Llegaba de mañana
para abrirme las puertas,
Y cuando anochecía
-la hora de mi angustia-
me regalaba abrazos
y no de los virtuales.
Solía yo soñarla
y ella me amanecía.
y te tomé de la mano,
como cuando, por el miedo,
no conciliabas el sueño
y yo me quedaba velando...
¡Qué estupidez dar la orden
de no temerle a ese monstruo,
como si algún humano sensato
pudiera así controlarlo!
Ese linyera sin ojos,
oloroso y desdentado,
que carga con bolsa de yute
y la lleva bajo el brazo
va por los niños de noche:
es "el Señor de la bolsa",
con quien a tantos aún nos corren,
y es implacable de noche.
Y, de grande, te atormenta
con ansiedad, con insomnio,
palpitar de boca seca,
y hasta en el alma temblores.
Yo sólo puedo decirte
que ese miedo nos habita
y tenemos que enfrentarlo:
¡aquí te ofrezco mi mano!
Para derribarlo juntas,
para, con velas, quemarlo,
para sacarle la lengua
y para, juntas, reírnos
de su siniestra presencia
que hoy reina aquí en nuestra tierra,
tras nuestros barbijos COVID,
y hasta el confín de la tierra.
Mirá a tu hermano, hija mía,
con su remera del Diablo,
parece transfigurado,
de San Ignacio colgado
descubriendo su coraje
al soltar la mano de ese
que lo tenía enjaulado
y haciendo brillar su rostro
en la luz de su trabajo.
A boca de jarro
Trabajas sin alegría para un mundo caduco
donde las formas y las acciones no encierran ningún ejemplo.
Practicas laboriosamente los gestos universales,
sientes calor y frío, falta de dinero, hambre y deseo sexual.
Héroes llenan los parques de la ciudad en que te arrastras,
y pregonan la virtud, la renuncia, la sangre fría, la concepción.
De noche, si hay neblina, abren paraguas de bronce
o se recogen en los volúmenes de siniestras bibliotecas.
Amas la noche por el poder de aniquilamiento que encierra
y sabes que, durmiendo, los problemas te dispensan de morir.
Pero el terrible despertar prueba la existencia de la Gran Máquina
y vuelve a ponerte, pequeñito, frente a indescifrables palmeras.
Caminas entre muertos y con ellos conversas
sobre cosas del tiempo futuro y negocios del espíritu.
La literatura arruinó tus mejores horas de amor.
Al teléfono perdiste mucho, muchísimo tiempo de sembrar.
Corazón orgulloso, tienes prisa en confesar tu derrota
y postergar para otro siglo la felicidad colectiva.
Aceptas la lluvia, la guerra, el desempleo
y la injusta distribución porque no puedes, solo,
dinamitar la isla de Manhattan.
A boca de jarro
Fui a la tienda por más palo santo para quemar.
Estaba sentado en la penumbra, entre esencias, ensimismado en su celular. Levantó sus ojos tristes y su bella melodía tocó el oído de mi afinado corazón, que va por las calles del barrio llorando a gritos mudos, partido de dolor.
-¿Vos ya habías venido por acá, no? - me preguntó, desde la defensa de su mirada esquiva de adolescente herido.
- Sí, vine hace unas semanas, pero me atendió un señor mayor, tu abuelo...
-No, ese señor es mi papá... No, todo bien, no te preocupes, todos se confunden...
Tuve que reparar el quiebre intermitente que mi presunción apresurada había generado en la conexión que los dos necesitamos. Entonces eché mano a su guitarra.
-Vos estabas con tu guitarra recién arreglada. ¡Es hermosa tu guitarra!
-¡Ah, sí, mi guitarra! Ya hace tiempo que no la toco. Ese día volvíamos del luthier, de hacerle cambiar una cuerda. Llevaba meses rota, pero en los primeros meses de la pandemia no había dónde llevarla a arreglar.
Y supe más, y, esta vez, mejor. Creo que supe todo, aunque ya debería haber aprendido a dejar de suponer que sé tanto.
-¿Vos componés?-, lo interrogué, con una sonrisa que, por estos días, me duele como una queja.
-Sí... bah... yo... hace rato que no escribo... con esto de la pandemia... ¿Viste cómo fue?
Fue como un relámpago de revelación divina, una epifanía literaria bien ejecutada, instantánea y fugaz, honda y reverberante, casi perfumada. Fue como ver mi propia sombra resonando en su mirada esquiva.
-Vos sos un artista. Tenés que componer.
Se me cagó de risa con el desparpajo del que se desconoce en su más profunda esencia inexorable - de quién aún no sabe de qué madera está hecho -, mientras me embolsaba el palo santo que yo estaba a punto de pagarle. Entonces fui por más:
-Igual que mi hijo, te me cagás de risa en la cara. Creéme, yo sé lo que te digo: vos naciste artista.
Lo sentencié: un hachazo de vida y muerte directo al corazón.
Se quedó colgado, prendado, me indagó en mis gustos musicales, me palpó el alma con sus ojos tristes, porque en ella se encontró con su propio eco de cuerdas gruesas, borbona letal. Fue mucho para procesar en mi primera tarde de caminata después de meses de encierro mental. Me prometió que, la próxima vez que vaya por palo santo, me la va dejar tocar.