo imagino porque soy de las que no les gusta andar preguntando a los vecinos por ahí. De refilón escuché el triste chisme de que un día tuvo que ir un vecino a socorrerlo porque había estado intentando una fuga a lo insoportable que se le hacía la carencia: "Se puso a pelar unos cables ahí y tuve que entrar a sacarlo cuando estaba todo a oscuras". Debe ser difícil atravesar esa oscuridad. Ya no quiso seguir y nos dejó a nosotros a oscuras: las luces de la pizzería ya no inundan el living de casa cuando apagamos las nuestras. Los otros días llegó acompañado de unos muchachos jóvenes en un camión. Vaciaron el local de todo su mobiliario y equipamiento y sentimos una puntada, como si perdiésemos parte de lo propio cuando por fin se lo llevaron todo.


Y ayer mi hijo se levantó unos minutos más temprano de lo habitual para ir al polirrubro de Carlitos, kiosco, librería y juguetería, a mitad de cuadra, el que siempre nos salva cuando nos olvidamos de comprar lo que habían pedido para la clase del día. Abre antes de que nos levantemos para ir al cole y parece que adivina nuestros olvidos diurnos devenidos en necesidades de primera hora: cartuchos, mapas, la escuadra que se perdió y hace falta para hoy que hay prueba... Nos falló por primera vez. Tenía cerrado. Estábamos todos extrañados, y los chicos espiaron dos o tres veces durante el transcurso del día a ver si había algún indicio de su vida, que cambió ayer para ya no volver a ser la misma aunque hoy ya esté de vuelta en el negocio.

Nos acongojamos. Son esos detalles que nos hacen valorar a quienes damos por sentado, esas omnipresencias que ligan la masa de la rutina, que se erigen como íconos de nuestra cotidianeidad guiando como faros el desarrollo de lo que conocemos como nuestra vida de todos los días. Sólo nos percatamos de su importancia cuando nos faltan. Y al faltar nos recuerdan de que a todos nos llega un día en el que permanecemos cerrados. Ese día no se abre y marca el límite tan temido, el fin de lo conocido, aunque todo alrededor siga en marcha. Tal vez llegue alguien que vuelva a abrir, tal vez se siga adelante con la cortina baja. Pero ya nunca nada será igual. Por estos días, al apagarse las luces, se nos hizo claro.


A boca de jarro

domingo, 27 de mayo de 2012

El sueño en la vida adulta

"De fierro,
de encorvados tirantes de enorme fierro,
tiene que ser la noche,
para que no la revienten y desfonden
las muchas cosas que mis abarrotados
ojos han visto,
las duras cosas que insoportablemente
la pueblan."

Jorge Luis Borges: "Insomnio", en  El otro, el mismo (1964). Obras Completas, Emecé, Buenos Aires, 1977. 


 Me atrevería a decir, sin ninguna base científica que me avale, guiándome simplemente por lo que converso con algunos adultos de más de cuarenta de mi entorno, que el sueño en la edad adulta, a diferencia del sueño en la niñez, la adolescencia y la juventud que se añora, es un sueño que a menudo no nos satisface muy a nuestro pesar. Incluso podría llegar a arriesgar que los desvelos constituyen una constante tan frecuente en nuestras noches que ya casi los tomamos con naturalidad, un mal que aqueja a muchos, especialmente en las grandes ciudades, y una de las causas más agudas de insatisfacción en la vida adulta.

 Según los testimonios que me han llamado la atención por las resonancias con mis vivencias del descanso nocturno, el sueño cambia radicalmente a partir de la llegada de los hijos a nuestra vida: un hijo que llora y despierta a sus padres reclamando leche, amparo, presencia y calor es el primer germen de esos desvelos que se sucederán a pesar de que al principio pensemos que todo volverá a ser igual cuando el niño crezca. 



 Al traspasar el umbral de las despertadas nocturnas a causa del bebé vendrán las noches de fiebre, mocos y toses, los miedos infantiles y las pesadillas, la escuela, con sus desafíos que a veces inquietan al punto de traer dificultades en el sueño, al igual que el entusiasmo que generan cumpleaños, festejos, campamentos y viajes. Y a todo eso vamos sumando nuestras propias inquietudes diurnas no resueltas que se rumian entre oleadas de un sueño que se nos hace más liviano y entrecortado por el peso de las responsabilidades de saberse proveedor y sostén de un nido lleno y por las pesadillas propias que van llegando con las certezas de nuestra propia fragilidad y la del fin de la vida de los seres queridos a quienes también sostenemos desde un lugar más sutil pero igualmente real. La realidad que nos va cambiando tramo a tramo se cuela en nuestro descanso y todo se convierte en una suerte de magma indiferenciado de vigilia, insomnio y sueño poblado de alertas e interrupciones.


 Y luego llega la nocturnidad social a la vida de nuestros hijos adolescentes, que no entendemos y tememos, pero que hemos vivido, aunque se haya adelantado y extendido en estos tiempos. Negarles el permiso de experimentar su atractivo es dejarlos afuera de su grupo de pertenencia. Y limitarla racionalmente por el desajuste y el peligro que significa tanto para ellos como para nosotros, que vamos al rescate, implica poner el despertador para que nos sacuda en medio de ese sueño que se nos hace peliagudo y aventurarnos a la calle para traerlos a la cama como cuando eran bebés. Decir "no" para evitar el desvelo de ese sueño tan esperado del fin de semana, que finalmente se transforma en puro desfasaje familiar, de todo modos nos quitaría el sueño, haciéndonos sentir padres anticuados y castradores.

 De más joven no recuerdo jamás que mi descanso nocturno se haya visto interrumpido por ruidos familiares, como el de las llaves en la cerradura o el sonar del celular, que se incorporan vívidamente al sueño y que me sorprenden al despertarme por su irrealidad. No recuerdo haber necesitado cerciorarme de haber cerrado la puerta con traba y cerrojo o de haber apagado las luces del auto para que arranque la mañana siguiente. Ni haber ido tantas veces al baño antes de conciliar el sueño o haber cambiado de postura o temperatura corporal tan a menudo durante la noche.



 También puede ser como dice una amiga: a partir del momento en que uno deja de ser uno y se convierte en uno y los suyos se va acostumbrando a ser requerido en medio de la noche, y parece que cuando los hijos crecen y dejan de despertarnos apareciéndose al pie de la cama como figuras espectrales en el sigilo nocturno, es el recuerdo de aquellos días o los temores, las ansiedades y las angustias del hoy los que acuden a desvelarnos. Lo cierto es que, como tantas otras cosas que cambian con el paso del tiempo, el sueño evoluciona y se transforma en algo totalmente distinto a lo que conocíamos y a lo que nos producía tanto placer. Los ojos abiertos de par en par y el cuerpo tieso sobre el colchón por horas o por odiosas y temibles rachas que se nos hacen férreas están muy lejos de lo que percibimos y esperamos como descanso, pero es lo que muchas veces logramos en medio de la vorágine de la vida que solemos llevar quienes crecimos y asumimos nuestra cuota de crecimiento respondiendo a los llamados de nuestro rol adulto en pleno siglo XXI.


A boca de jarro

martes, 22 de mayo de 2012

Un paso por vez


Cuando me preparé para afrontar la decisión definitiva de dejar mi adicción al tabaco sabía que experimentaría síntomas de abstinencia. La abstinencia tiene muy mala prensa, asusta, se piensa que es antinatural, que implica reprimir algo que el cuerpo pide y que, al negárselo, se lo cobrará con una buena cuota de dolor psicológico, que es sin dudas el que más se teme y el que menos nos sentimos capaces de doblegar. Creo que todos los que nos hemos enfrentado alguna vez con este tipo de dolor hemos quedado marcados a fuego por una clase de miedo que es tremendamente difícil de superar: el miedo al miedo, es decir, el temor de sentir ese miedo de sufrir los síntomas del flagelo psicológico y no ser capaces de manejarlos. Se trata de un miedo anticipatorio: se padece antes de experimentar dolor y a veces ni siquiera llega el dolor que se esperaba. Y es así que cuando este dolor llega y se hace manejable, se siente una agradable sensación de sanidad y bienestar que disipa al cúmulo de miedos que nos paralizaba y nos autofortalecemos.


He estado leyendo bastante sobre adicciones en general  por estos días y aprendí que todos los adictos a ciertas sustancias somos propensos a hacernos adictos a más de una cosa ya que tenemos ciertas características que nos hacen vulnerables. Inclusive se sospecha que nuestros genes nos juegan en contra y se habla de personalidades adictivas. Las características que se asocian con este tipo de personas son todas negativas y, en mi caso personal, ciertas. Tanto que al dejar esta adicción me he propuesto luchar por lograr un cambio que me lleve a una superación que permita que me desintoxique ya no sólo a nivel físico sino a nivel psicológico. La primera vez que leí que era necesario "crear una nueva identidad" en la cual el fumar no estuviera asociado conmigo, pensé que sería imposible. Pero a medida que fueron transcurriendo los días que llevo sin fumar y al atravesar por estados de ánimo cambiantes que me han llevado a ver otras cosas sobre mí misma y mis conductas y emociones, entiendo que esto es real, aunque mucho más demandante que el hecho de dejar de fumar en sí mismo.

Abstenerse, de acuerdo al diccionario, significa renunciar a alguna cosa fundamentalmente por cuestiones morales. Está además ligado con la sintomatología que presenta la decisión de renunciar a algo a lo que uno se ha hecho adicto. Y al renunciar a la cosa, también se debe renunciar en buen grado a esa parte de nuestra personalidad que depende de ella para sentir que funciona, aunque se trate de un autoengaño, ya que al ser dependiente, se disfunciona. Al entender esto, intentamos enmendar todo el daño que este disfuncionamiento nos ha causado a nosotros mismos y a quienes nos rodean, y nos asalta el miedo: el miedo a sufrir, el miedo a fracasar, el miedo a que todas las características de nuestra personalidad que nos han hecho caer en la adicción salgan a la superficie. Estas son: la inseguridad que genera una baja autoestima, el infantilismo de querer satisfacer nuestros deseos inmediatos y nuestra falta de autocontrol e impulsividad, nuestro alto nivel de frustración y baja tolerancia, nuestra tendencia al autoengaño, la negación y la autojustificación, la ansiedad y la angustia.

Lo que más asombra a quienes somos adictos en recuperación es el permiso que nos hemos dado por tanto tiempo una y otra vez de caer en eso que sabemos que nos daña a pesar de las claras evidencias del deterioro que la adicción hace evidente con el paso del tiempo. Cuando nuestra conciencia comienza a advertir que algo anda mal y que ya no estamos en control de nuestras vidas se toca fondo emocional y se ve claramente esto que en principio parecía una locura, aunque es el único camino hacia el reestablecimiento de esa armonía que llamamos salud: hay que recrear nuestra identidad sin la muleta que nos hacía creer mejores y más fuertes, asumirnos desde nuestras flaquezas, y desde allí empezar a apuntalarnos. Hay que restablecer el equilibrio sutil entre nuestras luces y nuestras sombras.

Al lograrlo día a día, se va robusteciendo el sentido de valía que tiende a ser escaso en nosotros. Comenzamos a notar pequeños cambios que nos van conectando con alguien novedoso que habíamos olvidado. Hay más luz, alegría y esperanza. Hay una reconexión con nuestro ser esencial que se había bloqueado y esa ausencia nos hacía sentir más vacíos. Hay alivio. Hay más ganas y más fuerza para cambiar otros aspectos que se hacen visibles y notorios. Y hay todo un largo camino para seguir andando, porque cualquier paso en falso implicaría volver a descentrarse. Es, como dicen todos los que lo han transitado y caminan este sendero erguidos día a día, dar un paso por vez. El maestro Jung lo explica en términos del claroscuro que entiendo que somos, y se me hace mucho más claro a cada paso:



A boca de jarro

viernes, 18 de mayo de 2012

Vivir bajo los árboles

"Yo vivo en una ciudad 
que tiene un puerto en la puerta
 y una expresión boquiabierta
 para lo que es novedad.

 Y sin embargo yo quiero a este pueblo
 tan distanciado entre sí, tan solo,
 porque no soy más que alguno de ellos..."
                                                                                                                    Pedro y Pablo

Cuando se instalan los tiempos difíciles, las cosas comienzan a desgastarse. Y como no se puede cambiarlas por nuevas, los ojos parecen empezar a acostumbrarse a ver el desgaste y la decadencia como algo normal. Un día se cae un botón del saco y el saco queda sin un botón. Otro día se hace un agujero en el pantalón y el agujero queda sin remiendo, exponiendo la pierna sucia que ya no se lava, total ¿para qué? Y al tiempo se perfora la suela de los zapatos y nos acostumbramos a que nuestros pies desprotegidos y llagados anden pisando todo lo que hay tirado en el suelo. Se van acumulando las averías para convertirse en una vista común del paisaje que miramos a diario.


Así nos ha ido pasando en esta ciudad en la que yo vivo, que tiene un puerto en la puerta, con los indigentes en las calles. Empezamos a verlos hace años ya, cartoneando al caer el sol, abriendo y revolviendo nuestros residuos en busca de alimento o algo que les podía ser útil vaya a saber para qué. Se armó toda una especie de industria del cartoneo, y ahora son un ejército de familias enteras que pasan por la puerta de nuestras casas a levantar lo que encuentran.


Veíamos algunos linyeras durmiendo a la intemperie en ciertos puntos de la ciudad, tapados con papel de diario y cartones para protegerse del frío. Fueron gradualmente tomando las plazas, las escalinatas de edificios públicos e iglesias y algunos lugares ya no públicos, y ahora se ven  seres humanos durmiendo en la puerta de locales cerrados, de casas abandonadas en venta, en el hall de edificios habitados, haciendo una especie de vivienda con carros de supermercado que cumplen la función de alacenas, cartones como paredes, sillas desechadas que conforman su mobiliario y hasta tendederos de ropa donde cuelgan sus dos o tres prendas cunado no están en uso. Cada vez son gente más joven. Y andan con varios hijos viviendo en estación de tren frente de la casa de mis padres, por ejemplo, o en el sector pavimentado de juegos del parque municipal donde solía llevar a mis hijos a jugar de pequeños. Las mujeres hasta barren el piso por la mañana como si estuvieran en su propia cocina. Y cuando se van de allí como quien deja su casa para salir de compras o ir a trabajar, dejan sus cosas en un atado sobre los árboles. El otro día estuve tentada de fotografiar todo esto que describo, pero no me dio el alma...


A veces me pregunto qué futuro les depara a estos jóvenes, a estas argentinas y estos argentinos de veinte o treinta años que tal vez jamás hayan trabajado y que probablemente han pasado de vivir en una villa a sobrevivir en la calle, sin paredes ni techo. Pienso además en sus pequeños hijos. Se trata de una espiral social que veo difícil de revertir. El otro día circulaba por ahí una camioneta del gobierno de la ciudad y se bajaron unas chicas de la asistencia social con guardapolvos y guantes para hablar con ellos. Les hicieron unas preguntas, cargaron sus petates en la camioneta y se los llevaron, para alivio de los vecinos del lugar, a quienes les disgusta y les preocupa la situación, sobre todo ahora que viene el frío. Pero cuando cayó el sol, volvieron a apostarse donde habían quedado sus bártulos en un atado: bajo los árboles.


A boca de jarro

domingo, 13 de mayo de 2012

Ser capaces de dar


"Dichosos los que pueden dar "

Hay muchas frases célebres sobre la capacidad de dar. Todos los libros sagrados, todos los iluminados, aquellos a quienes muchos tenemos como ejemplos de vida por su humildad, sencillez, auténtica generosidad, y por haber dejado una huella humana viviendo una vida llena de sentido gracias a lo que han dado para el bienestar de la vida de otros, nos han dado además poderosas palabras que ensalzan el acto de dar. "Así que yo les digo: pidan, y se les dará; busquen, y encontrarán; llamen, y se les abrirá la puerta. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá"; así enseñó Jesús que hay más dicha en dar que en recibir. "Da y tendrás en abundancia", decía Dar un vaso de agua a cambio de un vaso de agua no es nada; la verdadera grandeza consiste en devolver el bien por el mal", nos transmitió La raíz escondida no pide premio alguno por llenar de frutos la rama




"Si sólo se dieran limosnas por piedad, todos los mendigos hubieran ya muerto de hambre", dijo el hombre que declaró a Dios muerto, Friedrich Nietzsche. Y resulta tan cierto como que si el dar se convierte en un acto para demostrarme a mí mismo y a los demás lo bueno que soy capaz de ser, no da frutos. Si damos forzándonos a desprendernos de aquello que consideramos nuestro tesoro, ya sea nuestras posesiones, nuestro tiempo, nuestra presencia, nuestra escucha, nuestro apoyo, nuestro afecto incondicional, nuestra contención, nuestro interés por el otro, entonces es que no hemos nacido con la enorme riqueza de ser capaces de dar, y sufriremos esa amarga miseria de estrechez de corazón que no se arregla a fuerza de ceñirnos a máximas y preceptos. Seremos lo que Jesús llamaba "pobres de espíritu".


Creo que en eso los místicos no se equivocan. La visión del cielo en la tierra es la que vivenciaron almas capaces de darse a sí mismas con absoluto desapego por lo que la gran mayoría de los mortales consideramos digno de ser cuidado, protegido y valorado para ser. Esa inmensa mayoría incluye a todos los que no tenemos la libertad de corazón para dar-nos, y es allí donde encontramos nuestra propia cárcel. Somos aquellos incapaces de dar antes de que se nos pida, y nuestro infierno consiste en no conocer la verdadera generosidad, la que sabe anticipar lo que el otro necesita recibir de uno, y en eso encuentro dicha. Somos aquellos que creemos que nuestro efímero valor se prueba a fuerza de poner a buen recaudo nuestras posesiones materiales, y nos duele compartirlas: ahí reside nuestra mayor miseria, en nuestra incapacidad de desprendernos y de compartir. Y esta estrechez, tan típicamente humana, es lo que nos hace profundamente infelices, y la que difícilmente podamos enmendar a fuerza de hacernos seguidores del gurú de turno que vende sus libros en el kiosco de revistas.


Siempre que siento el dolor de dar y, sobre todo, el de dar-me, en la medida en que implica un autosacrificio, una auto postergación, una renuncia a lo que considero mi necesidad, mi yo, mi prioridad, mi momento, mi ego, recuerdo esa frase de la Madre Teresa que admite que hay un punto donde se experimenta dolor: "Ama hasta que te duela. Si te duele es buena señal." Y sin embargo sigo creyendo que a pesar de toda la publicidad negativa que estos conceptos tienen hoy, en tiempos de egoísmo, individualismo y hedonismo, realmente sería mucho más feliz si fuese capaz de dar y dar-me sin pagar esa cuota de dolor como buena señal.

 "Cuando yo doy, me doy a mí mismo."  Walt Whitman



A boca de jarro

miércoles, 9 de mayo de 2012

Avisos clasificados: ¡se busca excelencia!



Como a algunos se les da por echar un vistazo a los obituarios, es mi costumbre ojear los avisos clasificados de los diarios del domingo aunque no esté buscando trabajo. O tal vez sí, inconscientemente. La docencia ha perdido buena parte de su encanto para mí. Hay mucha burocracia alrededor del acto de enseñar y aprender que poco ayuda al meollo de la cuestión; más bien distrae, quita tiempo, roba energías y aburre. La planificación detallada, por ejemplo, que es solamente una ilusión cuya concreción depende de innumerables factores que a veces son descuidados por un apego excesivo a lo que se ha programado en abstracto y sobre papel, o la corrección de tarea escrita que se requiere que asigne a mis alumnos, quienes muchas veces entregan a destiempo y contra su voluntad, cuando están por recibir sus calificaciones bimestrales y sienten que les llega el agua al cuello, son aspectos de mi trabajo que me llevo a casa y me pesan cada año que pasa un poco más. Ni hablar de tener que dedicarle horas al diseño de evaluaciones de mitad y fin de año, como si eso realmente influyera en el proceso de aprendizaje de manera tan decisiva. Soy de las que creen en la evaluación permanente, sin tanta formalidad ni trámite, la evaluación que no genera ansiedad desmedida en nadie y arroja los mejores resultados porque se trata de ver lo que el alumno es capaz de hacer antes que estar dándole cantidad de ejercicios bajo presión cronometrada en los que indefectiblemente no mostrará sus mejores logros y terminará metiendo la pata traicionado por los nervios y el reloj. Pero debe quedar constancia escrita con fecha y hora de cada instancia evaluativa.

El hecho de enfrentarme a aulas superpobladas, mal ventiladas, pobremente equipadas para los desafíos de la enseñanza y el aprendizaje del siglo XXI, con alumnos que están en general mal dormidos, con hambre, que me bostezan en la cara o se duermen ni bien pongo un CD o un DVD para ejercitar comprensión auditiva (lo más moderno y avanzado que hacemos en clase de idiomas por aquí...), poco interesados en aprender y mucho más motivados en llegar a casa a conectarse con sus pares en Facebook o a prender la tele para seguir sus series importadas, sus programas favoritos o sus partidos de futbol hasta pasadas las doce de la noche, para luego volver a arrancar mal descansados la extensa jornada a las seis o siete de la mañana del día siguiente: todo ese estado y cúmulo de cosas hace que a veces se me dé por fantasear con un cambio de rubro.

Me lo he planteado seriamente varias veces. El tema es hacia dónde rumbear. Los avisos clasificados imponen generalmente límites de edad rigurosos que ya he superado ampliamente y un mínimo de años de experiencia comprobable con la que no cuento en ciertas áreas que me pueden resultar tentadoras. Además, es claro que la competencia ganaría ampliamente: gente joven, sin hijos ni padres mayores que pueden implicar ausentismo y complicaciones a la hora de cumplir son detalles que a ningún empleador se le escapan. A los 40 ya se es mañoso, se ingresa a un trabajo con expectativas muy concretas acerca de lo que se espera en términos de calidad laboral. Y además, también generalizando, ya se tiene en claro que el trabajo no es prioritario en la vida de uno, que es simplemente un medio para otros fines.

Pero si me corro un momento de las generalizaciones en las que muchas veces me hundo, encuentro que hay honrosas excepciones que hacen que siga adelante. No todos mis alumnos carecen completamente de interés por aprender, no todos toman su clase de inglés como una pesada carga impuesta por sus padres bajo el pretexto que les permitirá acceder a mejores empleos en el futuro, no todos los adolescentes y jóvenes de hoy se conforman con la mediocridad que suele proceder directamente de lo que promueve el sistema. Hay algunos que hacen que el hecho de transmitir lo que uno ha aprendido al aprender toda la vida cobre sentido. Hay quienes dejan moldearse, parecen iluminarse al descubrir nuevos caminos, permiten una interacción nutricia que reverbera más allá de las paredes del aula y llega al alma. Y es en las excepciones a lo que parece una regla donde se encuentra la motivación para seguir adelante en este oficio de enseñar.

Justamente, el domingo me encontré con una búsqueda laboral que de alguna manera confirma mi sensación de que no todo está perdido. Como estudiante, siempre me esmeré por sacarme buenas calificaciones y obtener un buen promedio en mis estudios, aunque a la hora de buscar trabajo, no se siente que ese mérito alcanzado a base de mucho sacrificio, empeño y constancia sea lo que defina la obtención de un puesto laboral. Y creo que no me equivovo al afirmar que muchos de mis alumnos sienten lo mismo. Se sabe que en otros países se busca a los altos promedios escolares y universitarios, se los estimula a seguir formándose a través de becas y postgrados, se les proponen trabajos con capacitación y mejor remuneración. Pero aquí no parecen abundar ese tipo de iniciativas.


En la sección de búsquedas laborales de los diarios Clarín y La Nación del pasado domingo 6 de mayo aparece un importante aviso publicado por el Banco Ciudad que busca personas "... preferentemente egresadas de colegios públicos", con "Título Secundario con promedio igual o mayor a 7" (cuando en nuestra ciudad se aprueba con 6), y que ostenten "Muy buen nivel cultural..." además de manejo de PC, a cambio de una jornada reducida de 4 horas de trabajo diario, lo cual les permitiría estudiar al mismo tiempo que trabajar, con una remuneración bruta de $3900, más premios y beneficios, lo cual no está mal para un primer sueldo contando con un título secundario nada más, con lugar de trabajo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y en un ámbito donde tal vez puedan crecer y progresar. Si bien se advierte que se llevará a cabo un exhaustivo proceso de selección, se aclara explícitamente que se busca excelencia. Hacía tiempo que no me encontraba con conceptos que parecen hasta anacrónicos en los clasificados. Y espero encontrarme con muchos más avisos de este tipo, ya que tal vez ayuden a espabilar las mentes adormiladas de tantos jóvenes que sienten que el esfuerzo no vale de mucho porque no se encuentran con este tipo de incentivo tan a menudo como deberían encontrarse.

A boca de jarro

domingo, 6 de mayo de 2012

El arte de perder


 Anoche vi por tercera vez "In her shoes" ("En sus zapatos", 2005), una adaptación de una novela en inglés de Jennifer Weiner dirigida por Curtis Hanson y protagonizada por Toni Collette, Cameron Diaz y Shirley MacLaine. Una película que quizá no merezca la pena verse más de una vez, pero que siempre me engancha. Creo que lo que más me gusta es que puedo identificarme con ciertos rasgos de las tres mujeres que alimentan la historia, diría mejor, con las cuatro, aún con la que se menciona y se ve en fotos, pero que no está presente físicamente a pesar de ser quien ha dejado una huella indeleble en las otras tres. Y es esclarecedor en momentos de transición, de cambio, ver ciertas cosas propias con la distancia que impone la ficción, una ficción con un poco de melodrama, lo admito, pero con un planteo por lo menos interesante.



 Es una película sobre la empatía y sobre cómo se pueden elaborar las pérdidas. Es una película que regala algunas líneas de poesía bellísimas que ayer me hicieron vibrar una vez más. Uno de esos regalos es el poema de Elisabeth Bishop, "One Art", traducido como "El arte de perder". Irremediablemente se pierde al traducir poesía, pero dejo que la mejor traducción que encontré hable por sí misma:



"El arte de perder" ("One Art"), de Elizabeth Bishop.

El arte de perder no es muy difícil;
tantas cosas contienen el germen
de la pérdida, pero perderlas no es un desastre.
Pierde algo cada día. Acepta la inquietud de perder
las llaves de las puertas, la horas malgastadas.
El arte de perder no es muy difícil.
Después intenta perder lejana, rápidamente:
lugares y nombres y la escala siguiente
de tu viaje. Nada de eso será un desastre.
Perdí el reloj de mi madre. ¡Y mira! Desaparecieron
la última o la penúltima de mis tres queridas casas.
El arte de perder no es muy difícil.
Perdí dos ciudades entrañables. Y un inmenso
reino que era mío, dos ríos y un continente.
Los extraño, pero no ha sido un desastre.
Ni aún perdiéndote a ti (la cariñosa voz, el gesto
que amo) me podré engañar. Es evidente
que el arte de perder no es muy difícil,
aunque pueda parecer (¡escríbelo!) un desastre.

 El arte de perder se aprende al asomarse al secreto que revela el poema de e.e. Cummings que cierra la película:

"I carry your heart with me"  by e.e. Cummings (Fragment).

Here is the deepest secret nobody knows.
(Here is the root of the root and the bud of the bud
And the sky of the sky of a tree called life; which grows
higher than soul can hope or mind can hide)
And this is the wonder that's keeping the stars apart

I carry your heart (I carry it in my heart).

"Llevo tu corazón conmigo" de e.e. Cummings (Fragmento).

He aquí el más profundo secreto que nadie conoce
(he aquí la raíz de la raíz y el brote del brote
y el cielo del cielo de un árbol llamado vida; que crece
más alto de lo que un alma puede esperar o una mente puede ocultar)
y éste es el prodigio que mantiene a las estrellas separadas
Llevo tu corazón (lo llevo en mi corazón).

 ¡Y qué difícil se me hace ver a Cummings en casi todas sus fotos con un cigarrillo en la mano al cabo de cumplir las primeras 48 horas de haberlo dejado! Por fin encontré esta imagen en la que se le ve muy apuesto y libre de humo:
 
" ...to air in the lung 
let evening come."
          "Let Evening Come"
                                          by Jane Kenyon 



A boca de jarro

jueves, 3 de mayo de 2012

Dejar de fumar y volver a empezar...


Fumo desde los diecisiete años. Empecé como tantas adolescentes para sentirme más grande, más cool, más segura de mi misma. Detrás de todo fumador hay un ser inseguro que necesita una muleta y un manojo de ansiedad que el cigarrillo incrementa aunque se crea lo contrario. El cigarrillo me acompañó durante mi carrera, me parecía que me ponía en un estado de alerta mental para estudiar largas horas diurnas y nocturnas. Luego me apoyé en él para dar mis primeros pasos en el mundo del trabajo, cuando todavía se nos permitía llenar de humo los lugares que compartíamos con nuestros colegas. 

Me puse de novia y luego me casé con un tipo más sano que el Quaker que me aceptó a mí y a mi compañero sin chistar. Nunca fui de fumar más de mis cinco o seis cigarrillos por día, y comencé a hacerlo al aire libre, en el patio o la terraza de casa. Empecé a convertirme en una fumadora culposa, avergonzada y bien consciente de los daños que el cigarrillo produce. Cuando supe que estaba embarazada de mi primer hijo, guardé el paquete en uso en un rincón de un cajón y nunca más probé uno. Hasta que dejé de amamantarlo. Con la excusa de las largas horas de estar en casa viviendo al ritmo del bebé y la sensación de encierro y falta de descanso, volví a fumar.

Cuando decidí buscar mi segundo embarazo, dejé de fumar con esfuerzo bastante antes de quedar embarazada. Quería estar sana y hacer un cambio radical en mi estilo de vida, hacer ejercicio, cambiar mi dieta, bajar de peso. Y traspasada la crisis de abstinencia que manejé alejándome de los lugares de casa donde solía fumar a escondidas para que mi hijo pequeño no me viera, logré superarlo. Me mantuve sin fumar por más de un año y medio. En el segundo postparto experimenté síntomas de ansiedad más agudos que la primera vez. Acudí esta vez a una terapia en lugar de ir corriendo al quiosco a comprarme un atado, aunque la idea me rondaba. Y la psicóloga me dijo que si sentía que caminaba por las paredes, no estaba tan mal fumar dos o tres cigarrillos por día para calmar los nervios. Ahí ya no amamantaba. Muchos profesionales, tal vez fumadores ellos y sin malas intenciones, recomiendan consumir una dosis de nicotina controlada antes de forzar al paciente a transitar por la desesperante abstinencia que dejarlo totalmente conlleva. Entonces reincidí.

Creí que lo tenía controlado. Fumaba mi cuota diaria que no sobrepasaba los cinco, hasta que el año pasado, a raíz de una serie de experiencias estresantes que cualquier vida trae de tanto en tanto, se me fue de las manos. Empecé a hacerlo automáticamente, y si bien nunca perdí la cuenta de lo que fumaba, lo que parecía la mesura de los cinco diarios se duplicó. Tanto es que comenzó a controlarme él a mí que dejé de hacer cosas que antes hacía con mayor asiduidad, como ejercicio intenso, porque las energías no alcanzan.

Últimamente me hice plenamente consciente de que soy esclava de mi vicio. Siento que necesito fumar para rendir, para trabajar, para premiarme después de trabajar, para inspirarme para escribir. Pero termino el día exhausta y sé que es por el cigarrillo.



Estoy leyendo un libro escrito por dos ex-fumadoras empedernidas que llevan adelante un método exitoso y serio para ponerle fin al tabaquismo. No creo en la magia: ni el láser, ni la acupuntura, ni la auriculoterapia. Pero necesito apoyarme en un libro en este momento en el que he tomado la decisión de dejarlo porque tengo pánico de fracasar y reincidir otra vez. Según el libro, debo prepararme psicológicamente, pensar en positivo, asumir un cambio profundo que incluye una nueva identidad en la que el cigarrillo no entre, bucear en las causas y las formas de esta adicción. Debo fijar un día, el Día D, y una hora. Se aconseja hacer un pequeño ritual de despedida íntimo entre el cigarrillo y yo la noche anterior a ese día y prepararse mentalmente para lo que serán unos siete o diez días de irritabilidad, impaciencia, más ansiedad, desasosiego y quizás insomnio, con los cuales no sólo yo tendré que lidiar, sino también quienes conviven conmigo. Y tengo miedo. Quiero dejarlo, pero tengo miedo.

Sobre todo temo porque había pensado que el mejor sustituto en esos días de crisis sería un buen termo de mate disponible a toda hora a la que suelo fumar, sobre todo, por las mañanas. Y justo pasa que voy al súper y no hay yerba mate a la vista por las góndolas donde solía encontrarme con todas las marcas y clases: la que tiene cascaritas de naranja sobre todo, que es mi preferida. En los supermercados chinos de alrededor de casa la yerba se consigue, pero el paquete sale justo el doble de lo que me cuesta el atado de cigarrilllos que compro cada dos dias. Cosas que pasan en la tierra de la yerba mate...


Igualmente, esta vez quiero dejarlo y quiero hacerlo por  mí. Las otras veces estaba la enorme motivación de estar sana para los hijos que llevaba adentro. Y resulta que ahora están afuera, me pescan infraganti  y no me gusta para nada que me vean con un cigarrillo en el patio: no se es coherente como padre de ese modo. ¿Con qué argumentos les voy a decir que nunca lo hagan? Admito que me siento como de duelo. Estoy de duelo por la que quiero dejar de ser, aunque no sé si podré, ni sé en quién me convertiré. Pienso y pienso en cuál será el día más apropiado, en cómo voy a hacer para resistir, trato de poner la cabeza en los beneficios que se me auguran y que sé ciertos, pero no me resulta fácil.

Para quienes nunca han fumado tal vez sea imposible comprender todo esto. Esto es una enfermedad. De poco sirve que nos espanten con testimonios e imágenes de órganos o personas arruinadas por el cigarrillo: sabemos de qué se trata, y ya estamos enfermos. Eso es lo más patético. Según los expertos, la nicotina genera una adicción cinco veces más potente que algunas drogas duras, que jamás he probado y me jactaba de ello. Sin embargo, se tiende a ser más intolerante con el fumador que con cualquier otro adicto. Ahora me siento una adicta más, luchando. Los familiares y amigos me dicen que todo es cuestión de fuerza de voluntad, pero parece que sólo con eso no alcanza. Es necesario plantearse una nueva vida, un cambio profundo y eso genera sentimientos encontrados. Ver la vida sin la capa de humo gris que la cubre puede llegar a des-cubrir vastas áreas grises que necesiten oxigenarse tanto como mis propios pulmones y desintoxicarse igual que mi torrente sanguíneo.


Por ahora estoy en la etapa previa, tomando coraje, recabando testimonios de quienes lo lograron. Ya tengo una idea aproximada de cuál será el Día D, un nuevo comienzo en mi vida. Porque en definitiva, siempre se trata de volver a empezar.

 Volver a empezar, de y por Alejandro Lerner.

Pasa la vida y el tiempo
no se queda quieto
llevo el silencio y el frío
con la soledad.

En que lugar anidaré
mis sueños nuevos
y quien me dará una mano
para volver a empezar.

Volver a empezar
que no termina el juego.
Volver a empezar
que no se apague el fuego.

Queda mucho por andar
y que mañana será un día
nuevo bajo el sol
volver a empezar.

Volver a empezar
volver a intentar

Se fueron los  aplausos
y algunos recuerdos
y el eco de la gloria
duerme en un placard.

Yo seguiré adelante
atravesando miedos
sabe Dios que nunca es tarde
para volver a empezar

Volver a empezar
que aún no termina el juego.
Volver a empezar
que no se apague el fuego.

Queda mucho por andar
y que mañana sera un día
nuevo bajo el sol
volver a empezar.

Volver a empezar
volver a intentar.

A boca de jarro

martes, 1 de mayo de 2012

Trabajo


Se lee y se escribe mucho sobre el trabajo. Sobre todo, se trabaja mucho. Se especula sobre las mutaciones que sufrirá la naturaleza del trabajo como lo conocemos: se pronostica que la gente trabajará de manera remota, conectada a su computadora desde su casa, que tendrán más de una ocupación a lo largo de su vida, que el trabajo se transformará en algo más impersonal, más flexible, más cambiante. El panorama en el mundo laboral ha cambiado dramáticamente desde que ingresé a él y sigue cambiando, a través de nuevas leyes y modalidades que se imponen.


En casa, el tema trabajo es todo un tema. Por las horas que ocupa, por las expectativas que alguna vez depositamos en él y que no vemos plenamente colmadas, por la recompensa económica que nos da, porque ya comenzamos a prestar atención a las inquietudes del futuro laboral de nuestros hijos y no nos sentimos en posición de orientarlos, ya que no tenemos idea de cuáles serán las opciones que les permitirán ejercer una ocupación o desplegar una vocación satisfactoriamente en unos años, y porque a menudo no es fácil descubrir qué quiere hacer uno con su vida tempranamente.

Si de vocación se trata, muchos de mis coetáneos ya se han cuestionado varias veces la que han elegido como forma de vida aún amándola. Nos cuestionamos el haber desoído otros llamados vocacionales que descartamos por no encontrarlos viables, o por pura cobardía. ¿Pero quién no tiene esas dudas existenciales en su haber?


Noto que muchos jóvenes comienzan carreras que abandonan al poco tiempo, inclusive luego de haber invertido tiempo y buenas sumas de dinero en recibir orientación vocacional. Y simplemente cambian. Percibo que no lo viven como una frustración: hay un mayor margen emocional de prueba y error en este terreno que los jóvenes se permiten hoy en su elección vocacional sin vivirlo como un fracaso. Hay carreras que me suenan novedosas, inéditas. Se dice que la Argentina es hoy el cuarto exportador en el mundo de formatos televisivos, por ejemplo, que hace tiempo se imponen y se venden alrededor del mundo. Datos que manejan los expertos en el tema que me sorprenden  y que me desorientan aún más cuando se trata de orientar a mi descendencia.

Se dice también que en el mundo habrá problemas debido a que existirá una proporción mayor de población inactiva y longeva que personas activas que produzcan para mantener el equilibrio de la ecuación social que el trabajo sustenta.


Lo cierto es que cada mañana al sonar los despertadores, millones de personas nos ponemos en marcha para hacer lo mismo: trabajar. Los modos son tan diversos como personas hay en el mundo, pero el trabajo es un denominador común que nos asemeja, nos aglutina, que brinda sentido a nuestra rutina, coherencia a nuestra historia, respaldo a nuestra identidad, sustento a nuestras necesidades. Sólo nos percatamos de cuán importante es el trabajo cuando nos falta.

Se dice que trabajamos un tercio de nuestra vida en promedio, pero se siente real la reflexión inicial de Mafalda: es como si viviéramos para trabajar si contamos todas las horas que le dedicamos al trabajo cuando estamos fuera del lugar de trabajo, si tenemos en cuenta todas las dificultades que nos generan esos aspectos del trabajo para los que nadie nos capacita, como las relaciones interpersonales y el estrés que genera lidiar con el peso de las responsabilidades, el afán por progresar o el temor de perderlo. Se postergan deseos de hacer cosas por el deber de hacerlas y resulta todo un trabajo aceptar que así es la vida del trabajador.


Y al llegar a casa, nos calzamos las pantuflas y continuamos trabajando en las tareas domésticas, que pocos consideran trabajo en los términos en los que se celebra hoy el Trabajo, y que sin embargo son fundamentales para encarar el trabajo de vivir. Vivir es un trabajo de principio a fin que, a pesar de todas las variables, vale la pena.


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